jueves, 15 de octubre de 2009

Escuché una melodía en el fondo de un vaso de whiskey. Sonaba más alto a cada trago, como si un músico invisible habitara allá abajo. Sin embargo, el sonido terminó cuando la última gota cayó en mi boca.

martes, 13 de octubre de 2009

El otro día atropellé a un payaso.
Conducía tan rápido que no me dio tiempo ni a verlo.
Simplemente lo reventé: su cuerpo despedazado estalló en una carcajada.
Bajé del coche y miré alrededor. Todo el vehículo estaba empapado de sangre, pero no había carne ni órganos por ningún lado.
Toda la gente que iba por la calle se quedó muda mirándome y luego empezó a reírse. Todos estallaban en carcajadas como si fueran pompas de jabón.
Yo no podía reír debido a una enfermedad que tuve de niño, así que monté de nuevo en el coche y me alejé de allí rápidamente.
Una hora más tarde abandoné el coche en el campo y me volví andando a la ciudad.
Como si una maldición se hubiera apoderado de mí, la gente empezaba a reírse al pasar a mi lado. Intenté alejarme de allí, pero en todas las calles había demasiadas personas. Desesperado, fui a mi casa y me encerré bajo llave.
Sin embargo, no tuve descanso. No podía dormir: a todas horas oía la risita leve de mis vecinos. Me estaba volviendo loco, así que salí corriendo a la calle. De nuevo empezaron las carcajadas por todas partes y presa de la locura, me lancé delante de un coche.
Reventé sin dejar más rastro que una mancha de sangre y una risita desesperada.
Ella tenía un sólo ojo en la cara y otro en el culo.
Me encantaba mirar la oscura profundidad de su pupila y buscar en ella mundos diminutos y galaxias de papel.
Igualmente, miraba su ano contraerse con dulzura. Como un bebé que bosteza por la mañana, como un pequeño parásito que se asoma para echar un vistazo a mi habitación. Esperaba que no estuviera criticando el color de las cortinas.
A menudo soplaba suavemente sobre sus pestañas elevadas, que temblaban como briznas de hierba, como negras espigas en un campo de trigo. Igualmente, soplaba a su ano y veía aquellos cuatro pelos tiritar rizados como los muelles salientes de un colchón destrozado. Parecían intentar brincar lejos de su sitio, pero la gravedad de la piel les impedía alejarse.
Un día descubrí una pequeña manchita escondida en su pupila: era un reflejo diminuto, una luz. Obsesionado con descubrir de dónde procedía, clavé una aguja y la removí como intentando enfriar una sopa. No hubo respuesta por parte de ella, que me miró con gesto de aburrimiento.
No logré descubrir de dónde venía.
Obsesionado todavía más con la extraña mecánica de aquella lucecita, decidí profundizar aún más en el tema: me introduje suavemente por el ano y recorrí todo su cuerpo hasta llegar a la cabeza. Anduve un rato perdido entre los dientes y las orejas, hasta que al final acabé saliendo por la nariz.
Harto de dar vueltas, rompí a patadas el tabique nasal y me escurrí por su carne hasta dentro del ojo.
Allí había un escritorio con una pequeña lamparita. ¿Todo aquel viaje por una mierda de flexo?
Apagué y salí desencantado por la pupila. Me tumbé enfadado en el colchón, a su lado. Fumaba un cigarrillo intentando pensar en otra cosa. Miré las nubes grises que cabalgaban por el cielo.
La mañana transcurrió rápidamente porque, sumergido en mis pensamientos, no necesité en ningún momento salir a respirar. Cuando volví a asomar la cabeza al aire libre de mi habitación saturada, ella seguía durmiendo a mi lado.
Sin embargo, algo había cambiado. De alguna manera su mirada ya no me resultaba atrayente. Se había apagado la luz de sus ojos y su mirada inerte había dejado de interesarme. Sus ojos eran como dos bolitas de vidrio, sin vida ni alma.
Como si ella se hubiese dado cuenta, se levantó rápidamente y procedió a salir de mi habitación.
Lo hizo por la ventana, no sé si fue a causa de la ceguera o por propia desesperación.
En cambio yo me volví a tumbar en la cama y rememoré aquellos bellos instantes en que soplaba los pelos de su ano y éstos bailaban como muelles saltarines.
Entro en la librería sintiéndome mierda. Noto miradas que analizan mi ropa y mi aspecto físico. Conversaciones susurradas criticándome. No tienen ni idea.
En cuanto veo las palabras escondidas tras las tapas de los libros, vuelvo a sentirme bien. Lejos del mundo este que se han inventado en los telediarios. Me siento libre de elegir una pequeña celda de palabras y esconderme por unas horas de la vida cruel. Volver a mi agujero y meterme en mi cabeza.
Compro un par de libros de los más baratos: ediciones de lujo para quien quiera exhibir libros en estanterías, ediciones modestas para los que deseamos sentir melodías de sonidos escritos.
Pago con monedillas evitando la extraña mirada de la vendedora.
Salgo corriendo y me sumerjo de nuevo en el pantano pestilente de la gente en la ciudad.
Corro entre los coches sintiéndome enloquecer por momentos.
Necesito estar en casa YA.
Bajo la lluvia ácida de cada mañana, mi cuerpo reacciona curtiéndose como el cuero barato.
(....)
Por fin en mi colchón, mi rinconcito.
Devoro una página tras otra y me quedo dormido. La noche transcurre como un sueño sin sueños.
(...)
Por la mañana, salgo a la calle. Acabo de recordar que tengo un trabajo. Miro mi reflejo en el cristal de un coche. Estoy despeinado, sin afeitar y mi traje nuevo de Armani está hecho un asco.
Entonces me doy cuenta de que no estoy hecho para este tipo de vida y renuncio a ir a la oficina.
(...)
Me quedo en casa pintando árboles y animales por las paredes: volviendo al principio.
Sentado en la oscuridad sintiendo el silencio.
Mi piel se agrieta por culpa del frío.
Mi cuerpo desnudo iluminando el almacén.
Atrapado en una pesadilla atemporal,
en la que el polvo en el aire permanece estático,
a la espera.
Siento los cimientos del edificio resquebrajarse
como finas copas de cristal
y la gravedad tirando de nosotros:
una boca abierta y luego el vacío.
Qué divertida es la ingravidez espiritual.

