domingo, 16 de diciembre de 2007

Encuentro casual

Él era un profesor universitario, ella una rubia que no estaba mal.
´
Se conocieron en un bar, después de que ella, cansada de llamar constantemente por teléfono desde la barra a un chico que había conocido en el fin de semana y que no contestaba, colgara y pidiera un tercio. Uno tras otro. Luego levantó la vista del número de teléfono que tenía, vio al profesor y rompió el papelito para no llamar más. Seguro que el chaval le había dado el número mal para quitársela de encima. Menudo cabrón. Igualmente, se sintió desesperada, y sin saber muy bien lo que hacía se acercó a la mesa del profesor, que la miraba constantemente de tapadillo.
´
Sin sentarse siquiera y bastante nerviosa, le preguntó si le apetecía dar una vuelta.
´
Fue un paseo agradable aunque ambos estaban nerviosos: la mirada de él iba alternativamente del suelo a los ojos de ella, que mantenía la vista al frente, pues temía que si miraba directamente a su acompañante perdería el interés y las fuerzas para seguir con todo esto. Así caminaron y charlaron juntos durante un par de horas. Cuando él había aprobado más o menos el examen de personalidad que ella le venía haciendo, le dijo su nombre: Marta.
´
"Es muy bonito", respondió él sinceramente. "Yo me llamo Gregorio."
´
"Hay un cine cerca de aquí, ¿te apetece que veamos algo?"
´
Él pensó que ella buscaba pasar más tiempo acompañada, pero sin estar tampoco con nadie. A pesar de eso, aceptó. No es que le hiciera sentirse demasiado especial, pero era mejor que volverse a casa y encerrarse a solas con los libros y estudiar una noche más. Prefería ver dónde acaba esto: Marta parecía un poco perdida, pero no le desagradaba. Y aunque no era guapa, sí resultaba atractiva.
´
La cartelera no era gran cosa y Gregorio le dejó elegir a ella para evitarse problemas. Marta lo vio más como una falta de carácter que como un detalle, ya que a ella le costaba mucho decidirse y además le preocupaba su elección, pues de algún modo ésta daría bastante información sobre su manera de ser. Fue un primer tropiezo que, aunque pequeño, la molestó. Él no se dio cuenta.
´
Entraron a ver una de las que parecían menos comerciales y se enfrentaron con una sala casi vacía.
´
"¿Dónde quieres sentarte?", preguntó Gregorio con cierto desinterés.
´
"Me da un poco igual...", respondió Marta, que se empezó a poner un poco nerviosa: el vacío de la sala tenía algo siniestro que hacía que se sintiera desprotegida. "¿Por qué no compramos algo para comer?"
´
"Claro", Gregorio no era partidario de las palomitas, tan ruidosas y molestas, aunque un refresco sí que le apetecía. Cuando llegaron al puesto no había nadie a la cola, así que el dependiente les preguntó directamente qué querían y no les dio tiempo a pensar. Esta vez él afirmó con bastante rapidez: "fanta de naranja, mediana" y Marta se quedó descolgada, enfrentándose a la mirada del chaval, de modo que se trabó y, deseando evitar un momento de incómoda impaciencia, pidió lo mismo.
´
Después regresaron a la sala y se sentaron hacia la mitad de las filas, justo en la parte del centro. Solos, sin que hubiera nadie a su alrededor. Gregorio estaba ahora contando algo sobre los chavales a los que daba clase como profesor asociado de la universidad de Alcalá. Contaba pequeñas discusiones que habían mantenido en clase sobre obras de teatro y cómo uno debe enfrentarse a los alumnos desde una posición de humildad para evitar que lo fusilen: "Que vean que sabes más que ellos, pero que no piensen que intentas convencerles, sino que les estás contando tu versión". De algún modo, Marta no entendía lo que él intentaba decirle, pero descubrió que su compañero de paseo resultaba una persona bastante más sensible que la gente con la que solía estar. Tenía al menos más cosas que contar, aunque tampoco fuera apasionante.
