lunes, 14 de diciembre de 2009

"Destruyamos a la sociedad. Hagamos que sea un acto estético e intrascendente. Pero hagámoslo rápido." Confucio 2.0
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Oigo un grito golpeando la pared. Dice que nada importa y que todo se puede ir a la mierda. Es mi voz, creo.

Ahí está otra vez.

Sí, soy yo.

Un grito desgarrado de puto asco. Vomitando palabras contra todo lo que se mueve.

Odio las relaciones humanas, odio al mundo.

Salto y atravieso el cristal.

Caigo encima de una embarazada y la aplasto. Que se joda.

Que se jodan.

Salto frente a un coche que me esquiva. Se estampa contra un muro. Veo sangre por todo el capó y cristales clavados en la pared.

No haber girado, idiota.

¿Dónde coño hay un tren o algo que siga recto?

Abro la boca y cago un par de bombas sobre el pavimento. Las dejo rodar cuesta abajo y empiezo a ver cómo los edificios se derrumban: 3 casas, un hospital, una iglesia. Me acerco al hospital: va a ser divertido.

Niños mutilados por todo el suelo arrastrándose como sardinas fuera del agua. Jeringuillas usadas volando por el cielo tras la explosión: una lluvia gris de medicamentos aleatorios sobre la población.

La gente drogada corre por la calle golpeándose contra las paredes. Echando baba por entre los labios anestesiados. Un hombre se saca la polla y la menea. La vieja a su lado se quita los dientes y le mastica la polla con las encías.

El hombre grita: no sé si de placer o de dolor o de ambos.

Agarro un hacha clavada a un árbol y le atravieso la espinilla a un ciego. Abre los ojos como platos, así que le escupo algo de salsa y la remuevo con un tenedor.

Sangre por todas partes. O semen. Pus, líquido amniótico, cosas inexplicables... Una amalgama de olores y sabores: un cuadro de Picasso clavado en el culo de una vieja aristócrata.

Monjas que saltan a la comba. Puedes oír sus tobillos crugir como palos secos.

Un viejo profesor agarra a un niño por el pescuezo y le estampa la cabeza contra la pared.

Me siento a mirar mi obra de caos. He creado destrucción y se está extendiendo como una enfermedad a la velocidad de la luz.

Sentado en el suelo sangrado me paro a pensar en el sentido de todo esto.

Nada tiene sentido.

Mis ojos se derriten y gotean sobre mi boca.

Sale mierda por mi culo, formando un cuerpo grotesco que se aleja corriendo a campo través.

Me tiro de cabeza contra la alcantarilla y mis dientes salen volando de mi boca rota.

La mandíbula desencajada me cuelga por un lado y me la arranco con toda mi fuerza.

Después todo se vuelve blanco de dolor y llega a la catarsis.

Y se acaba.

Vuelvo a estar en mi cuarto.

Entra frío por el cristal roto.

Leo un libro en paz.

Mi mandíbula metida en un cubo de agua.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Despierto intranquilo.
El viento frío me ha despertado.
Las puertas de esta casa dejan grandes rendijas.
El frío se cuela en mis sueños.
Siento el impulso de salir de la habitación.
Algún día haré cambiar las puertas.
He olvidado qué estoy haciendo.
¿Dónde estoy?
Estoy despierto.
No estoy soñando.
Estoy intranquilo.
Es por algo que soñé y que no recuerdo.
A oscuras en el pasillo, me dirijo hacia el lavabo.
Descalzo.
Escucho un ruido y me paro.
Ha sonado fuera.
En el rellano.
Entra luz por la mirilla.
La curiosidad me pone la piel de gallina.
Lentamente me acerco.
Sin hacer ruido.
La luz me deslumbra un poco.
Mi ojo se adapta al destello.
Miro.
Veo.
Hay un ojo al otro lado.
Alguien mirando hacia mí.
El susto me tira al suelo.
El corazón se me para.
Infarto, creo.
No puedo respirar.
Veo la sombra de dos piernas por debajo de la puerta.
La rendija es grande, otra vez.
Intento levantarme.
Intento respirar.
Sea como sea, intento no mirar.
Pero miro.
Y veo.
Un ojo terrible se asoma por debajo de la puerta.
Oigo que araña el pomo intentando abrir.
Pienso aterrado en mi mujer y mis hijas.
Oigo sus respiraciones desde aquí.
No puedo hacer nada.
No respiro.
Ya ni pienso.
Pero alcanzo a ver una rendija de luz que entra por la puerta abierta.
Y ese ojo.
Que me mira.
Sonriente.

jueves, 15 de octubre de 2009

Escuché una melodía en el fondo de un vaso de whiskey. Sonaba más alto a cada trago, como si un músico invisible habitara allá abajo. Sin embargo, el sonido terminó cuando la última gota cayó en mi boca.

martes, 13 de octubre de 2009

El otro día atropellé a un payaso.
Conducía tan rápido que no me dio tiempo ni a verlo.
Simplemente lo reventé: su cuerpo despedazado estalló en una carcajada.
Bajé del coche y miré alrededor. Todo el vehículo estaba empapado de sangre, pero no había carne ni órganos por ningún lado.
Toda la gente que iba por la calle se quedó muda mirándome y luego empezó a reírse. Todos estallaban en carcajadas como si fueran pompas de jabón.
Yo no podía reír debido a una enfermedad que tuve de niño, así que monté de nuevo en el coche y me alejé de allí rápidamente.
Una hora más tarde abandoné el coche en el campo y me volví andando a la ciudad.
Como si una maldición se hubiera apoderado de mí, la gente empezaba a reírse al pasar a mi lado. Intenté alejarme de allí, pero en todas las calles había demasiadas personas. Desesperado, fui a mi casa y me encerré bajo llave.
Sin embargo, no tuve descanso. No podía dormir: a todas horas oía la risita leve de mis vecinos. Me estaba volviendo loco, así que salí corriendo a la calle. De nuevo empezaron las carcajadas por todas partes y presa de la locura, me lancé delante de un coche.
Reventé sin dejar más rastro que una mancha de sangre y una risita desesperada.
Ella tenía un sólo ojo en la cara y otro en el culo.
Me encantaba mirar la oscura profundidad de su pupila y buscar en ella mundos diminutos y galaxias de papel.
Igualmente, miraba su ano contraerse con dulzura. Como un bebé que bosteza por la mañana, como un pequeño parásito que se asoma para echar un vistazo a mi habitación. Esperaba que no estuviera criticando el color de las cortinas.
A menudo soplaba suavemente sobre sus pestañas elevadas, que temblaban como briznas de hierba, como negras espigas en un campo de trigo. Igualmente, soplaba a su ano y veía aquellos cuatro pelos tiritar rizados como los muelles salientes de un colchón destrozado. Parecían intentar brincar lejos de su sitio, pero la gravedad de la piel les impedía alejarse.
Un día descubrí una pequeña manchita escondida en su pupila: era un reflejo diminuto, una luz. Obsesionado con descubrir de dónde procedía, clavé una aguja y la removí como intentando enfriar una sopa. No hubo respuesta por parte de ella, que me miró con gesto de aburrimiento.
No logré descubrir de dónde venía.
Obsesionado todavía más con la extraña mecánica de aquella lucecita, decidí profundizar aún más en el tema: me introduje suavemente por el ano y recorrí todo su cuerpo hasta llegar a la cabeza. Anduve un rato perdido entre los dientes y las orejas, hasta que al final acabé saliendo por la nariz.
Harto de dar vueltas, rompí a patadas el tabique nasal y me escurrí por su carne hasta dentro del ojo.
Allí había un escritorio con una pequeña lamparita. ¿Todo aquel viaje por una mierda de flexo?
Apagué y salí desencantado por la pupila. Me tumbé enfadado en el colchón, a su lado. Fumaba un cigarrillo intentando pensar en otra cosa. Miré las nubes grises que cabalgaban por el cielo.
La mañana transcurrió rápidamente porque, sumergido en mis pensamientos, no necesité en ningún momento salir a respirar. Cuando volví a asomar la cabeza al aire libre de mi habitación saturada, ella seguía durmiendo a mi lado.
Sin embargo, algo había cambiado. De alguna manera su mirada ya no me resultaba atrayente. Se había apagado la luz de sus ojos y su mirada inerte había dejado de interesarme. Sus ojos eran como dos bolitas de vidrio, sin vida ni alma.
Como si ella se hubiese dado cuenta, se levantó rápidamente y procedió a salir de mi habitación.
Lo hizo por la ventana, no sé si fue a causa de la ceguera o por propia desesperación.
En cambio yo me volví a tumbar en la cama y rememoré aquellos bellos instantes en que soplaba los pelos de su ano y éstos bailaban como muelles saltarines.
Entro en la librería sintiéndome mierda. Noto miradas que analizan mi ropa y mi aspecto físico. Conversaciones susurradas criticándome. No tienen ni idea.
En cuanto veo las palabras escondidas tras las tapas de los libros, vuelvo a sentirme bien. Lejos del mundo este que se han inventado en los telediarios. Me siento libre de elegir una pequeña celda de palabras y esconderme por unas horas de la vida cruel. Volver a mi agujero y meterme en mi cabeza.
Compro un par de libros de los más baratos: ediciones de lujo para quien quiera exhibir libros en estanterías, ediciones modestas para los que deseamos sentir melodías de sonidos escritos.
Pago con monedillas evitando la extraña mirada de la vendedora.
Salgo corriendo y me sumerjo de nuevo en el pantano pestilente de la gente en la ciudad.
Corro entre los coches sintiéndome enloquecer por momentos.
Necesito estar en casa YA.
Bajo la lluvia ácida de cada mañana, mi cuerpo reacciona curtiéndose como el cuero barato.
(....)
Por fin en mi colchón, mi rinconcito.
Devoro una página tras otra y me quedo dormido. La noche transcurre como un sueño sin sueños.
(...)
Por la mañana, salgo a la calle. Acabo de recordar que tengo un trabajo. Miro mi reflejo en el cristal de un coche. Estoy despeinado, sin afeitar y mi traje nuevo de Armani está hecho un asco.
Entonces me doy cuenta de que no estoy hecho para este tipo de vida y renuncio a ir a la oficina.
(...)
Me quedo en casa pintando árboles y animales por las paredes: volviendo al principio.
Sentado en la oscuridad sintiendo el silencio.
Mi piel se agrieta por culpa del frío.
Mi cuerpo desnudo iluminando el almacén.
Atrapado en una pesadilla atemporal,
en la que el polvo en el aire permanece estático,
a la espera.
Siento los cimientos del edificio resquebrajarse
como finas copas de cristal
y la gravedad tirando de nosotros:
una boca abierta y luego el vacío.
Qué divertida es la ingravidez espiritual.