lunes, 12 de octubre de 2009

Miopía parcial

"Interpretando un mismo dibujo abstracto formado por manchas de pintura, treinta y tres personas distintas dieron treinta y tres explicaciones distintas. Muchas vieron cosas similares. Sin embargo, cada percepción fue analizada de manera distinta por un cerebro concreto (lo que implica diferentes percepciones, diferentes capacidades de análisis, diferentes conocimientos culturales y experiencias vitales, creencias e intereses, etc.). Así, el resultado que para uno fue un barquito (infantilismo), para otro fue una goleta (competición), para otro un velero (hedonismo lúdico), etc. Algunos incluso no vieron ningún barco.
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Este experimento, llevado a cabo por el Dr. Heinrich Falsch (traducido al castellano: Enrique Falso), personaje completamente inexistente inventado expresamente para esta investigación, llegó a la conclusión de que toda experiencia sensorial es completamente parcial y, por tanto, única, subjetiva y exclusiva del sujeto que la registra. De esta manera, las teorías del insconsciente, los instintos primitivos subyacentes, el subconsciente colectivo e incluso la intertextualidad se unieron como meras clasificaciones añadibles a cualquier corpus de análisis. En resumen: fueron destapadas como meras teorías. Igualmente, la propia teoría del imaginario Dr. Falsch resultaba falsa, por cuanto negaba completamente el concepto de Verdad Absoluta y, de esta manera, no podía representarla. Era una teoría simple que demostraba la inutilidad de las teorías, fueran estas simples o complejas."
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Distribuida esta información a los asistentes a la reunión, el Dr. Theodor Od (cuyo nombre había sido ridiculizado por sus colegas como Dr."T.od"; cuyo equivalente en castellano sería Dr."M.uerte"), abrió los brazos dirigiéndose a los asistentes y terminó su discurso con las palabras:
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-La Teoría de la Miopía Parcial, desarrollada por los doctores Blind (Ciego) y Dumm (Idiota), demuestra que la subjetividad de la percepción y la influencia de ésta en las capacidades de análisis del ser humano motivan la miopía parcial que permite que cualquier persona creyente sea capaz de ver al instante que las otras religiones suponen la adoración irracional de símbolos arcaicos, a menudo tanto metafóricos como aleatorios, y piensen sin embargo que esto no es aplicable a su propia religión.
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Dicho esto, el Dr. Od extrajo un bolígrafo de su bolsillo y, ejemplificando perfectamente el absurdo de toda percepción, lo utilizó como palanca para saltarse el ojo izquierdo.
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La multitud, constituida por cien personas de distintas edades y procedencias, considerada plenamente capaz de analizar objetivamente la situación, estalló en cien respuestas completamente distintas -incluso en sus semejanzas-, llevando a cabo la demostración evidente de la Teoría de la Miopía Parcial ante la mirada satisfecha del Dr. Od, cuyo ojo chorreaba sangre sobre su traje bien planchado, manchando las páginas perfectamente redactadas de su discurso.
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Al final, todo terminó con un estruendo de chillidos y gritos en el momento en que las bombas situadas bajo los asientos estallaron.
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La locura del Dr. Od, recogida fríamente por una serie de cámaras de vídeo perfectamente situadas, fue reproducida en todas las televisiones como "la representación objetiva de lo acaecido." Sin embargo, no todas las reproducciones tenían la misma duración ni tomaban el mismo ángulo, confirmando nuevamente la Teoría de la Miopía Parcial (cosa que pasó ampliamente inadvertida).
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La teoría del Dr. Od fue considerada una locura fruto de una mente enferma y se prohibió la reproducción posterior de las imágenes del discurso, exceptuando la automutilación ocular y la explosión del auditorio. Con los años, la historia quedó sepultada por la ignorancia y fue utilizada como ejemplo perfecto de comportamiento irracional, creando las expresiones populares to od (en inglés, "el que actúa sin sentido"), oden (en alemán, "estallar en actos de locura irracional") y odearse (en castellano, "ponerse cachondo, sufrir un arrebato pasional").
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Fin del Informe.
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viernes, 9 de octubre de 2009