´
Se relajó un poco en el asiento y no le importó que sus brazos quedaran en contacto cuando las luces se apagaron y empezaron los anuncios. La película transcurrió sin mayor complicación: "típico rollo intimista que seguro que gana muchos premios y la admiración de la crítica pero que no pasa de ser un refrito histórico -de la guerra civil, por supuesto- propicio al bando republicano sobre amor y moral, etc. Si en un alarde de fingida objetividad sitúan la acción en el lado franquista, mejor que huyas del cine", pensó Gregorio. La miró a ella, que parecía entusiasmada, y prefirió no decir nada.
´
No era tal el entusiasmo que sentía Marta, pero simplemente hacía mucho que no iba al cine y quería disfrutar la película, que por lo menos era una historia de amor con la que ella podía sentirse identificada. "No tiene sentido ponerse a analizar esto: es sólo una película, una historia... Y ya que pagas la entrada al menos hay que intentar sacar algo, supongo. A mí me está gustando", se dijo a sí misma.
´
Hora y media más tarde salieron del cine: él un poco emocionado -al final la demagogia kitsch que tanto le había asqueado había conseguido hacerle llorar, debido seguramente a la mezcla demasiado dramática de imágenes evocadoras de sufrimiento existencial y a la melodía trágica que las acompañaba- mientras que ella salía un poco decepcionada por el final tan simplón que le habían dado a la película.
´
- ¿Te apetece ir a algún sitio?- preguntó él.
´
- La verdad es que no sé, ¿quieres tomarte unas cañas?
´
Gregorio pareció algo incómodo, aunque lo estaba deseando:
´
- Bueno, mañana tengo que madrugar y preparar la clase, pero por mí vale.
´
- Pues vamos aquí al lado y nos tomamos una rápida, ¿vale?
´
Charlaron durante tres horas más, se emborracharon y él la acabó acompañando a casa. Ella insistió en que le gustaba, pero que no lo conocía lo suficiente como para acostarse con él -normalmente lo habría hecho, pero creía que con éste podría llegar a más, así que no quería exponerse a que desapareciera, como el resto-. Sin embargo, durmieron juntos, abrazados, y cuando un rayo de sol entró por la ventana, ellos seguían pegados el uno al otro. Gregorio se descubrió al lado de Marta y sintió una intensa felicidad -aunque no sabía si debido a la conjunción de sucesos inesperados y vivencias nuevas o al hecho de que empezaba a enamorarse-, besó en la mejilla a Marta y siguió con su ronda de besos por el cuello y los hombros hasta que la despertó. Entonces ella sintió mucho cariño por Gregorio. Se besaron un buen rato y al final hicieron el amor. Follaron, vamos. Para Gregorio fue una experiencia intensamente positiva, una relación felizmente consumada, un loco arrebato de abandono a la pasión. Marta lo vio como que le apetecía y, chica, una no debe tampoco dejar pasar las oportunidades; no estuvo mal, él lo hacía con mucho cariño, pero no llegó a más: nunca ocuparía un lugar en su puesto de mejores amantes. Qué bobada, si ella tampoco tenía tanta experiencia como para hablar de "amantes"...
´
Total, que desayunaron, Gregorio salió corriendo hacia la universidad -veinte minutos corriendo: no estaba muy lejos- y Marta bajó a dar un paseo por el centro y a disfrutar del sol en su día libre mientras pensaba en lo que había ocurrido.
´
Ella realmente no sabía qué pensar de todo esto, quizás había sido un error acostarse con él. En realidad no sabía si quería volver a verle. ¿Él qué pensaría, qué sentiría?
´
Bueno, para cuando llegó corriendo a la puerta del aula -donde se quedó un momento recomponiendo sus ideas-, Gregorio sentía todavía el recuerdo del cuerpo caliente de Marta contra su pecho. De algún modo, se sentía completamente enamorado. Entró a clase con sonrisa de haber follado.
´
Todos se dieron cuenta.