lunes, 12 de octubre de 2009

Miopía parcial

"Interpretando un mismo dibujo abstracto formado por manchas de pintura, treinta y tres personas distintas dieron treinta y tres explicaciones distintas. Muchas vieron cosas similares. Sin embargo, cada percepción fue analizada de manera distinta por un cerebro concreto (lo que implica diferentes percepciones, diferentes capacidades de análisis, diferentes conocimientos culturales y experiencias vitales, creencias e intereses, etc.). Así, el resultado que para uno fue un barquito (infantilismo), para otro fue una goleta (competición), para otro un velero (hedonismo lúdico), etc. Algunos incluso no vieron ningún barco.
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Este experimento, llevado a cabo por el Dr. Heinrich Falsch (traducido al castellano: Enrique Falso), personaje completamente inexistente inventado expresamente para esta investigación, llegó a la conclusión de que toda experiencia sensorial es completamente parcial y, por tanto, única, subjetiva y exclusiva del sujeto que la registra. De esta manera, las teorías del insconsciente, los instintos primitivos subyacentes, el subconsciente colectivo e incluso la intertextualidad se unieron como meras clasificaciones añadibles a cualquier corpus de análisis. En resumen: fueron destapadas como meras teorías. Igualmente, la propia teoría del imaginario Dr. Falsch resultaba falsa, por cuanto negaba completamente el concepto de Verdad Absoluta y, de esta manera, no podía representarla. Era una teoría simple que demostraba la inutilidad de las teorías, fueran estas simples o complejas."
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Distribuida esta información a los asistentes a la reunión, el Dr. Theodor Od (cuyo nombre había sido ridiculizado por sus colegas como Dr."T.od"; cuyo equivalente en castellano sería Dr."M.uerte"), abrió los brazos dirigiéndose a los asistentes y terminó su discurso con las palabras:
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-La Teoría de la Miopía Parcial, desarrollada por los doctores Blind (Ciego) y Dumm (Idiota), demuestra que la subjetividad de la percepción y la influencia de ésta en las capacidades de análisis del ser humano motivan la miopía parcial que permite que cualquier persona creyente sea capaz de ver al instante que las otras religiones suponen la adoración irracional de símbolos arcaicos, a menudo tanto metafóricos como aleatorios, y piensen sin embargo que esto no es aplicable a su propia religión.
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Dicho esto, el Dr. Od extrajo un bolígrafo de su bolsillo y, ejemplificando perfectamente el absurdo de toda percepción, lo utilizó como palanca para saltarse el ojo izquierdo.
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La multitud, constituida por cien personas de distintas edades y procedencias, considerada plenamente capaz de analizar objetivamente la situación, estalló en cien respuestas completamente distintas -incluso en sus semejanzas-, llevando a cabo la demostración evidente de la Teoría de la Miopía Parcial ante la mirada satisfecha del Dr. Od, cuyo ojo chorreaba sangre sobre su traje bien planchado, manchando las páginas perfectamente redactadas de su discurso.
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Al final, todo terminó con un estruendo de chillidos y gritos en el momento en que las bombas situadas bajo los asientos estallaron.
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La locura del Dr. Od, recogida fríamente por una serie de cámaras de vídeo perfectamente situadas, fue reproducida en todas las televisiones como "la representación objetiva de lo acaecido." Sin embargo, no todas las reproducciones tenían la misma duración ni tomaban el mismo ángulo, confirmando nuevamente la Teoría de la Miopía Parcial (cosa que pasó ampliamente inadvertida).
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La teoría del Dr. Od fue considerada una locura fruto de una mente enferma y se prohibió la reproducción posterior de las imágenes del discurso, exceptuando la automutilación ocular y la explosión del auditorio. Con los años, la historia quedó sepultada por la ignorancia y fue utilizada como ejemplo perfecto de comportamiento irracional, creando las expresiones populares to od (en inglés, "el que actúa sin sentido"), oden (en alemán, "estallar en actos de locura irracional") y odearse (en castellano, "ponerse cachondo, sufrir un arrebato pasional").
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Fin del Informe.
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viernes, 9 de octubre de 2009

Hacía un día soleado, para quien sepa mirar más allá de las nubes.
El cielo amaneció como un collage de retales grises cosidos por un sastre que no experimentaba mucho con las tonalidades. Una infinita galería de lienzos con grisallas colgados en paredes del mismo color. Asfalto viejo, agrietado por el uso. Manchas de aceite de suelo de taller.
Escondí la mirada, apoyándola con desesperación en los marrones azulejos de la cocina. Concretamente sobre una mancha de aceite en la que no pude reconocer ninguna forma conocida. La escasa luz que entraba por la ventana lo hacía con timidez, sin decidirse a quitarle el asiento a la penumbra, que no acababa de entender que estaba de más.
Apoyado en la mesa en la que acababa de desayunar -aunque ya había recogido todo-, me tapé mis ojos con mis manos. Buscaba en la oscuridad de mis párpados la puerta negra a mi mundo interior, pero no recordaba dónde había puesto la llave.
Un ruidito empezó a obsesionarme cuando me di cuenta de que le seguía el paso a mis latidos. Como cuando alguien te anda en paralelo por la calle. Reconocí que se trataba del reloj que presidía la habitación y que, endiosado y orgulloso, alzaba la voz para ser escuchado. Hablaba a martillazos regulares y su conversación se hacía monótona y aburrida. Agitaba los brazos para hacerse oír, elevando uno por el aire para gesticular y apoyándose con el otro sobre la hora correspondiente. La viva imagen de la comodidad y del conformismo.
Con el paso del tiempo aquel discurso vano y tedioso se acabó convirtiendo en el ruido de una máquina de coser que me taladraba el cerebro. Costurones por todas partes, cortesía de la Doctora Rutina.
Una gotita de sangre gris cayó desde mi nariz. Buen síntoma de mi estado cerebral.
Cayó decidida en mi taza de café (olvidé decir que seguía ahí) y se quedó flotando como una nubecita gris sobre el aburrido marrón oscuro de cada mañana. Su presencia, sin embargo, no significó ninguna mejora en la situación: sólo era un aviso de hasta dónde podía llegar un día gris.
Resulta extraña la precisión del dolor cuando un órgano decide exigir protagonismo.
Como buen mánager del órgano al que representa, el dolor actúa como el publicista perfecto: el que no permite que olvides la información que te brinda. El equivalente a un cartero que te grape en la frente tu correspondencia.
Y mientras dura la campaña, todo el organismo se hace eco de la importancia de su compañero.
¡Dios bendiga la publicidad cárnica y los concursos de popularidad entre órganos!
La torre se levantaba sobre la ciudad como si se dispusiera a abandonar aquella reunión de edificios. Rodeada de las pequeñas casa de la alta burguesía, se sentía incómoda ante aquellas ventanas siniestras que la miraban con fingida dignidad. Podía ver cómo debajo de aquellos tejados sólo se pensaba en dinero, cómo proliferaban las tiendas a pie de calle. Le repugnaban aquellas fachadas cuidadas, impolutamente exfoliadas y repintadas. Ella deseaba mostrar con sus piedras el paso de los años. Pero, ¿cómo sobrevivir en un ambiente como aquél?
Cerca, tan sólo unos kilómetros más allá, se alzaba un moderno edificio de viviendas. En él rebosaba la vida. Se oían gritos, niños jugando. De noche se veían sus luces encendidas, como si intentara recrear el firmamento para ella.
Pobre torre angustiada, mirando disimuladamente de reojo aquel edificio, mientras las casitas a su alrededor la observaban y criticaban.
Pobre torre angustiada, condenada a vivir congelada en esa extraña situación.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Apunté con la pistola lejos. Quizá por ello me di en un pie.
En el hospital soñé con un hombre ahorcado y un cura que lamía la soga con su lengua áspera. Llegado el momento, el que había sido un ser humano abandonaba su cuerpo en forma de una montaña de heces que salpicaba el suelo. Un par de monaguillos recogían cuidadosamente esa esencia divina y la repartían en misa. Mojaban la hostia en dicha ambrosía y la compartían con el resto de la gente.
Era una hostia infectada de ideas. La mayoría de las personas que se la comían moría de engaño.
Desperté y encontré a mi lado a una horrible enfermera. Era tan hermosa como la lapidación de un inocente. De su cuello colgaba un crucifijo, y el diminuto Jesucristo de oro parecía apartar la mirada de aquellos pechos venosos y de piel grasa. Lo más cerca que algo con forma humana había estado de aquellos pechos. La vagina en cambio seguiría indefinidamente esperando a su Alí-Baba.
Abandoné la sala de operaciones con un buen costurón en el pie y con la billetera descosida. Menuda puñalada, la del seguro. Dijeron que había sido intencionado y que no cubrirían los gastos... Una puta vida sano como una rosa y me vienen con esas. Le expliqué educadamente a la chica del teléfono la situación y ella me dijo que si volvía a llamar avisaría a la policía.
Miré el registro de llamadas: vale, me había pasado. Pero que se joda, para eso le pagan.
(...)
Sentado en la terraza de mi casa con un pasamontañas barato (en la parte de atrás hay un parche medio descosido del cheguevara), cortesía de mi sobrino, lanzo bombas a la calle en forma de bolsas de basura.
Pero por la reacción de la gente parece que están estallando bien.
Veo edificios enteros de gente ardiendo mientras salta al vacío. Sus cuerpos cayendo a la puerta de restaurantes de comida rápida. Creo que parte de lo que cae se aprovecha rápido para las hamburguesas. No me extraña: carne de primera.
Después de un rato divirtiéndome oigo las sirenas de la policía.
No es para tanto: sólo son funcionarios con placa. Conserjes con pistolas de agua.
Me amenazan con pasar la noche en el calabozo.
Me conocen ya: me llaman por mi nombre. Es lo que tienen las ciudades pequeñas.
Empujo la silla de ruedas hasta mi arsenal oculto y empiezo a sacar todo del armario: cientos de fotografías sexuales con menores de edad que distribuyo por toda la habitación.
Hay que acabar a lo grande: dar un poco de qué hablar.
Oigo cómo fuerzan la puerta. Golpes desde fuera.
Corro por el pasillo cojeando -qué remedio- hasta la cocina. Allí me espera mi arma secreta.
Bum. La policía está entrando.
Me siguen llamando por mi nombre de pila, los muy maleducados. Les recuerdo que tengo el título de marqués, así como de pasada.
Al principio del pasillo empiezan a aparecer policías con cara de malas pulgas. Ladran que debo entregarme, que esta vez sí que la he liado. Les lanzo un par de consoladores que tengo de exposición en un mueble.
(Y un cojón, de exposición... si esos amiguitos hablaran...)
Me siguen hacia la cocina, donde les espero con la gran sorpresa: la traca final.
Los pobres no se enteran porque no les da tiempo ni a situarse. Antes de entrar ya están ardiendo y una décima de segundo más tarde volamos por los aires junto con la mitad del piso de arriba.
Tengo una última visión de mi cuerpo atravesando la ventana abierta y viajando contra la fachada opuesta.
Con suerte entraré en una terraza y daré un buen susto a alguien.
Después de todo, no todos los días caen cuerpos contra tu ventana.
(...)
¿Lo último que recuerdo antes del golpe definitivo? Ni idea.
No es un recuerdo, sino una sensación. Un movimiento en el pecho.
Algo así como si todavía me estuviera riendo.
Mierda por todas partes. Mires donde mires.
Gente de mierda con trabajos de mierda e intereses de mierda.
Compradores de mierda que convierten su vida en una montaña de mierda a base de comprar mierda.
Sonrisas de mierda con malas intenciones,
lágrimas de mierda en los ojos de un vendedor que no pudo vender su mierda.
La vida se reduce a rodearse de mierda hasta convertirse en ella.
Como una tela de araña (de mierda) en la que quedarse pegado y chillar.
Chillar vomitando mierda antes de que la gran araña del cielo caiga sobre ti y te devore con sus frías mandíbulas.
Y, no lo sé, pero imagino que el aliento de esa araña
también huele a mierda...