Hacía un día soleado, para quien sepa mirar más allá de las nubes.
El cielo amaneció como un collage de retales grises cosidos por un sastre que no experimentaba mucho con las tonalidades. Una infinita galería de lienzos con grisallas colgados en paredes del mismo color. Asfalto viejo, agrietado por el uso. Manchas de aceite de suelo de taller.
Escondí la mirada, apoyándola con desesperación en los marrones azulejos de la cocina. Concretamente sobre una mancha de aceite en la que no pude reconocer ninguna forma conocida. La escasa luz que entraba por la ventana lo hacía con timidez, sin decidirse a quitarle el asiento a la penumbra, que no acababa de entender que estaba de más.
Apoyado en la mesa en la que acababa de desayunar -aunque ya había recogido todo-, me tapé mis ojos con mis manos. Buscaba en la oscuridad de mis párpados la puerta negra a mi mundo interior, pero no recordaba dónde había puesto la llave.
Un ruidito empezó a obsesionarme cuando me di cuenta de que le seguía el paso a mis latidos. Como cuando alguien te anda en paralelo por la calle. Reconocí que se trataba del reloj que presidía la habitación y que, endiosado y orgulloso, alzaba la voz para ser escuchado. Hablaba a martillazos regulares y su conversación se hacía monótona y aburrida. Agitaba los brazos para hacerse oír, elevando uno por el aire para gesticular y apoyándose con el otro sobre la hora correspondiente. La viva imagen de la comodidad y del conformismo.
Con el paso del tiempo aquel discurso vano y tedioso se acabó convirtiendo en el ruido de una máquina de coser que me taladraba el cerebro. Costurones por todas partes, cortesía de la Doctora Rutina.
Una gotita de sangre gris cayó desde mi nariz. Buen síntoma de mi estado cerebral.
Cayó decidida en mi taza de café (olvidé decir que seguía ahí) y se quedó flotando como una nubecita gris sobre el aburrido marrón oscuro de cada mañana. Su presencia, sin embargo, no significó ninguna mejora en la situación: sólo era un aviso de hasta dónde podía llegar un día gris.
Resulta extraña la precisión del dolor cuando un órgano decide exigir protagonismo.
Como buen mánager del órgano al que representa, el dolor actúa como el publicista perfecto: el que no permite que olvides la información que te brinda. El equivalente a un cartero que te grape en la frente tu correspondencia.
Y mientras dura la campaña, todo el organismo se hace eco de la importancia de su compañero.
¡Dios bendiga la publicidad cárnica y los concursos de popularidad entre órganos!
La torre se levantaba sobre la ciudad como si se dispusiera a abandonar aquella reunión de edificios. Rodeada de las pequeñas casa de la alta burguesía, se sentía incómoda ante aquellas ventanas siniestras que la miraban con fingida dignidad. Podía ver cómo debajo de aquellos tejados sólo se pensaba en dinero, cómo proliferaban las tiendas a pie de calle. Le repugnaban aquellas fachadas cuidadas, impolutamente exfoliadas y repintadas. Ella deseaba mostrar con sus piedras el paso de los años. Pero, ¿cómo sobrevivir en un ambiente como aquél?
Cerca, tan sólo unos kilómetros más allá, se alzaba un moderno edificio de viviendas. En él rebosaba la vida. Se oían gritos, niños jugando. De noche se veían sus luces encendidas, como si intentara recrear el firmamento para ella.
Pobre torre angustiada, mirando disimuladamente de reojo aquel edificio, mientras las casitas a su alrededor la observaban y criticaban.
Pobre torre angustiada, condenada a vivir congelada en esa extraña situación.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Apunté con la pistola lejos. Quizá por ello me di en un pie.
En el hospital soñé con un hombre ahorcado y un cura que lamía la soga con su lengua áspera. Llegado el momento, el que había sido un ser humano abandonaba su cuerpo en forma de una montaña de heces que salpicaba el suelo. Un par de monaguillos recogían cuidadosamente esa esencia divina y la repartían en misa. Mojaban la hostia en dicha ambrosía y la compartían con el resto de la gente.