martes, 4 de diciembre de 2007

Un taimado hijodeputa

Todo el mundo pensaba que era un tío estupendo, aunque él y yo sabíamos que en realidad era un taimado hijodeputa.
¨
Tenía un especial talento para esquivar cualquier cosa similar a una habilidad artística o a un verdadero interés por las cosas que lo rodeaban, lo cual le permitía dedicarse única y exclusivamente a sus relaciones sociales y mantener su mente siempre en un plano vulgar y anodino que lo mantenía en una constante felicidad.
¨
Tras esta máscara de amabilidad se ocultaba un alma putrefacta llena de egoísmo, vanidad y desprecio. No habría hecho nada en su puta vida sin la promesa -o esperanza por lo menos- de una recompensa más o menos inmediata.
¨
Y ese hijoputa estaba apoyado en la barra a mi lado, hablándome desde su falsa y mal fingida ebriedad sobre varios aspectos algo escabrosos de su vida. Yo sabía que toda esa cháchara era una mierda sin sentido que me soltaba para que yo hiciera lo mismo, poniendo mis puntos débiles a su entera disposición para hacer conmigo lo que quisiera. No pensaba hacerlo, pero yo sí que estaba borracho, así que había que tener cuidado.
¨
No sé bien en qué momento el whiskey con hielo apagó esta señal de advertencia pero cuando me di cuenta le había contado mis penas, neuras, pasiones y rarezas. Me había desarmado inevitablemente exponiendo mi interior secreto a un taimado hijodeputa.
¨
Su sonrisa se volvió afilada como una cuchillada.
¨
Joder...

Mía

Desde que la vi por primera vez supe que nunca sería mía. Supe que ella disfrutaría seduciéndome y llevándome a la perdición, jugando conmigo, destruyéndome. Desde ese momento quise abandonarme a su capricho, desconectar mis defensas sentimentales y dejarme inundar por el dulce dolor de la insatisfacción amorosa. Yo no lo sabía, pero en el fondo era así.
¨
El día que se lo dije me miró en silencio, con una expresión vacía y carente de cualquier significado. Me respondió con un tono extrañamente inerte, sus palabras se clavaron frías en mi piel con grapas de cobre: "¿Qué es lo que quieres de mí?"
¨
"Nada", pronuncié con satisfacción.
¨
Y me alejé calle abajo con esa puñalada en mi corazón.