martes, 6 de octubre de 2009

Gris era el color de la nube que se deslizaba por la superficie de mi coche. Mi coche también era gris, por cierto. Igual que mis ojos.
No es un relato multicolor, como se puede ver.
Mi humor era tirando a negro, aunque no más que la ropa que me abrigaba del frío.
El frío: él sí que era blanco.
Blanca era también la piel de mi cara cuando me vi reflejado en un cristal. Todo menos la nariz, que destacaba roja como una gota de sangre en la nieve.
Mis dedos eran invisibles en la oscuridad de mis bolsillos, aunque un par asomaban de vez en cuando para sujetar el cigarrillo. Ese bastoncito que creaba una niebla misteriosa ante mis ojos.
En aquello que pasó ante mí una bicicleta.
Roja.
Y la imagen que sobre ella se alzaba llenó mi vida de color para siempre.

domingo, 4 de octubre de 2009

Faltaba poco para que llegara la noche y una tecla de piano insistía en presidir el silencio desde lo alto de la escalera. Impertinentemente, como un gallo que se señorea, el golpe sonoro sacaba pecho durante la vibración de la cuerda y la nota resonaba orgullosa en aquella estrecha garganta escalonada. Como si la casa entera intentara entonar una canción pero estuviera afónica. Presentía que en cualquier momento una mano gigante levantaría el tejado y trataría de sacarle la moqueta a la escalera para que no se atragantara. Ese pensamiento, por ilógico que fuera, consiguió que volviera al comedor, alejándome de aquel misterio de la buhardilla.
Nadie podía estar allí arriba porque nadie había subido, de modo que yo seguía preguntándome cómo era posible que aquella nota llevara sonando toda la tarde. Me acurruqué en el sofá sin perder de vista la bombilla del techo y esperé durante horas.
Finalmente, alguien llamó a la puerta y la bombilla se encendió.
Temblé aterrado: había llegado la noche.
(19.02.08)

sábado, 3 de octubre de 2009

Tenía un cerebro blanco cuando empecé a pensar.
Después de unas décadas ya estaba gris, como el resto.
Nubes de polución y mierda flotaban sobre la ciudad
mientras la calle se llenaba de cabezas vacías.
Las ideas se agrietaban como el pavimento
en aquellos cerebros mal asfaltados
y el autobús paseaba como un perro abandonado
echando una meada en cada semáforo.
Un mendigo ciego miraba al sol
sin ver la luz que cegaba sus ojos
y paseando pasó el paseante
que pisó con prisa ajenas pisadas.
Tan lejos quedaba el horizonte
con el que una niña saltaba a la comba.

viernes, 2 de octubre de 2009

La avispa clavaba su aguijón en la carne, indiferente a cualquier reacción ajena a su enfado. Pequeñas dosis de veneno se extendían buscando las venas y arterias: instalándose en el cuerpo nuevo con la ingenua curiosidad de un capitalista. Derribando muros y haciendo agujeros a su antojo.
Nos gustaba la avispa.
El veneno tenía un color azulado que luego resultó darle a la carne un sabor amargo. Lo compensamos echando más sal.
En la tele ponían dibujos animados, aunque habíamos quitado el volumen para comer.
Por la terraza abierta entraba una fina brisa primaveral que traía el olor de las flores y la hierba fresca.
Repartimos la carne en grandes pedazos, ya que había en abundancia. A mí me tocó además un dedo pequeño, aunque no sé de qué mano.
Se oía el televisor de los vecinos dando la telenovela, lo que hacía divertido mirar el nuevo doblaje de los dibujos. La boca nunca coincidía, pero eso es algo más que habitual.
Llamaron al timbre y mi padre se levantó a abrir.
Escuché un disparo de escopeta pero continué mirando los dibujos. Estaba como hipnotizado por la mezcla.
Mi padre arrastró el cuerpo de un vecino hasta la terraza y lo colgó del cuello, enganchado a las cuerdas de tender. Luego volvió a la mesa.
Se quejó de que su comida se estaba poniendo fría. Mamá se la recalentó en el microondas.
Al rato se oyó caer el cuerpo cuando las cuerdas no pudieron aguantar la tensión. Sonó como un doing bastante cómico que, sin embargo, me sacó de la ensoñación de los dibujos animados.
Entonces eché una mirada alrededor, como perdido.
Pero comprobé que todo seguía siendo normal.
Y seguí comiendo.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Los vecinos lanceros

En cada discusión que tenían los vecinos tiraban algo por la ventana. La mayoría de las cosas quedaban en el piso, pero siempre había algo que acertaba a buscar la calle. Un día fue un vaso de cristal, otro un sofá de cuero. El caso es que se iban mudando sin demasiado secreto.
Hasta que un día, cuando ya nada quedaba en el piso, se tiraron el uno al otro.
Nadie le dio demasiada importancia -salvo quizás yo-, pero recuerdo que los nuevos vecinos estaban entrando antes de que los otros tocaran el suelo.
Y así acaba la crónica de una mudanza anunciada.
Aunque creo que hoy escuché un vaso golpear la acera...
Las cálidas notas del piano, cayendo desde el tocadiscos, rebotaban sobre el suelo de madera como diminutas piececitas de cristal. Luego correteaban persiguiendo aquellos pies fríos cuyos dedos tamborileaban sobre la madera, tocando las teclas de un instrumento invisible. Por la ventana se asomaba la triste lluvia de otoño -el manto raído y grisáceo de nubes con el que los últimos días de verano engañaban al sol-, pero nadie parecía prestarle atención en la habitación. Tan abstraída se encontraba ella.

Tersa como la melodía del piano, su nuca suave y delicada -puro satén- se elevaba graciosa hasta el comienzo del pelo negro que servía de cobijo a sus ideas. Ese pelo negro que, como un telón que se abre, ocultaba bellos espacios remotos, sueños, deseos... Imágenes de alegría a la vez que de locura. Imágenes por las que nadaba su alma como pez en un río. Dichosos los dedos que pudieran colarse en aquellos espacios prohibidos, conocer el placer de sumergirse en sus aguas.

Como dos hojas caídas del otoño, sus labios parecían haber caído distraídamente sobre ella, haberse posado en aquel camino de piel que llevaba hacia los ojos, que se abrían a su vez como dos volcanes helados. En la lejanía, aquella lejanía imaginada en el horizonte, parecía que una lágrima se bañaba en las oscuras pupilas, deleitándose en un baño caliente. Aunque bien podían ser respiraderos por los que asomaba el alma inquieta.

Para el paseante casual -distraído-, que cruza repentinamente por el salón de tu casa pensando que sigue en la calle, esa lágrima sería una señal definitiva de tristeza. No valoraría el conjunto, el todo en su totalidad, como no valora nada en su nadalidad. Sin embargo, para el ojeador astuto, el que encuentra el detalle que se esconde en la foto, esa lágrima será de felicidad.
Porque en ella verá las letras de una carta que le escribieron con amor.

martes, 1 de septiembre de 2009

Le llamaban "el viejo indecente" porque era honesto y decía que le gustaba follar y beber. Era coherente y sincero, aunque a veces un poco cabrón. Se reía de todo y todo le daba igual si no servía para ser bebido o ser follado. Redujo su vida a una serie de palabras sabiamente ordenadas y se marchó para dejar un garabato -duro y hermoso- de su propia existencia.
Le llamaban "el viejo indecente" porque quería follárselos a todos y vomitar lo que quedara de ellos. Le llamaban así porque no se molestaron en entenderlo.
Luego leyeron sus libros y dijeron que era un genio.
Alabar un cuerpo muerto y unas cuantas palabras parece menos peligroso.
Y lo sería, si esas palabras no te follaran el culo y vomitaran tu cráneo...

jueves, 27 de agosto de 2009

Desperté desesperado de esperar una esperanza.
Nada apareció ante mis ojos al despertar.
Un cristal dio vueltas por mi sueño. Un vaso de cristal flotando en un cielo negro infinito.
El mundo era frío, aburrido e inerte.
Volví a cerrar los ojos y vi mi habitación, mis pies moviéndose en la cama, mi mano buscando mi cara para tocarla.
Abrí los ojos y vi demonios y enfermos mentales trepando desde la oscuridad, buscando algo que llevarse a la boca.
Cerré los ojos y miré por la ventana de mi cuarto. Llovía y no había nadie por las calles.
Abrí los ojos y encontré un paisaje desolado hasta el horizonte. Todos los edificios derruidos, la arena llena de cadáveres y restos humanos.
Cerré los ojos y vi a la gente del autobús. Íbamos hacia el trabajo. Una mujer frente a mí sonreía mirando las nubes. El resto de gente parecía apagada.
Abrí los ojos y encontré un acantilado infinito. En sus profundidades veía cuerpos de lagartos retorciéndose, húmedos, en una orgía de destrucción que estaba cavando la tierra hasta destruirla.
Cerré los ojos y saludé a la secretaria de la oficina. Me deseó un buen día.
Fingí que trabajaba al ordenador. De repente se encendió la pantalla. Una depresión mordisqueó mis dedos impidiéndome presionar ninguna tecla. Me resigné y abandoné la lucha.
Abrí los ojos y me lancé a aquel mar de cuerpos y ruidos sibilantes.
Por fin en casa.
Sentí de nuevo ese dolor interno en un punto oscuro de mi cuerpo. Esa angustia invisible que no viene de ninguna parte ni dirige a ningún lugar. Esa rabia contenida contra mí mismo, contra mi vida. Cerré la puerta. Pensé en amigos y parejas. Puse el primer candado. Pensé en gobiernos y religiones. Puse otro. A cada pensamiento que tenía ponía un nuevo cerrojo. El último correspondió a un pensamiento sobre mí mismo. Yo abrazando a una persona. Yo solo en un banco de un parque. Yo sentado en el asiento trasero de un coche, llorando. De mis ojos salían gotas de sangre verde. El click del último cerrojo indicó el final de todo.
Sólo me senté a esperar, con un libro en el costado, a que el tiempo viniera a cobrar sus facturas.
Mientras, el veneno en el aire hacía su trabajo.
Sólo leí tres páginas.
El resto lo inventé con la imaginación mientras me apagaba lentamente.
Soñando con un mundo en el que todo el mundo está muerto.
Muriendo en un mundo en el que no se puede soñar.
Metí un pequeño alambre en el enchufe sujetándolo con los dientes. Una fuerte corriente recorrió mi cuerpo electrocutándolo y calcinándolo en un instante. Mis órganos internos se derritieron, mis globos oculares explotaron manchando la pared. Sangre corría por mi nariz buscando las rendijas del suelo.
Así de fácil.
Mucho mejor que hacerlo lentamente y con desgana.
Mejor acabar rápido...