Era una hostia infectada de ideas. La mayoría de las personas que se la comían moría de engaño.
Desperté y encontré a mi lado a una horrible enfermera. Era tan hermosa como la lapidación de un inocente. De su cuello colgaba un crucifijo, y el diminuto Jesucristo de oro parecía apartar la mirada de aquellos pechos venosos y de piel grasa. Lo más cerca que algo con forma humana había estado de aquellos pechos. La vagina en cambio seguiría indefinidamente esperando a su Alí-Baba.
Abandoné la sala de operaciones con un buen costurón en el pie y con la billetera descosida. Menuda puñalada, la del seguro. Dijeron que había sido intencionado y que no cubrirían los gastos... Una puta vida sano como una rosa y me vienen con esas. Le expliqué educadamente a la chica del teléfono la situación y ella me dijo que si volvía a llamar avisaría a la policía.
Miré el registro de llamadas: vale, me había pasado. Pero que se joda, para eso le pagan.
(...)
Sentado en la terraza de mi casa con un pasamontañas barato (en la parte de atrás hay un parche medio descosido del cheguevara), cortesía de mi sobrino, lanzo bombas a la calle en forma de bolsas de basura.
Pero por la reacción de la gente parece que están estallando bien.
Veo edificios enteros de gente ardiendo mientras salta al vacío. Sus cuerpos cayendo a la puerta de restaurantes de comida rápida. Creo que parte de lo que cae se aprovecha rápido para las hamburguesas. No me extraña: carne de primera.
Después de un rato divirtiéndome oigo las sirenas de la policía.
No es para tanto: sólo son funcionarios con placa. Conserjes con pistolas de agua.
Me amenazan con pasar la noche en el calabozo.
Me conocen ya: me llaman por mi nombre. Es lo que tienen las ciudades pequeñas.
Empujo la silla de ruedas hasta mi arsenal oculto y empiezo a sacar todo del armario: cientos de fotografías sexuales con menores de edad que distribuyo por toda la habitación.
Hay que acabar a lo grande: dar un poco de qué hablar.
Oigo cómo fuerzan la puerta. Golpes desde fuera.
Corro por el pasillo cojeando -qué remedio- hasta la cocina. Allí me espera mi arma secreta.
Bum. La policía está entrando.
Me siguen llamando por mi nombre de pila, los muy maleducados. Les recuerdo que tengo el título de marqués, así como de pasada.
Al principio del pasillo empiezan a aparecer policías con cara de malas pulgas. Ladran que debo entregarme, que esta vez sí que la he liado. Les lanzo un par de consoladores que tengo de exposición en un mueble.
(Y un cojón, de exposición... si esos amiguitos hablaran...)
Me siguen hacia la cocina, donde les espero con la gran sorpresa: la traca final.
Los pobres no se enteran porque no les da tiempo ni a situarse. Antes de entrar ya están ardiendo y una décima de segundo más tarde volamos por los aires junto con la mitad del piso de arriba.
Tengo una última visión de mi cuerpo atravesando la ventana abierta y viajando contra la fachada opuesta.
Con suerte entraré en una terraza y daré un buen susto a alguien.
Después de todo, no todos los días caen cuerpos contra tu ventana.
(...)
¿Lo último que recuerdo antes del golpe definitivo? Ni idea.
No es un recuerdo, sino una sensación. Un movimiento en el pecho.
Algo así como si todavía me estuviera riendo.
Mierda por todas partes. Mires donde mires.
Gente de mierda con trabajos de mierda e intereses de mierda.
Compradores de mierda que convierten su vida en una montaña de mierda a base de comprar mierda.
Sonrisas de mierda con malas intenciones,
lágrimas de mierda en los ojos de un vendedor que no pudo vender su mierda.
La vida se reduce a rodearse de mierda hasta convertirse en ella.
Como una tela de araña (de mierda) en la que quedarse pegado y chillar.
Chillar vomitando mierda antes de que la gran araña del cielo caiga sobre ti y te devore con sus frías mandíbulas.
Y, no lo sé, pero imagino que el aliento de esa araña
también huele a mierda...