Café solo

Café solo. Un café negro como el petróleo, como el agua aceitosa del muelle de una gran ciudad. La veía beberlo a largos tragos, una taza tras otra, y mi estómago se resentía. Nunca he soportado el café: me da por culo.
Laura bebía y bebía y yo la miraba callado. Cuando reanudó la conversación, no parecía más nerviosa que antes:
-Así que me marcho. Mañana de madrugada.
Durante un largo silencio esperé a que añadiera un motivo o aclaración; una disculpa. No lo hizo, claro, así que le pregunté:
-¿Por qué te vas?
Silencio.
-Simplemente me voy. Necesito hacerlo, las cosas no están bien por aquí.
Eso me jodió, y le pregunté a qué se refería:
-¿A qué te refieres?
-No sé -bebiendo de nuevo-, me gustas, pero no le veo sentido a seguir así. Trabajamos juntos y eso de alguna manera acaba causándonos problemas.
-No digas tonterías. Dame un motivo de verdad.
Silencio.
-No lo hay, salvo que quiero irme.
-Pero, ¿a dónde vas a ir?
-No lo sé. Tengo dinero ahorrado; buscaré un sitio donde pueda volver a empezar.
Me quedé callado un rato mirando por la ventana. En la autopista mojada podía ver cómo los pocos coches que pasaban levantaban pequeñas nubes de gotitas de lluvia. Pensé que debería haber más coches un domingo por la mañana. Por un momento me olvidé de ella, hasta que volvió a decir algo:
-Venga, anda, dame un beso. Tengo que irme a preparar las maletas.
Dejó el cigarrillo moribundo en el cenicero y se puso de pie con sencilla majestuosidad. Ver ese cuerpo elevándose ante mí me recordó las noches de sexo y sudor, el lecho cálido y húmedo. Me empalmé un poco y no quise levantarme.
-No seas crío: te llamaré.
-No estoy siendo crío. Es sólo que no entiendo a qué viene todo esto.
Me miró durante un segundo muy seria:
-Hay otro hombre.
Mi pene se desinfló, de repente había perdido todo poder sobre ella.
-Lo que me faltaba -volví a mirar por la ventana.
-Venga, no dramatices: nuestra vida sexual siempre ha sido buena y no me puedo quejar de ti como amante.
-Entonces, ¿por qué te has buscado a otro? -dije mientras jugaba con el servilletero.
-No lo busqué: apareció.
-¿Y qué te da él que yo no haga?
-Tú no me quieres.
Levanté la vista del servilletero; su mirada era sincera hasta un extremo incómodo:
-¿Él sí?
-El sí -asintiendo levemente con la cabeza.
-¿Y cómo sabes tan bien que yo no te quiero? Ni yo mismo estoy seguro...
-Tú y yo follamos y dormimos juntos y esas cosas, pero no estamos enamorados. No me merece la pena seguir así.
-No creo que sea tan malo: una relación moderna.
Ella sonrió y volvió a sentarse. Bajando la voz y afilando la mirada, dijo:
-Es tan malo porque te estoy dejando para siempre y sé que te importa una mierda y que lo único en lo que estás pensando es en si te voy a echar un último polvo esta noche.
Me quedé callado, desarmado. Touché.
-Y la respuesta es "no".
...
Un rato después la vi salir del bar y de mi vida. Me abandonaba: iba en serio.
Le di una calada al cigarrillo mal apagado que se había dejado en el cenicero y noté cómo algo, lo que quedaba de ella, de su recuerdo, se introducía dentro de mí. La tenía en mis pulmones, pero no me servía.
Apagué su recuerdo en el cenicero y pagué la cuenta. Al coger la chaqueta de mi silla me quedé un momento mirando su taza de café vacía, una de tantas que había acumulado durante la conversación. El resto de café en el fondo de la taza resultaba intranquilizador, como si mirara dentro de un pozo sin fondo o dentro del alma de una persona vacía. Luego salí al frío de la tarde y estuve un rato sentado en el coche, en silencio. No estaba pensando, sólo esperando a que algo pasara.
Al rato arranqué y me largué a casa.
Otra historia que se iba a la mierda...
No lloré en todo el camino, pero me empecé a sentir mal en cuanto vi nuestra cama. Me tumbé abrazado a la almohada y entonces todos los sentimientos se mezclaron en mi cabeza y mi pecho como el zumbido de millares de abejas. No sabía qué hacer, estaba saturado. Ella ya no estaba.
Creo que me dormí llorando... Puede que no.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Cuento corto

En la oscuridad de la noche, Cesare contempla a través de una ventana el cuerpo de su amada mientras la lluvia cae con furia. Un leve movimiento y un rayo de luna delata el cuchillo en su mano. En su cabeza sólo un pensamiento, en su cuerpo sólo excitación. A su espalda el vacío más allá de la barandilla de la terraza.

Un suave chasquido, apenas perceptible, y la ventana está abierta. Después, como una exhalación, se introduce en la estancia con un movimiento calculado. En la cama, parte de la espalda desnuda de la muchacha sobresale entre las sábanas. Al estar tumbada de lado la cabeza y los brazos permanecen ocultos.

Invisible en la negrura, Cesare espera con calma a que sus ojos se adapten a la oscuridad y entonces se acerca a la cama, cruzando un rayo de luz que atraviesa la habitación. A cada paso se eleva un poco el cuchillo, la otra mano preparada para retirar las sábanas. Tan sólo un tirón y se deslizan por el cuerpo de la muchacha besando su desnudez y cayendo con un suspiro apagado.