miércoles, 26 de agosto de 2009

Gritaba que el mundo no estaba hecho para ella, igual que sabía que ella no estaba hecha para nada especial.
Los días se le hacían demasiado largos y apáticos o demasiado cortos y apáticos.
Las pollas siempre le parecían demasiado pequeñas o demasiado blandas. Las sonrisas demasiado tensas.
La gente era una enfermedad incomprensible que infectaba las calles.
Los cigarrillos eran llaves para abrir puertas de humo en el aire.
Los niños eran piedras que gritan y babean. Los colegios, museos de arqueología.
Los besos eran vuelos de mariposa, los labios bailaban como babosas borrachas.
El sol era una farola a medianoche, la luna el faro de un coche.
La ropa era una piel innecesaria, la piel un traje placentero.
El corazón era un estéreo siempre on.
Y las cosas buenas de la vida eran dibujos infantiles sobre el mantel.
¡Qué bueno no necesitar a la vida y poder verla crecer a tu alrededor!

domingo, 23 de agosto de 2009

Ven,
Como un atardecer de sonrisas,
Ardiendo
Como la fruta madura.

Vete,
Como mariposa en la brisa,
Aullando
Canciones desesperadas.

Vuelve,
Como estación, como otoño,
Olvidando
tus hojas perdidas.

Mata,
Como amante, como ajeno,
Cortando
las venas al día.
Gotitas de pintura en las paredes y una motita marrón en el surco del iris de tu ojo. La pupila enorme, dilatada, perdida en la inmensidad de la noche, intentando arrancar un par de estrellas a la oscuridad. Una nube silenciosa ardiendo invisible en el cielo oculto. El ruido hipnótico de un motor que rumia su propio aburrimiento al calor del asfalto. El tacto agradable de una piel conocida en las tinieblas del paraíso del dormitorio.
Las gotitas de acuarela del estío enturbian el gris urbano de un otoño futuro.
El dolor de ser tan pequeño en un mundo sin límites, de ser tan grande en un mundo de detalles...

sábado, 22 de agosto de 2009

Ellos versionaban for your love y yo tragaba pastillas para la úlcera. Me sentí libre, por un estúpido segundo, antes de darme cuenta de que mi brazo estaba encadenado a la barra. Observé el concierto desde lejos y la chica que estaba a mi lado me miró con cara de zombie. No creo que se diera cuenta de que le colgaba el pellejo como si sólo fuera un cascarón de huesos. Asquerosos ojos de pez y baba goteando del labio inferior.
Me alejé de aquella escena del Bosco.
Entre la gente me volví a sentir bien: nada mejor que un montón de treintañeros borrachos saltando a tu alrededor para sentirte viejo pero joven. De hecho, bastante más joven que esos "jovencitos hipotecados" sin pasado ni futuro.
Intenté subir al escenario pero perdí el equilibrio y caí sobre el público, que no hizo ninguna intención por cogerme. Lo siguiente que recuerdo es la tumbona de la piscina y las estrellas en el cielo. Una noche teñida de bourbon.
Pensé en dejarme caer en el agua: probablemente sería incapaz de nadar y me hundiría sin remedio. Al día siguiente la casera encontraría un flotador hinchado y fofo con forma de pato.
Siempre he tenido forma de pato...
Después de maldecir un par de veces mi vida, acabé la bebida de un trago y me fui a mi habitación. A ese horno del demonio donde me sumergiría en la piscina del sueño.

viernes, 21 de agosto de 2009

Al abrir los ojos descubrí que un nuevo día había sustituido a la noche. Aquella noche de sexo y placeres que no quería que terminara nunca. ¡Qué manía, la del sol, de amanecer cueste lo que cueste!
Miré mis costillas, normalmente sobresalientes, que aquel día apenas rozaban el aprobado. "Qué estupidez de pensamiento", fue lo único que se me ocurrió pensar al encontrarme frente al espejo, "pero, ¿por qué no tengo boca?"
Rebusqué bajo la almohada y allí estaba, la muy puerca: dándole mordiscos al colchón.
Derribé un muro para tomar unos cereales pero al final se me quitó el hambre: los cascotes siempre se deshacen demasiado pronto. Odio esa pasta blandurria de muesli y fibra. La próxima vez lo compraré con más cemento.
Me asomé a la terraza y comprobé que las calles no estaban correctamente. Normalmente Lope de Figueroa está a la izquierda y Téllez de Bilbao a la derecha. En lugar de eso, cada una estaba en el lado opuesto. Me molestó bastante, porque ahora tendría que comprar mapas nuevos. A menos que la comunidad mandara darle la vuelta al edificio. Pero esas cosas nunca salen bien: mejor dejar las cosas como están.
Recordé lo que hacía el día anterior antes de dormirme. "Sexo" fue la única palabra que pasó por mi mente. Sin embargo, la cama estaba vacía. Volví a echar un vistazo y, efectivamente, no había nadie. De hecho, ni yo mismo estaba, porque fui tan rápido a mirar que seguía todavía en la terraza. Al llegar mi cuerpo comprobé realmente que no había nadie.
Levanté mi cama un poco, buscando una zapatilla, y encontré un pie. "Caramba", pensé, "ya sé quién estuvo aquí anoche." Sin embargo no me pareció bien desvelarlo, ya que un caballero no habla de eso, y preferí pensar en otra cosa, evitando las palabras fue, María y Teresa.
Sonreí, sabiendo que había dejado a más de un lector con la duda.
Me puse el sombrero para salir a la calle y en el ascensor coincidí con la vecina del sexto:
-¿Se ha dado usted cuenta de que camina desnudo? -me preguntó.
-¿Y usted de que este edificio sólo tiene cinco plantas? -respondí iracundo. A fin de cuentas, ella ni siquiera se había fijado en mis calcetines.
El viento de la mañana siempre hace bien en los genitales. Aquel día corría una fina brisa grisácea que hacía que mis pelotas rebotaran una contra otra con un soniquete alegre. Pasó un policía a mi lado y alabó mis pelotas, a lo que respondí con un gesto de cabeza y le ofrecí que pasara por casa siempre que quisiera visitarlas.
En un kiosko compré un pescado para leer la sección de deportes. No es que sea un gran aficionado, pero nunca es tarde para hacer ejercicio. El resto de noticias apestaba, de modo que lo tiré con desdén a la basura.
Tomé un autobús para ir al centro y caminaba algo abstraído cuando una mujer me gritó que lo soltara. Le dije que estaba en mi derecho de coger el autobús, pero ella replicó que tardaban más andando y lo volví a dejar en la calzada. Después de todo, la gente ha olvidado el encanto de pasear en autobús...
En el centro disfruté de una exposición de miradas furtivas por la calle y después me metí en un museo para descansar la vista. Después me senté en una terraza y disfruté de una cerveza bien fría y un par de olivas de animada conversación. Por desgracia, al rato me cansé de oírlas hablar de anchoas -¡qué egocéntricas!- y me despedí cortésmente, no sin antes pagar su consumición. Una me gustó mucho, ¡a esa le chupaba hasta el hueso!
La mañana fue, sinceramente, una entre tantas, y por eso cuando llegué a casa no me extrañó encontrarme la mitad de los muebles desordenados en el techo y las ventanas llenas de pisadas. Coloqué todo en su sitio y me senté a mirar el televisor con una cerveza. Al estar colgado del techo, resultaba difícil beber bocabajo. Sin embargo, ya he cogido práctica y dicen, además, que es muy bueno para el hipo.
-Creo que (¡hip!) empezaré a (¡hip!) preparar la (¡hip!) comida.
Sonreí y comencé a darle vueltas al contenido de la olla. ¡Qué bien olía: me estaba quedando una NADA exquisita!
Dispuesto a compartirla, lancé un poco por la ventana. Mi vecino siempre solía sacar un plato para ver si caía algo.
-¡Nunca he probado NADA tan bien cocinado, vecino! -le oí gritar desde arriba. Contento y de buen humor, me lo comí todo y rebañé el plato con un trozo de pan que ya no pude comerme: ¡estaba tan lleno!
La tarde llegó con el juego de petanca en el parque: un viejo lanzó la bola con tanta fuerza que golpeó una esquina del mediodía y este se levantó como una persiana mal atada. ¡Y de repente, era por la tarde! ¡Casi todo el día había pasado ya ante mis narices y ni siquiera me había enterado!
Esnifé con fuerza intentado atrapar la tarde y luego pensé qué podía hacer con aquellas horas llenas de mocos. Decidí tocar algo de música. Puse un disco a todo volumen y empecé a palpar los altavoces:
"sublime..."
Y así, como quien no quiere la cosa -y yo ciertamente, no quería-, la noche volvió de repente, con su sexo y sus placeres. Al principio intenté resistirme: tenía cosas que hacer. Pero cuando empezó a menearme el culito delante de la cara tuve que reconocerlo: tenía ganas de ir a la cama.
De modo que el día terminó como había empezado y me dormí con la certeza de que el día siguiente sería igual de aburrido que hoy. La noche me susurró, sin embargo, que al día siguiente se iba de vacaciones y nos nos veríamos en unas semanas.
"¡Vaya lata!", pensé. Tras quedarme dormido, decidí irme con ella y pasar unas semanas en la playa tomando las estrellas.
Después de todo, estaba demasiado moreno para ser verano...
Nuestro amor fue una exhibición de atrocidades estancada en una sala vacía de una exposición de arte moderno. Los cuadros, sin gracia ni sentido, flotaban sobre esperma florido y se escurrían por las paredes en extrañas geometrías. Los paseantes que entraban por error salían después de asomar la cabeza, asustados y llenos de asco. Aquella creación enferma de una mente senil que se había reproducido por mitosis resultaba tan fértil, tan estimulante a la imaginación, que hacía brotar fetos en los ojos de los espectadores. Todo duró apenas unas horas, antes de que la policía del pensamiento fumigara la sala completa, incinerara los cuadros y ejecutara al autor: la célula de aquella barbarie. Los espectadores que lo vieron fueron igualmente decapitados para que no quedaran testigos y monos de tres cabezas con trajes de cuero se follaron sus cabezas por el cuello para destruir completamente las pruebas.
El resto es Historia del Arte.
Sentado a la barra de un bar, apagaba mis sentidos en un vaso de whiskey. Trataba de olvidar años enteros, millones de sensaciones desagradables. Sin embargo, lo único que hice fue desactivar mis defensas y volverme vulnerable.
Un solo de guitarra como un martillo se empeñaba en aplastarme el alma. Piang... piang... Y yo enfureciéndome a cada momento, aferrando con fuerza la pistola entre mis piernas.
Pedí otro cuando vi que el hielo empezaba a derretirse. Una chica a mi lado me pidió fuego y me alejé hacia el baño sin responderle. Fui a vomitar. Después no recuerdo lo que hice en varias horas. Creo que anduve por el centro.
Incomunicado dentro de mi estúpido cerebro, deambulaba por aquellos lugares comunes que en otra época había echado de menos. En aquel momento, sin embargo, hubiera dinamitado toda aquella maldita ciudad.
Mis huesos gritaban que querían ser libres.
El malestar de mi piel provenía de algún punto indeterminado de mi estómago.
Agarré algunas palabras al vuelo del periódico de un viejo sentado en una terraza. No entendí lo que significaban, pero intuí que no eran buenos presagios.
Al llegar a casa dudé entre pegarme un tiro en el ascensor o sentarme a llorar en las escaleras, a oscuras.
Creo que al final hice todo a la vez.
Nadie se sorprenderá cuando aparezca mi cadáver en un río.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Escribí un relato tan breve que cabía en un sello de correos. Lo grabé en una bala y me dispuse a dispararlo. Busqué un rostro interesante entre la multitud: alguien capaz de comprender la grandeza de una poesía tan diminuta. Tras una mañana de geografías faciales decepcionantes, tiré la pistola a la basura y me olvidé del arte. No estaba hecho para aquello.
A la mañana siguiente escuché que había habido un atraco en unos grandes almacenes. Habían muerto tres personas. También había un herido: una mujer, cajera, de veintipocos. La pistola había sido encontrada a pocos metros de la puerta, tirada en la acera, sin huellas dactilares. Era muy cerca de donde yo estuve, así que el tema no dejó de interesarme.
Decidí ir al hospital y visitar a aquella muchacha.
Yacía en la cama con gesto indiferente. Sus ojos tenían algo que me dejó atónito: miraban tan lejos de aquella habitación fría y aséptica como si pudieran atravesar el tiempo y el espacio.
Intenté hablar con ella y se le escapó un susurro casi imperceptible. No había notado mi presencia. Simplemente susurraba algo cada cierto tiempo.
Acerqué el oído a su boca y esperé.
No se escuchó nada.
Vi cómo la muchacha abría los labios otra vez. Parecía dispuesta a compartir sus palabras conmigo.
Aguardé...
"Bang", fue todo lo que dijo.
Me aparté decepcionado de su mirada ausente y me dirigí a la ventana. En silencio, contemplé el exterior sin apenas fijarme en nada. Luego decidí marcharme.
Dirigí una mirada más a aquella pobre muchacha y salí por la puerta. Con una mano me coloqué las gafas en su sitio y apreté el botón del ascensor.
Antes de que las puertas se cerraran, un pensamiento se escapó de mi mente y se apeó antes de que el ascensor comenzara a descender. Había sido un pensamiento rápido y casi inconsciente, pero no podía olvidarlo aunque se me hubiera escapado.
Era un pensamiento que decía: "tampoco era un gran relato."