martes, 6 de octubre de 2009

Gris era el color de la nube que se deslizaba por la superficie de mi coche. Mi coche también era gris, por cierto. Igual que mis ojos.
No es un relato multicolor, como se puede ver.
Mi humor era tirando a negro, aunque no más que la ropa que me abrigaba del frío.
El frío: él sí que era blanco.
Blanca era también la piel de mi cara cuando me vi reflejado en un cristal. Todo menos la nariz, que destacaba roja como una gota de sangre en la nieve.
Mis dedos eran invisibles en la oscuridad de mis bolsillos, aunque un par asomaban de vez en cuando para sujetar el cigarrillo. Ese bastoncito que creaba una niebla misteriosa ante mis ojos.
En aquello que pasó ante mí una bicicleta.
Roja.
Y la imagen que sobre ella se alzaba llenó mi vida de color para siempre.

domingo, 4 de octubre de 2009

Faltaba poco para que llegara la noche y una tecla de piano insistía en presidir el silencio desde lo alto de la escalera. Impertinentemente, como un gallo que se señorea, el golpe sonoro sacaba pecho durante la vibración de la cuerda y la nota resonaba orgullosa en aquella estrecha garganta escalonada. Como si la casa entera intentara entonar una canción pero estuviera afónica. Presentía que en cualquier momento una mano gigante levantaría el tejado y trataría de sacarle la moqueta a la escalera para que no se atragantara. Ese pensamiento, por ilógico que fuera, consiguió que volviera al comedor, alejándome de aquel misterio de la buhardilla.
Nadie podía estar allí arriba porque nadie había subido, de modo que yo seguía preguntándome cómo era posible que aquella nota llevara sonando toda la tarde. Me acurruqué en el sofá sin perder de vista la bombilla del techo y esperé durante horas.
Finalmente, alguien llamó a la puerta y la bombilla se encendió.
Temblé aterrado: había llegado la noche.
(19.02.08)

sábado, 3 de octubre de 2009

Tenía un cerebro blanco cuando empecé a pensar.
Después de unas décadas ya estaba gris, como el resto.
Nubes de polución y mierda flotaban sobre la ciudad
mientras la calle se llenaba de cabezas vacías.
Las ideas se agrietaban como el pavimento
en aquellos cerebros mal asfaltados
y el autobús paseaba como un perro abandonado
echando una meada en cada semáforo.
Un mendigo ciego miraba al sol
sin ver la luz que cegaba sus ojos
y paseando pasó el paseante
que pisó con prisa ajenas pisadas.
Tan lejos quedaba el horizonte
con el que una niña saltaba a la comba.

viernes, 2 de octubre de 2009

La avispa clavaba su aguijón en la carne, indiferente a cualquier reacción ajena a su enfado. Pequeñas dosis de veneno se extendían buscando las venas y arterias: instalándose en el cuerpo nuevo con la ingenua curiosidad de un capitalista. Derribando muros y haciendo agujeros a su antojo.
Nos gustaba la avispa.
El veneno tenía un color azulado que luego resultó darle a la carne un sabor amargo. Lo compensamos echando más sal.
En la tele ponían dibujos animados, aunque habíamos quitado el volumen para comer.
Por la terraza abierta entraba una fina brisa primaveral que traía el olor de las flores y la hierba fresca.
Repartimos la carne en grandes pedazos, ya que había en abundancia. A mí me tocó además un dedo pequeño, aunque no sé de qué mano.
Se oía el televisor de los vecinos dando la telenovela, lo que hacía divertido mirar el nuevo doblaje de los dibujos. La boca nunca coincidía, pero eso es algo más que habitual.
Llamaron al timbre y mi padre se levantó a abrir.
Escuché un disparo de escopeta pero continué mirando los dibujos. Estaba como hipnotizado por la mezcla.
Mi padre arrastró el cuerpo de un vecino hasta la terraza y lo colgó del cuello, enganchado a las cuerdas de tender. Luego volvió a la mesa.
Se quejó de que su comida se estaba poniendo fría. Mamá se la recalentó en el microondas.
Al rato se oyó caer el cuerpo cuando las cuerdas no pudieron aguantar la tensión. Sonó como un doing bastante cómico que, sin embargo, me sacó de la ensoñación de los dibujos animados.
Entonces eché una mirada alrededor, como perdido.
Pero comprobé que todo seguía siendo normal.
Y seguí comiendo.