A pesar de que la fría hoja del cuchillo está preparada, el cuerpo de Cesare permanece inmóvil. Ahora es cuando todas las consecuencias de su acto empiezan a hacerse tangibles, cuando por primera vez piensa en lo que hará después. Un último pensamiento corretea por su cabeza: la huida no será fácil. Entonces la mano libre comienza a avanzar.

Con envidiable rapidez, el cuchillo realiza un único movimiento y los ojos de la chica se abren de par en par. El grito desgarrado se queda en su boca, atrapado por la palma de la mano de Cesare, que aprieta con fuerza. Ella lo mira sorprendida.Sus pupilas muestran reconocimiento, también incomprensión.
Cesare acerca su boca al oído de la muchacha y susurra:

-He venido a rescatarla, princesa.

Y la joven se incorpora en silencio acariciándose las doloridas muñecas mientras él tira a un lado la cuerda cortada y se prepara para sacarla del castillo.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

violencia de genera

La estoy golpeando con toda mi fuerza y me siento genial. Parece que no me vaya a cansar nunca. Noto cómo me duelen los nudillos pero tengo la adrenalina tan disparada que nada me impide seguir golpeándola. También lo hago con el antebrazo y el canto de la mano, hasta que ya me duele todo y la golpeo con el codo.
Ella intenta decir algo:
-¡Cállate!
No pienso dejarle hablar. Le doy un cabezazo con todas mis fuerzas y me noto mareado. Joder, es dura... Me tambaleo un poco, la cabeza se me va de un lado a otro. Debo de parecer George Foreman después del galletazo de Alí... A punto de caer al suelo... Joder, que ni lo piense: aquí sigo, nena. Otro izquierdazo y noto cómo se me rompe la mano.
¡¡¡DIOSSSSS!!!
El dolor casi me hacer caer de rodillas, se me saltan las lágrimas. ¡No pienso rendirme, puta! Lanzo el puño contrario derecho a su jodida cara y me imagino que revienta como un melón.
¡¡Siiií!!
Después otro cabezazo, este aún más fuerte que el anterior. Y otro y otro y otro... Oigo un crack y ahora sí que me mareo y caigo. La cabeza me sangra... Joder, me duele como si se me fuera a salir el puto cerebro.
.................................................................................
Dos horas más tarde, cuando su mujer llega a casa, lo encuentra tirado en el suelo, muerto. Parece ser que estaba tan fuera de sí que mientras esperaba a que volviera se puso a golpearse contra la pared hasta que se reventó la cabeza.
(...)
Y yo digo: ¿por qué nunca pasan estas cosas?

viernes, 23 de noviembre de 2007

Es cena

Grito:
-¡¡¡¡TE ODIO!!!
Golpeo.
Cientos de cristales caen al suelo como una cascada de purpurina.
Mi mano está manchada de sangre. Lloro y me llevo las manos a la cabeza.
Caigo de rodillas junto al espejo y luego ruedo por el suelo.
Me pongo en pie como si una cuerda invisible estuviera ahorcándome.
Voy hacia la mesa y cojo el cuchillo. Lo clavo en mi tripa.
Un pañuelo de sangre brota hacia los tablones del suelo.
El chas del cuchillo indica que se ha caído de mi mano. Aunque yo ya no siento nada.
De repente me quedo en la oscuridad. Hasta que sube de nuevo el telón.
Entonces todo son aplausos.
Saludo a los espectadores durante todo el tiempo que clapean con sus manos y después me despido con un gesto y me marcho.
Salgo del teatro por la puerta de servicio y aparezco en el callejón frío y sucio de todas las noches.
Camino por la calle nevada mientras la nieve me recubre y mi alma escapa en vaharadas de aliento de mi boca.
Vuelvo a sentir el vacío. Vuelvo a sentirme sola.

martes, 13 de noviembre de 2007

el monstruo interior

Mi piel se cae a trozos. Literalmente.