domingo, 9 de agosto de 2009

Pasear por la calle se había vuelto como un acelerado solo de trompeta: desafinado, irritante, pero capaz de hacerte sudar el alma. Las imágenes chocaban unas contra otras como cristales cayendo sobre mis ojos: una fugaz rueda de coche, el sol exaltado, unas gafas de sol, unos pechos botando al caminar, el mareante bordillo de la acera. La sensación que me envargaba podría llamarse vértigo vital o algo así: sabía que estaba sobre la cuerda floja. Creo que en el fondo era una percepción derivada de mis malditos cursos de acróbata.
El recuerdo sensorial de drogas imaginarias agitaba mi cuerpo, que deambulaba como una masa de átomos que se ponen la zancadilla unos a otros. Me picaba un cojón y me ardía la frente por la fiebre. Empecé a desmayarme más o menos cuando estaba ya inclinado sobre el suelo. 45º y reduciendo. El asfalto se descubrió como una sólida fría realidad, de esas que tumban filosofías de golpe. Normal, cuando los sesos del filósofo se arrastran por el suelo intentando llegar lejos de sus ideas.
Una vez atropellé un filósofo y estalló en palabras. Todas empezaban por hache...
La luz del sol calentaba mi piel frita y quemaba la punta del cigarrillo que sobrevivía en mis labios. Y yo tirado como una tortuga boca abajo. Sin ninguna excusa para no levantarme salvo mi propia incapacidad. Creo que mis extremidades se agitaban en el aire como patitas de insecto.
Finalmente, por maldito aburrimiento, mi cuerpo se convirtió en miles de hombrecitos diminutos que corrían en direcciones opuestas atacando a la gente.
Toda mi carne loca mordisqueándole los ojos a los niños y tirando de los tendones de las corredoras de footing. Incluso un par de cabrones le hicieron la "corbata colombiana" a un obeso conductor. Su lengua sobresalía burlona por la garganta cortada y todo el mundo le pitaba al pasar.
Dejé de prestar atención al espectáculo cuando los edificios empezaron a derrumbarse sobre los atónitos espectadores y el ruido de los huesos se hizo insoportable. Sonaba como al cortar papel, algo que siempre me ha dado asco.
Mientras los cuerpos morados se amontonaban por las esquinas decidí alejarme de todo aquello.
Creo que me escondí detrás de una mierda de perro y esperé. Cuando me di cuenta mi lengua asomaba sobre mi pecho manchado de sangre.
-¡Seréis cabrones!, maldecí amenazando con el puño.
Pero ni eso pude acabar, porque el sonido viscoso que producía mi lengua era tan divertido que todos nos empezamos a reír sin parar.
Los cadáveres de las calles me señalaban y apuntaban sus carcajadas hacia mí.
Mierda, ni en el fin del mundo puede uno estar libre de críticas...
Después todo se quedó negro como el sobaco de un grillo a medianoche...

miércoles, 29 de julio de 2009

Anoche soñé con una mujer hecha de polvo de estrellas,
formada por las lágrimas del ojo izquierdo de Bowie,
por las tripas de Iggy y la lefa de Reed.
Una mujer que es pétalo y cáncer a la vez.
Suave como el asfalto ardiendo y dura
como la superficie de un charco.
Hecha a partir de su reflejo en mis pupilas
y del latir de mis venas.
Una mujer que sólo existe arrastrándose bajo mi piel,
sobreviviendo de mi sangre,
observándome desde mi sombra.
Anoche soñé con una mujer que se viste de noche
y duerme desnuda sobre el capó de un coche...
Abrí el libro y escapé de aquella habitación, de aquella ciudad. Lejos de todo ese calor concentrado, de preocupaciones y sufrimientos irreales y rutinarios. Me sumergí en la ilusión de la lejanía en el tiempo y en el espacio: en el terreno donde todo es posible. Disfrutaba evadiéndome de mí mismo y de los demás, habitando castillos en el aire que yo mismo inflaba con pompas de jabón.
La sensación era tan agradable como sentarse sobre la suave arena de la playa y hundirse quedando atrapado en una burbuja desde la que poder recrear todos los paraísos e infiernos de mi imaginación. De esa imaginación colectiva creada por los seres humanos en su conjunto: el inconsciente colectivo.
El único problema o miedo que me atenazaba era saber que en algún momento la burbuja estallaría...
...y toda la maldita arena de la rutina caería sobre mí otra vez...
Envuelto en una sonrisa me escondía del calor igual que del frío. En este caso lo primero, porque el sol se derramaba ardiendo sobre el campo ante el que me encontraba. Ante mí paja seca, amarillenta, y un camino de tierra seca y agrietada. El tacto bajo mis pies era agradablemente cálido y suave, como una caricia amorosa. Paso a paso fui disfrutando el camino hasta que terminó en un precipicio.
Abajo estaba el mar. Agua por todas partes hasta donde alcanza la vista. Algunas rocas asomaban la cabeza curiosas por saber quién estaba aquí arriba. Como tortugas flotando bajo las olas, sus ojos pétreos custodiaban el acantilado. Paseé mi mirada por la húmeda neblina del horizonte. Podía sentir las frescas gotitas que volaban en la brisa posarse sobre mi piel.
Una última mirada al sol, al campo de paja y al agua, antes de saltar al vacío.
En el aire, atravesando frescas capas de espuma marina, me siento como una gaviota. Apunto con la cabeza hacia abajo y atravieso el agua justo entre las rocas más grandes. Sin miedo, sin pensar en nada, esquivo con indiferencia los enormes arrecifes: icebergs de piedra que apenas asoman a la superficie pero que surgen de las profundidades de la tierra marina.
El agua es muy profunda aquí y buceo hacia el fondo a gran velocidad. Agito mis pies como si fuera un pez y me dirijo al agua más oscura y fría de las profundidades.
Entre bancos de peces y arrecifes de coral, buceo por todo el fondo explorando el vasto mundo que se abre ante mí.
Envuelto en una sonrisa de burbujas cristalinas me escondo del sol en aguas donde su luz ya sólo alcanza débil y mortecina. Contemplo el océano ante el que me encuentro. Ante mí la negrura de lo desconocido y los peces furtivos que eluden mi presencia. También algún tiburón esporádico que me mira con indiferencia y frialdad. El agua sobre mi piel tiene un efecto refrescante y salado, como una caricia amorosa. A grandes brazadas voy disfrutando las corrientes marinas hasta que llego ante un acantilado.
Abajo está el misterio, lo desconocido. Sin luz apenas para ver lo que me rodea, intuyo las enormes paredes de piedra que escavan la tierra hacia las profundidades del planeta, hacia la gruta de los monstruos prehistóricos, de los seres marinos mitológicos.
Una última mirada atrás, hacia el amplio azul claro de la superficie lejana, y me dejo caer en el vacío.

lunes, 27 de julio de 2009

Tan sólo
tú solo.
Sólo tú,
tú solo.
Sólo
solo.
Solo.
Sólo
tú.
Mi perro es el único motivo por el que no me he suicidado
todavía.
Hoy lo han atropellado.
En la clínica, el veterinario ha hablado de inyecciones.
Le pregunté si tenía dos.
Replicó que una bastaría.
No me entendió.
Pedía una para mí.
Pero parece ser que yo no tengo ese derecho...
...derecho a morir en paz.

Paranoia

Como un puto gurú: 24 horas sin comer y en estado de alerta.
Mirando por la ventana con un rifle sin balas.
Papel de periódico desperdigado por el suelo con supuestas manchas de pintura o sangre.
Oigo que llaman a la puerta pero no pienso abrir.
También suena el teléfono, a pesar de que lo he descableado.
A oscuras, tumbado en el suelo, el techo parece a punto de caerse sobre mí.
Parece que ha vuelto a entrar aquel enano que se esconde en las sombras.
He encendido todas las luces.
Espero que nadie me vea desde la calle.
La bomba que traje no ha estallado.
Escupo sangre por alguna extraña razón y se me caen los dientes.
Esta droga estaba caducada.
Los cristales estallan hacia dentro: parece que hay alguien disparando.
Siento que las balas me atraviesan como queso fresco.
Salto por la ventana intentando caer en la piscina.
Me equivoqué: era un coche azul.
Azul y rojo, desde que me estrellé contra él.
Desde aquí se ven las estrellas.
¿O son visores apuntándome?

sábado, 25 de julio de 2009

La canción suena como una maldita balada. Una de esas que se repiten constantemente a lo largo de tu vida aunque mueres sin saber quién demonios la cantaba. Ese es el destino del amor: flotar en el aire, indefinido, sin dirigirse a ninguna persona concreta y sin llevar nada a cabo. El amor como el máximo estatismo del alma humana. ¿No sentimos acaso un leve mareo cuando nos enamoramos? Es por el cambio de velocidad: del lento movimiento al estatismo puro. Eso sí, en caída libre. Porque no nos movemos pero viajamos a una velocidad enorme. Como si de repente sintiéramos la inercia de estar clavados a una tierra que gira sobre sí misma. ¿No es acaso ese mareo el que sentimos? E, igual que la velocidad sobre la Tierra cambia dependiendo de dónde te encuentres, cambia la velocidad del amor sobre tu cuerpo dependiendo de dónde te toque: en la polla o en el corazón. ¿Te has enamorado sexualmente? Felicidades: ese mareo era la falta de sangre por tu gran erección. Nada más. No jodas, no llames a eso amor. El amor no se puede definir más que con metáforas manidas que no digan nada. En cambio el sexo es palpable -cómo no- y puede significar cualquier cosa existente, siempre y cuando sea real. El sexo sí es velocidad: de empuje y de eyaculación, de frotación. Uno olvida la rotación de la Tierra por la frotación de los cuerpos sobre el colchón, en el coche o donde sea. Uno olvida que el sexo es amor cuando escucha esa empalagosa canción.

miércoles, 22 de julio de 2009

Corría sobre lava fundida.
Porque sí,
por matar el rato.
Porque no todo iba a ser tumbarse en la piscina.
Porque la vida está hecha de sufrimientos frecuentes
entre alegrías esporádicas.
Corría sobre lava fundida
y no me dolían los pies.
Sólo me dolía tu recuerdo...
aunque también ardió,
como todo.
Miro hacia arriba y veo el cielo azul estallando desde las profundidades del sol.
La luz cegadora cae como plomo fundido sobre mi piel, que se derrite en múltiples gotitas de sudor.
Miro hacia arriba e imagino la playa. El olor del agua salada, la brisa fresca, la arena entre los pies.
Bajo la mirada y sólo hay asfalto y coches. Todo ardiendo posado en la sartén del mediodía.
Todo grasiento flotando en aceite.
Miro al cielo y veo el mar evaporado en el aire. Sé que está ahí arriba, esperando a que me sumerja en él.
Pero tendrá que esperar.
De momento, lo único que hay son altas temperaturas, sudor y polvo.
Mucho polvo.

sábado, 18 de julio de 2009

Había vomitado la comida sobre la mesa.
El mantel había chupado el líquido verdoso y quedaban algunos cuerpos sólidos desperdigados. Tenían un aspecto aceitoso. Realmente desagradable.
Frente a él estaba un plato casi vacío -salvo por el material regurgitado- y un vaso lleno de vino. Meto el dedo y lo huelo.
-No es vino: es sangre.
Hablo para la habitación vacía, ya que estoy solo. "Mi grabadora podría haberlo escuchado", pienso recordando que me la he dejado en casa.
Compruebo el estado del cuarto a mi alrededor. Nada demasiado llamativo: un par de libros polvorientos en la estantería. Novelas baratas: una de amor, otra de terror y otra del oeste. La de amor está húmeda y tiene comentarios escritos a lápiz en las páginas. Parece que nuestro hombre era un cínico, a juzgar por el tono sarcástico.
Los cajones de la mesa están vacíos, salvo el que contiene la biblia y la pistola de rigor. Evidentemente falsas y, es más, pegadas entre sí. Parece un decorado de una película, aunque el porno que flota en el televisor es de verdad.
Salgo de la habitación y camino el largo pasillo enmoquetado hasta el final. Hay un par de agujeros de bala incrustados en el papel de pared. Nada extraño en un hotel como este: probablemente lleven años, certifico al pasar el dedo y no encontrar pólvora.
Bajo las astilladas escaleras de madera casi desenclavada y escucho cada una de mis pisadas hasta el primer piso. El último tramo está enmoquetado y el sonido desaparece, acolchado.
Hablo un poco con el conserje: un estúpido simio engrosado por la comida grasienta y con el cerebro embotado por el alcohol. Aquí no voy a sacar nada.
La calle se abre como un desierto de sol ardiente que se clava entre dos aceras y una franja interminable de asfalto. Veo a una joven pasar delante de mí y no puedo evitar acompañar el movimiento de sus caderas con mis ojos.
Después, sudoroso por el sol y el calor sexual, subo al coche.
Bajo la ventanilla, enciendo un cigarro y apunto en mi bloc de notas. Después echo una última mirada a la entrada del edificio. Arranco la hoja, la dejo en la caja de apuntes y subo la bandera.
"Parece que este hombre ya no va a ir a ninguna parte", pienso, calculando el gasto de gasolina.
Después desaparezco con el taxi, esperando la próxima llamada.
-Mira, es ése.
-¿Está mirando?
-Todo el rato, no nos quita ojo.
-Mírale, ya verás como se pone nervioso.
-¡Jaja, tienes razón!
-Menudo idiota.
(...)

viernes, 17 de julio de 2009

La pareja estaba en un parque, sentada en un banco oculto por un seto.
Quizás por eso nadie los vio. Nadie se dio cuenta.
Pasaron días y semanas sin que nadie pasara por allí
y viera sus cuerpos rígidos
en ridícula postura.
Sus cuerpos pálidos y calcáreos,
su inerte expresión de estupidez.
Nadie los encontró hasta mucho después,
cuando su piel estaba amarillenta y corroída
por la lluvia.
Finalmente, un sorprendido barrendero dio con ellos.
Apenas quedaba ya un esqueleto o cascarón.
Echó los restos con pereza en el cubo de la basura
sobre un montón de hojas secas y palos.
Y se fue a continuar su ronda sin pararse a pensar.
Sin preguntarse qué demonios hacían ahí
dos maniquíes destrozados.
En el autobús no ocurre nada.
Subes, bajas y ya está.
Das vueltas por la ciudad
sin ningún misterio.
De la primera
a la última parada.
Viendo a la gente por las aceras
o atrapada en coches.
Un puto aburrimiento...
...
Y, sin embargo,
puede ser el origen
de un romance.
O de una violación.
El chirrido de una guitarra que te arranca la piel y el latido de un bajo que te mantiene vivo. Y golpes, muchos golpes sobre tu cabeza, para mantener el ritmo. La voz que grita lo que el cerebro necesita escupir y el cerebro que se derrite y gotea en sudor por todo el cuerpo.
La multitud caníbal deseando morderte, escupiéndote, disparando enfermedades hacia el escenario.
Un puñado de mierda vuela sobre las cabezas como un ángel en la oscuridad. Actuación extrema.
Los retretes huelen a sangre y diarrea. Vómito en el aire como una fuente transparente.
Todo enfermo de muerte y violencia. El sexo como único antídoto al aburrimiento.
Saltas sobre la multitud desde el escenario y te clavas en la masa. Un cuchillo de sonido cercenando su cordura. Cuerpos ardiendo se elevan hacia el cielo.
Todo se ralentiza por la droga hasta que se para.
Una masa de cuerpos quietos en el aire, ardiendo, fundiéndose, mezclándose con el tuyo al ritmo de la muerte.
Sí, la vida es una bomba que no entiende de botones.
Te estalla en las narices aunque no aprietes.
Dibujaba a trazos tus curvas mientras estabas tirada delante de mí. A lápiz. Esas formas que se agrupaban por el sofá en lo que nadie llamaría una postura. Eras una pequeña montaña de carne firme y yaciente. Nada más que carne, salvo por tus ojos. Intentaba no fijarme en esas dos lámparas azules que me miraban de reojo. Intentaba, digo.
El lápiz raspaba el papel como una caricia sobre tu cuerpo. Parecía gustarte, a juzgar por tus gemidos. Aparté el papel y vi que habías empezado a acariciarte. Maldita sea, eras un boceto rebelde.
Salté sobre ti para devolverte a tu forma. Quería aniquilar ese extraño movimiento, esa animación de tus líneas.
Quieta.
Pero no podía porque mi cuerpo quería pertenecer también al dibujo. Quería follarme a mi musa. Doblegarla contra el colchón, arrancarle la vida a mordiscos y acabar con ese sufrimiento interno que me obligaba a dibujar.
Te penetraba como el que golpea contra su insatisfacción. Quería llorar a través de ti mi melancolía y compartir mi soledad.
Maldita musa estúpida.
Déjame en paz.
Y parecía encantarte, la verdad.
Tu cuerpo entero se agitaba debajo de mí.
Como si yo no estuviera haciendo nada, en realidad. Eras tú la que me movía. Maldita sea, eras tú la que me utilizaba.
Incapaz de respirar, salté a un lado, sintiéndome morir.
Me miraste con sarcasmo o con pura maldad. De rodillas frente a mí. Empapada como mis genitales. Tu boca abierta hacia mis labios y el susurro de la inspiración.
Soplaste un poquito de aire y me hinché como una bolsa movida por el viento. Empecé a menerarme como atrapado en un remolino. No podía recuperar el control ni el equilibrio.
Caí al suelo llorando, sabiendo que tú me dabas la vida y podías quitármela.
Me deshinché como una bolsa
de basura.
Arranqué el boceto del cuaderno y vi cómo había quedado: trazos desgarrados lanzados con furia sobre un caos de colores deprimentes y sucios. Basura. Todo lo que tenía dentro era basura.
Me asomé a la ventana, intentando darle la espalda a mi mediocridad. El cielo negro de la noche parecía el fondo de un contenedor.
Tuve una arcada y vomité hacia la calle.
Cayeron latas vacías, colillas y cáscaras de plátano...
La mujer gato me clava las uñas
cuando intento clavarle la poya.
Me arranca la carne a mordiscos
hasta saltarme un ojo de golpe.
La mujer gato me lame las heridas
cuando intento acariciarle la cola.
Me acaricia la piel con la lengua
hasta arrancarme un poco de placer.
Qué contradictorio es el amor
imaginario.