Hace tiempo que sé que podía pasar y lo temía: ahora ha empezado de verdad y no sé cuánto va a durar pero sé que es bueno.

Una vez tuve un sueño en el que mi rostro aparecía destrozado, la piel convertida en cortezas de cerdo. Una imagen que también aparecía era la de un suelo de madera en el que todos los tablones se combaban hacia arriba y sobresalían como cicatrices.

La gente me miraba y señalaba, mis amigos me rehuían, se me obligaba a vivir encerrado.

Aunque sea una imagen demasiado simbólica, al final del sueño me veía a mí mismo destrozando a martillazos el suelo de madera. Las astillas volaban por el aire.

Estaba sacando al monstruo: cambiando la piel.

Floreciendo de dentro hacia afuera...

domingo, 21 de octubre de 2007

Muerte en prisión

Su último aliento expiró con el estruendo del batir de alas de una mariposa negra. El cuerpo vacío de vida quedó tirado sobre las frías baldosas de la antigua prisión, la postura de sus extremidades retorcida como la de una marioneta rota. En el negro inerte de sus pupilas la ventana de gruesos barrotes se reflejaba como la entrada a un mundo lleno de luz.
Todo en su cara resultaba desagradable, en especial los dientes, que asomaban provocadores de unos labios mordisqueados y secos que permanecían anclados en una última sonrisa desquiciada.
El guardia que descubrió el repugnante cadáver diría horas más tarde a un desconocido en un bar, mientras con mirada perturbada examinaba las gotitas de condensación que recubrían el cristal de su bebida, que la expresión del muerto era la de quien reconocía a un ser querido.
Pronto se formó la leyenda de que el diablo en persona había visitado en su lecho de muerte al preso, aunque la historia fue cayendo poco a poco en el olvido, aplastada por la rutina del presidio.

sábado, 13 de octubre de 2007

Jazz nocturno

El lamento del saxofón revoloteó sobre la espuma de mi cerveza y se entremezcló con el humo del cigarrillo que se consumía entre mis dedos, antes de estallar llenando todo el bar de luz y desaparecer después lentamente como el zumbido de un tren que se aleja. Entonces el rasguido quemado del chelo emergió de entre los tablones del suelo y el ritmo nos inundó a todos como una ola de embriaguez. Casi consiguió levantarme el ánimo, pero no. Las notas del piano empezaron a caer sobre nosotros con el repicar de una lluvia que empapaba nuestras almas. Los labios de la cantante se separaron lentamente.

Yo estaba sentado solo frente al escenario, más o menos en el centro del local, y desde mi sitio podía intuir cómo sus labios oscuros se despegaban sensualmente, con suavidad, aunque no puedo saber hasta qué punto la imagen era fruto de mi fantasía. Entonces, como si surgiera de todas partes a la vez, como si hubiera estado todo el rato escondida en las sombras de los rincones, su voz empezó a resonar sobre mi piel. En cuanto la oí empecé a sentir el calor dentro de mí, un calor que expulsaba lejos los problemas y me liberaba de mí mismo. La voz de la melancolía, el temblor de la llama de una vela.

Ahora el saxo se limitaba a mantenerse en el aire envolviendo el suave canto de la chica, que se contorsionaba lentamente como una serpiente, al son del deseo de un amante escondido. Las lentejuelas de su vestido relucían intermitentemente como un firmamento lleno de estrellas. En mi mente estalló el deseo por su piel negra: casi podía sentir su tacto suave cuando una lengua de voz entró cariñosa en mis oídos. El piano, como una máquina de escribir, susurraba una historia a través de pausados acordes, una historia triste de desamor que parecía dirigirse a la voz de la cantante, suplicándole que nunca dejara de cantar esa melodía. Sin embargo, en un caprichoso crescendo rematado por unas últimas notas apenas susurradas, la canción terminó. Yo ni siquiera parpadeaba.