lunes, 13 de julio de 2009

Atrapado entre cajas en un almacén infinito. Colocando cartón sobre cartón, todo lleno de polvo. Puedo notar los pulmones llenos de arena y el sol colándose por los resquicios del tejado buscando quemar mi piel. Hace calor, tanto calor... Que parece que las cajas fueran a derretirse.
Paro un poco. Me siento en el suelo, entre pilas de cajas que me ocultan completamente. Todos salen fuera a fumar menos yo. Todos se fueron, de hecho. Pero yo sigo aquí, apilando cajas sobre cajas hasta que ya no recuerdo cuándo tengo que irme. Pero mientras espero, trabajo. Así se pasa el tiempo más rápido.
¿El tiempo? La vida...
Oculto entre cajas de cartón espero y descanso, al amparo de una pequeña sombra donde el sol no llega a colarse.
Siento que mi cuerpo se duerme. Mi mente no. Sigo despierto aunque inactivo. Acechante como el ojo un reloj digital inspeccionando la oscuridad. Pero incapaz de moverme. Puede que esté muerto, incluso, aunque sospecho que entonces lo vería todo desde fuera de mí mismo.
Finalmente oigo ruidos. Al otro lado de las cajas.
Alegre por la vuelta de mis compañeros, intento levantarme aunque no puedo. Mi cuerpo no responde. Mi relación con mi cuerpo se ha roto en algún momento. A lo mejor se ha estropeado por el polvo y el calor.
Escucho las voces de los demás.
Están hablando. No dicen nada en particular, aunque creo que son palabras. No entiendo: parece que mi capacidad de comprensión quedó en mi cuerpo.
No es tan terrible. El mundo no es para entenderlo.
El caso es que tengo que volver al trabajo. Levantarme y seguir apilando cajas. Lo intento, mi cuerpo no me responde. Nervioso, siento que cuanto más tiempo pase mi cuerpo dormido, menos posibilidades habrá de despertarlo.
Se ve que voy a morir...
Y miro hacia arriba buscando una cara amiga que me reconozca y me despierte. ¡Encuéntrame y sácame de aquí, amigo!
Espero.
Pero lo único que veo es una caja tras otra. Apilándose hacia arriba a mi alrededor.
Y mi corazón se apaga en el momento en que alguien coloca la última caja, justo encima de mi cabeza. Muero. ¿Para qué seguir viviendo aquí metido, entre cucarachas y mierdas de gato?
Sin embargo, mi mente sigue viva todavía. Desde hace años. Tiritando por el frío en invierno, abrasada de calor en verano. Aterrada por la soledad extrema de este rincón entre las cajas. Y parece que será así hasta que mi cuerpo se convierta en polvo.
Este maldito polvo que impregna todas las cosas...

domingo, 12 de julio de 2009

Siento arder mi mirada a la vez que mi piel y mis órganos internos.
Siento derretirse mi ser en pálidas pupilas afiladas acuchillando un atardecer pintado de negro.
Escondidos en un vaso de alcohol dejé mis sentimientos y alguien se los bebió o los derramó en una maceta. No creció nada, por supuesto, salvo una carretera de asfalto con cunetas llenas de accidentes.
Me siento invisible
hasta para mí mismo...
es un sentimiento que no tiene nombre, sólo color - el color de un cuadro de hopper - pintado con la tristeza de una flor - seca - y muerta - y con sombras acentuadas en las esquinas - un buen sitio en el que refugiarse del sol - y de uno mismo - - la chica espera sentada en la cama - vestida - sólo con su piel de lagarto - y sus ojos estrellados - mientras yo paseo - o danzo - ebrio - por la oscuridad - en mis ojos - cerrados - por la habitación - siguiendo un ritmo chamánico - y susurrando - - mi piel reluce como escayola - y caigo suave - desde el cielo - entre sus piernas abiertas - a la noche - y al amor - - tiemblo - como una llama - perdida en un incendio - cuando ella me besa - - - - - -
Tendremos que irnos de nuevo
otra vez.
No importa a dónde,
no importa cómo salga.
A algún sitio nuevo en el que esconderse de la vida,
a un rincón de un cuadro
pintado de melancolía
aguada.
Entre el sonido de tambores
arrastro
un puñado de latidos
que retumban
y ensordecen.
El verano arde
tan frío
dentro de mí
y el polvo de mis ojos
se humedece
con lágrimas de sangre.
Guiado por palabras indescifrables
busco un sentido
y sólo encuentro un sentimiento.
Me siento vacío
y pálido,
me siento
y espero.
No pasa nada a mi alrededor,
nada dentro de mí...

viernes, 10 de julio de 2009

Odiaba a la gente en el metro y en la calle.
Todos resultaban tan... externos.
Sólo formaban parte de un mundo exterior a mí.
Fuera de mi piel todo resultaba molesto e incómodo y sufría cada instante de apertura a los demás.
Entonces comencé a cerrarme más y más.
Sin darme cuenta de que cuanto más me cerraba más pequeño me volvía.
Y comprendí que el tamaño de mi mundo dependía completamente de su relación con el externo.
Así que, impelido por el miedo a desaparecer en mí mismo,
decidí abrirme en apariencia
y copiar cada imagen del universo
en mis venas.
Añadí cada centímetro de acera pisado, cada raya de la carretera,
cada mirada de una camarera y cada estornudo en el tren.
Convertí mi interior en una copia artificial de lo externo
y al final me vi vagando por un parque temático,
degradante y grotesco,
tan irreal como sin sentido.
En mi cerebro, convertido en vasto desierto de imaginación,
florecía el asfalto con que la información creaba autopistas abandonadas hacia ninguna parte.
Y parecía que al final de cada camino
había un barranco.
Finalmente cavé un agujero
en el pavimento agrietado
y me escondí entre las raíces de un cable de alta tensión.
Hibernando
en el templado lodo
electrificado
y apagándome en latidos
que se propagaban por la tierra desolada.
Dormí hasta que el asfalto creció sobre mi cabeza
y los edificios empezaron a caer
por su propio peso.
Y mientras dormía todavía una pregunta quedaba en mis ojos cerrados:
"¿Qué aspecto tendrá mi cara en estos momentos?
¿Podrá alguien ver cómo me siento?"
Entre tus piernas siempre me sentí un privilegiado.
Contemplando paisajes prohibidos al resto de los hombres.
Robando suspiros a la noche.
Pegado a tus sábanas de telaraña.
Lamiendo tu sudor dorado y uniéndolo a mi sangre.
Frotando tu placer con mi alma y penetrando
en tus gemidos
que resonaban en la bóveda estrellada de tu habitación.
Aplastando tu cuerpo contra el colchón y arrastrándome
por kilómetros de labios dulces
como helado
derritiéndose.
Siempre me sentí así
hasta que dejé de sentir nada...
Entonces todo se convirtió en muerte
untada
de sudor
y la noche
sólo era un refugio
en el que ocultar
a los hombres
nuestro dolor.

miércoles, 1 de julio de 2009

La aguja pinchó la piel negra y empezó a sonar la melodía.
Sobre el disco la vida daba vueltas
y las notas parecían quedarse en el techo
pegadas
como estalacticas.
Eras como un libro abierto.
Pero con vagina.
Podía ver dentro de ti y leer en el reverso de tus venas. Así descifraba tus historias antes de que me las contaras y sabía más de ti que tú misma.
Pero cuando dormíamos juntos de noche me sentía como un desconocido, como un extraño en tu cama. O en tu cuerpo.
De noche tus venas resplandecían iluminando el cuarto: tu luz asesinaba a la oscuridad y escondía su cadáver bajo la cama. El techo vivía plagado de sombras y formas, como las constelaciones del cielo nocturno.
Esto duró días y noches, hasta que, saliendo de un sueño sin salida, me encontré con tus ojos abiertos en la cama. Me miraban con una extraña expresión: como se inspecciona al extranjero que pide un visado para quedarse. Y yo sin mis fotos de carnet...
Tus ojos, abiertos, en la cama, y tú detrás. Escondida tras una mirada.
Te abracé acariciando tu piel y te toqué un pecho. Puede que en alguna realidad paralela todo esto tenga sentido, pero en la nuestra no: me diste la espalda, te apretaste contra mí y empezamos de nuevo a follar.
Lo que sea por un visado de estancia permanente.
El corazón me dio un vuelco. Se pasó la sangre de un lado a otro como el que hace un regate. Yo miré para otro lado: lo importante era que continuara el partido. Después de todo, me jugaba la vida.
El caso es que el mundo siguió girando como si nada: sólo que yo daba vueltas en sentido contrario.
Como un sentimiento que va y vuelve -como una peonza, por continuar la metáfora- el recuerdo de su rostro pasó ante mis ojos y quedó tatuado en lo negro de mis párpados. Sus ojos, sus labios, su tersa piel... Una geografía memorizada durante años que ahora desaparecía en la confusión de formas, detalles y gestos del mundo que me rodeaba asfixiante.
Y yo obligado a verla cuando cerraba los ojos.
Sus labios, sus ojos, su tersa piel...
Mi vida dio un vuelco y mi piel quedó del revés: toda mi intimidad ante los ojos de los demás. Todo el mundo podía ver la cicatriz que quedó cuando ella se extirpó de mi corazón.
Y conseguí colocarlo de nuevo todo dentro, pero no estoy seguro de que quedara en su sitio.
El corazón me quedó vacío de vida, sólo con ese fluir de sangre que en el fondo nada significa. Y esa fea cicatriz. ¿Cómo poner una tirita ahí dentro para taparla? Lo intenté con alcohol y otras chicas, pero con el licor se despegaba y con las chicas sólo ponía un parche encima de otro...
Nada llenaba la ausencia de ese órgano externo del que dependía mi vida y que había sido arrancado. Era como cojear por un pie que no te pertenece.
Pero mi corazón resistía. El pobre... Le di literatura por entretenerlo y música para ayudarle a llevar el ritmo. Lástima que siempre tirara hacia el jazz y los ritmos sincopados: malditas arritmias...
Y las cosas siguieron goteando por las alcantarillas durante días y días de veranos e inviernos, otoños y primaveras, y periódicos y programas de la tele, hasta que al final un día me olvidé de recordarte y ya no estabas.
El tiempo me había robado hasta la cicatriz.
"Es sólo sexo", me recordaste
para que no lo olvidara.
Pero nunca es sólo sexo.
Siempre hay un resquicio de vida
escondido entre las sábanas.
Un pedazo de cielo en tu lengua
sobre mi piel.
Siempre hay algo más
que sólo sexo.