Todo en el bar se detuvo: el hombre que dirigía una cerilla a su puro, el camarero que estaba a punto de llenar una copa y la chica que recogía los vasos vacíos de una mesa cercana a la mía. Todos la miraban a ella, esperando que volviera a comenzar, que volviera a darnos vida con su voz como si fuéramos juguetes de cuerda que no pueden subsistir sin ayuda de una mano ajena. Todos nosotros necesitábamos su voz, deseábamos que nos diera cuerda.

Empezó otra canción y la magia reapareció como un recuerdo borroso. Dejé de contener la respiración y me abandoné a su hechizo. Un ruido en la mesa me devolvió a la realidad: era Charlie Rouse, que había pegado un trago a mi cerveza. Ni siquiera me había dado cuenta de que había entrado.

-¿Qué quieres?

-El Jefe quiere verte.

De algún modo ya presentía que este repentino bienestar que yo experimentaba no podía durar demasiado: en cuanto vi a Rouse supe que traía malas noticias.
-¿De qué se trata?
-Hay que apretarle las tuercas a alguien. El Jefe te lo explicará todo.
Y de repente ya no podía quedarme allí y escuchar la música. No podía escapar de mí mismo y desaparecer en las sensaciones que le música me producía. La vida real, personalizada por un tipo grueso y de voz ronca, había tomado de nuevo el control de la situación: yo volvía a ser el matón de poca monta que siempre había sido y se esperaba de mí que fuera un asesino implacable y un perro fiel. ¿Por qué no me había hecho músico cuando tuve la ocasión? Me levanté apartando la silla con la mano, me acabé la cerveza de un trago y aplasté el cigarrillo contra las cenizas del cenicero como si estuviera aplastándole el cráneo a Rouse contra la mesa por interrumpir mi descanso. Con el sombrero en la mano me di la vuelta, lancé una última mirada al escenario y busqué su mirada. Juro por Dios que si ella me hubiera mirado a los ojos nadie hubiera podido sacarme vivo de aquel bar, pero no fue así: ella siguió cantando para sí ante las pocas personas que estábamos en el local y me calé el sombrero antes de marcharme por la puerta a una fría noche de invierno.

lunes, 8 de octubre de 2007

El dilema de Sandra

Sandra cruzó el parque meneando las caderas. Había un grupillo de chicos de su insti cacareando en un banco y al pasar a su lado la miraron descaradamente. Pasó de largo sabiendo que el movimiento de sus ya abultados pechos los volvía locos y se acercó al coche de su nuevo novio. Se apoyó en la ventana abierta de manera que pudiera exhibir su culo perfecto y ponerles los dientes largos a esos gilipollas. Que se mataran a pajas, porque ese culo no lo iba a tocar ninguno.

Luego se acomodó en el asiento y le pegó un buen morreo al chaval. Miguel, creía que se llamaba. Qué más da, lo importante es poder dar una vuelta por el centro en coche. Sandra se había acostumbrado en el último año a que la llevaran a todas partes y disfrutaba viendo cómo las pavas de su clase la envidiaban por ser tan guay. Que les jodan, son unas estrechas: si quieres ir en coche tienes que dejarles por lo menos que te soben las tetas. Si no, te tachan de calientapoyas y cojen a otra que sí se deje. Ni hablar.

Dejando atrás una calle tras otra, con la radio a todo volumen, Sandra miraba a la gente que caminaba por las aceras y se sentía superior, pues ella sola había conseguido quedar por encima de todos los demás: había conseguido que la llevaran en coche. Es como que te lleven en brazos, pero a toda hostia y vacilando. Sólo el hecho de pensarlo le excitaba y empezó a frotarse el culo contra el cuero del asiento.