lunes, 29 de junio de 2009

Nos besábamos, aunque no era divertido.
No Fun...
Porque era mejor que estar solos.
...to be alone.
Y en el fondo nos daba igual
porque ninguno estaba enamorado
más que de sí mismo.
Guiados por el placer egoísta,
por el vacío interior.
Y estaba de puta madre, no creas...
Era como literatura hecha vida.
Walkin´ the wild side...
Como música hecha carne.
Una expresión artística del deseo.
Sin concepto,
todo fluido.
Amalgamando olores,
sincopando gemidos.
Minimalismo
y animalismo.
Rompiéndonos en formas
abstrayéndonos
pero sin abstracción.
Tan lejos de la civilización...
Cortando y pegando
segundos inolvidables
en el húmedo collage
de tus sábanas.
Tus ojos de acuarela
y tu piel pastel,
contorneando
mi sexo
hecho silueta.
Hermoso
aunque feísta,
desequilibrado
pero áureo.
Bailando sin proporciones
en el frasco de tinta
de tus profundidades
y pintando estrellas en tu cielo
oculto.
Siendo a la vez
musa y muerte
con sabor a vida
aunque inerte...
Mucho mejor que estar vivos,
mucho mejor que estar muertos.

sábado, 27 de junio de 2009

¿Por qué
la publicidad es tan triste?
¿Por qué
siempre me hace llorar?
¿Por qué
la literatura
no cura
las heridas
de la desesperación?
¿Por qué
me miran así
las gotitas
de esta lata de cerveza?
¿Dónde
están los amigos
cuando no están?
¿Dónde
estoy yo
cuando no estoy?
¿Dónde
está el mundo
cuando cierro los ojos
y cuando
pierdo el control?
Hoy estoy de funeral
por mis sentimientos
cálidos
como el verano
enfriándose
hacia el otoño.
Sudo desesperación
cuando pienso en ti.
Sudo aburrimiento
en el trabajo.
Y todo
esto
lo hago
por encadenar
una promesa
falsa
de libertad.
Tengo tantas ganas de encontrar un mar en el que ahogarme...

lunes, 22 de junio de 2009

Asfixiado por el desaliento con que me sentía abrazado por tu ausencia, notaba cómo mi vida moría desde dentro. Primero mi felicidad, luego mis esperanzas, finalmente mis sentidos y luego lo que quedó: un cascarón de huesos y músculos...
Cayendo.
Atravesando la atmósfera.
Ardiendo como el napalm.
Ardiendo.
Pero aburrido.
Deja que me arrastre por el suelo destrozando mi quemada piel de lagarto. Por las rocas, por el polvo. Déjame ser un ermitaño indeseable, un esclavo de la soledad. Deja que muera solo y olvidado.
En lugar de pretender venderme una familia y un amor de juguete.
Deja que ande perdido y llore la ausencia de un cuerpo como el tuyo.
Déjame, porque me vacías el alma...

jueves, 18 de junio de 2009

Tus ojos tan bonitos
y tu pelo
tan negro...

Viéndote peinarlo
con las manos,
acariciado
en una coleta...

Tan íntimo
que
por un momento
sentí que despertaba
a tu lado,
detrás de una noche
abrazada
sobre las nubes.

Qué bello
conocerte.

Qué bello
reconocerme
en tus sonrisas
y tus ojos...

¡Qué bella
coincidencia!

miércoles, 17 de junio de 2009

El tiempo pasó por mi colegio e instituto, también por mi universidad.
Pasó por mi trabajo y por mi familia.
Pasó por todo, ante mis ojos, y se marchó sin despedirse.
Con los bolsillos llenos.

miércoles, 10 de junio de 2009

Déjame oler el sudor de tu pecho y olvidar el color de tus ojos. Déjame esconderme bajo tu piel, entre músculos rojizos. Supera mi amor como una enfermedad y cúrate de mi aprecio que te contamina. Pero permite que duerma a tu lado, con los dedos de tus pies entre mis dientes. Con el sucio sabor a suelo y arena que me recuerda que te encantaba bailar.
Juntos vimos crecer una religión sin dioses basada en el sacrificio y derramamos nuestra sangre para poder creer en algo. Después dejamos que nuestros latidos se volvieran eléctricos y automáticos, hasta que la rutina los convirtió en un pitido aburrido que anunciaba el final. El problema es que aunque el ruido se apagó seguimos viviendo, desconectados.
Déjame tan sólo oler el sudor de tu pecho. Recordar aquellas noches de sexo cálido flotando en un mar de sábanas. Toda la noche buceando en tus besos y parando sólo para respirar.
Déjame recordar los pensamientos que flotaban en el cielo de la habitación como un humo denso, mientras tú dormías abrazada a mi respiración y yo cazaba tus sueños en la noche.
Déjame recordarte para volver a vivirte. Aunque mi mente emborrache las imágenes y distorsione tu esencia. Aunque empieze a recordar cosas que nunca pasaron.
Pero déjame hacerlo. Déjame.
Sólo déjame.

miércoles, 29 de abril de 2009

Las casas brotan de la colina como setas acurrucadas unas junto a otras y se asemejan a un graderío lleno de idiotas, espectadores que miran la hierba crecer. Dirigidas sus miradas hacia abajo, contemplan -con las ventanas como platos- el tren que aparece y desaparece.
Apostaría a que aguardan ansiosas el próximo tren...
Con el sol todo parece distinto: las casas brillan, luciérnagas en la noche azul, y las sombras del cielo vuelven a quedar atadas a sus dueños en el suelo. El agua parece más clara, menos llena de secretos, y la piel se calienta de alegría. Con el sol los sentimientos fluyen, polen en el viento, y hasta el sexo despierta lejos de burdeles de cemento.
¡Qué bueno, que brilla el sol!
¡Qué bueno, que brillo yo!
Parecemos hechos para derrumbarnos pero nos mantenemos en pie de alguna forma. En un mar de relaciones inesperadas, flotando a la deriva, hacemos pie o tocamos fondo. Pero siempre queriendo más, buscando algo.
El abrazo de una chica a la que ni quieres ni deseas a veces significa más que la religión más creíble del mundo. Otras ni el sexo con la persona amada llenan más que un vaso de agua.
Amparadas tras el cristal de la cafetería, las parejas comparten sus sueños y sus tristezas. Bromean, discuten o simplemente bostezan. Y, mientras, el tiempo -siempre el tiempo que les queda- espera tras la esquina empuñando unas tijeras, cortando cuerdas al azar.
El azar: la religión del caos...
¿Puedes azar al azar un campo de azahar sin ver que existe una pequeña relación?
Eso espero.
No sirve de nada pensar porque las conclusiones no existen. Conclusión, como final, es el momento en el que la persona deja de pensar y acepta como respuesta la distancia a la que ha llegado.
Si es así... Si en eso sí que crees... Entonces no temas:
sólo cierra los ojos y aguarda.

Alrededores

Bosques talados o mal podados,
la cárcel roja tras el muro gris,
alguna casa entre autopistas
y un pueblecito
alla y allí.
...
Pueblos diminutos aplastados por el cielo
gris nublado y goteante,
una flor perdida entre ramas secas,
asfalto
y supermercados
...
Como un refugio triste de una guerra antigua
ennegrecen las casas imitando al cielo
y entre autopistas y campos de golf,
la grieta
incrustada
de una gran autopista.
...
Las casa antiguas rompen el cielo,
saturado y grasiento suelo de taller,
ensalzando la grandeza de una Historia pequeña
que sigue allí para quien la quiera ver.
...
El lujo y el confort del que lo tiene todo,
el aguantar desesperado de quien no tiene nada,
tanta riqueza mal repartida
y tanta tristeza mal escondida.
Su vestido no era blanco sino rosado, no era vestido sino desnudo. Y vestida con su suave piel atraía a los hombres como una sirena sin plumas ni voz.
Amaneció un sol gris tras un velo azulado
e infectó la mañana de su triste color.
Se reflejó en mi iris de tono dorado
y apagó mi cordura arrancando el calor.
La pizarra parecía un verde desierto lleno de nubes blancas de tiza, un mar oscuro lleno de estelas de barcos olvidados. La clase, un bosque de azulejo azotado por el viento. Y los intentos de la mano por dar sentido a esas formas tropezaban con el desinteresado desinterés de los gallitos.
Con un suspiro, el profesór flotó sobre sus cabezas y vio por un momento su futuro.
Pero nada les intimidaba para que dejaran de cacarear, ni siquiera la cuchilla afilada a la salida del edificio.
(...)
Un mal día en la escuela.

domingo, 26 de abril de 2009

El tamaño de mi cabeza aumentaba constantemente mientras tú estallabas en convulsiones de aburrimiento. Se hinchaba e hinchaba formando tumores que supuraban fétidos humores con sabor a sangre. Y todo ello a la luz artificial del televisor que se dispersaba por una atmósfera enrarecida. Las ondas de sufrimiento en el aire chocaban con las ventanas y se empañaban como deseos frustrados. Para mí todo era fruto de tu cuerpo sudado y retorcido en el suelo de madera astillada. Cada puntita se elevaba como una erección intentando clavarse en tu cuerpo deshecho.
Sentí unas manos dentro de mí que apartaban la carne, empujando hacia afuera.
"Tengo un pasajero", fue la única excusa que se me ocurrió para aquella reacción.
Mi tripa abierta chorreaba peces podridos en un caudal de agua de alcantarilla.
"Necesito derretirme" fue tu respuesta, acompañada por el sonido de chopchop que hacía tu piel cuando los poros escupían ese agua envenenada. "Necesito... calma."
Pero la calma no venía. Nada se movía en aquel cuarto en el que la electricidad sólo era estática. Y podíamos sentir las punzantes patitas de miles de insectos diminutos que correteaban por nuestra piel al son de la droga. Lo llamábamos "el ardor del ansia", lo confundíamos con amor. Esperábamos que se evaporara con el sol de la mañana, pero parecía que nunca fuera a llegar.
Aquel universo estaba destinado a la eternidad y nosotros nos convertiríamos pronto en estatuas. De cal.
En algún momento mi cabeza dejó de crecer, creo que porque había llegado a su tope. Mis ojos estaban aplastados, uno contra la superficie arenosa del techo, el otro contra el frío cristal de la ventana. Y mi mirada hacia fuera te hizo estallar en un llanto que sonaba a risas. Cuando vi las nubes rojas en el cielo naranja. Cuando vi derrumbarse en ruinas cientos de edificios de personas.
Carne púrpura rodaba hacia abajo en un sonido de huesos que crujen.
Todo tenía la calidad cuestionada de una pesadilla. Los sonidos en el cuarto parecían perderse en un espacio lejano. Notaba el eco de tus suspiros susurrando en mi cerebro.
"Ne...ce...si...to...másssssshh..." y tu lengua de serpiente asomaba asustadiza a intervalos regulares.
Sentí cómo olfateabas mi miedo.
La última persona cayó y quedó en la punta del montón, su cabeza dirigida hacia el cielo.
"Ya vaaaaaaaaaaamanecer", arrastré las palabras de una punta a otra de mis labios.
La persona fuera abrió su boca diminuta y regurgitó lo que parecía la cabeza de un misil.
Creo que te oí todavía susurrar un click.
Entonces todo desapareció en un torbellino de angustiada lentitud. Todo tan rápido que duró casi una eternidad. Sentí cada átomo rebelarse contra mí y clavar sus garras para arrancarse de mi ser.
Sentí el fin del comienzo.
De veras que lo sentí.
Fue lo último, de hecho...