Marcos, que era definitivamente como se llamaba el tío, le preguntó si estaba incómoda, pero ella le puso la mano en la pierna y le dijo sonriendo que es que las bragas le molestaban. Eso lo volverá loco. Aunque de todas formas todavía le queda bastante hasta que le deje ir más allá. Y que ni piense en follar, no mola lo suficiente como para perder la virginidad con él.

Desde que su cuerpo empezó a tener verdaderas formas de mujer a los quince, Sandra había comprendido un par de cosas: primero, que cualquier chico haría lo que fuera por meterse entre sus piernas y segundo, que si cualquier chico lo hacía, la llamarían guarra. Había que saber contenerse y mantener la reputación: no dejar que ningún cayo fuera por ahí diciendo que le echó mano a las bragas, o todos los imbéciles de primero pensarían que era una tía fácil. Hay que parecer intocable, aunque si el tío está bueno y te paga unos chupitos, puedes dejarle que se divierta un poco. Después de todo, no va una a dejar que se desperdicie un culo así. Pero que se lo curren, que te traten como a una reina.

Pensando esto, Sandra permanecía embobada y ni siquiera prestaba atención a la ruta que seguía el coche. Cuando vio la zona en la que estaban se empezó a poner nerviosa y le preguntó a Marcos a dónde iban. Él contestó que a un sitio donde pudieran estar solos.

-¿Por qué no me llevas mejor al cine? Seguro que ponen algo que mole.

-Nah, el cine es un rollo. Mejor nos quedamos en el coche, aquí podemos hablar tranquilamente y escuchar un poco de música. Además, me he traido para echar unos petas.

Sandra accedió de mala gana pero no pudo evitar mirar de reojo al cielo: era tarde y en media hora empezaría a ser de noche.

Un rato después, tras fumar un poco de hachís que, la verdad, estaba bastante seco, Sandra empezó a notarse ya algo fumada y eso le preocupó, porque tampoco quería hacer ninguna tontería y tenía que mantener a raya a Marcos, que desde hacía un rato ponía su mano sobre su pierna aunque ella se la apartara con una sonrisa. Al final se enrollaron. Después de todo, no besaba mal el chaval.

Ya era de noche y la farola más cercana estaba bastante lejos. Marcos había subido ya las manos de su pierna a su cintura y dentro de poco empezaría a tocarle los pechos. Estaba claro que el cabrón se había buscado un sitio íntimo. "Oye, creo que deberías llevarme ya a casa, mañana tengo clase y no quiero que mis padres me echen la bronca". Él la miró como si ella estuviera bromeando y le dijo que no fuera tonta, que dentro de un rato la llevaba, que no era tan tarde.

Sandra accedió a quedarse un ratillo más y se justificó a sí misma pensando que ya había hecho los deberes y que hoy su madre tenía turno de noche en el hospital y no se enteraría de nada hasta el día siguiente. Papá es fácil de torear, si le pongo cara de niña buena probablemente no dirá nada. Lo único malo era que no podía volver apestando a porro.

Seguían enrollándose y Marcos le estaba pegando un buen sobe a sus tetas, lo cual la incomodaba bastante. Con este no vuelvo a quedar, se dijo, no sé quién se ha creído que es para tratarme como a una guarra. Aun así, siguió jugueteando con su lengua y dejando que él le lamiera un poco el cuello. Al fin, Sandra pensó que ya era suficiente: quería irse ya. Marcos, que estaba totalmente excitado por lo que él consideraba los preliminares, tardó bastante en apartarse cuando ella intentó cortar.

-¿Qué pasa?

-Quiero que me lleves ya a casa.

-¿Qué dices?

-Que me lleves ya, joder, que es muy tarde.

Marcos, sorprendido, parecía empezar a comprender que la chica a la que estaba metiendo mano no quería más y se sintió decepcionado.

-¿Ya está?

-"¿Ya está?" ¿qué más quieres? No soy una guarra, joder, no me puedes tratar así.

-¿Qué dices? Pero si pensaba...

-¿Qué? ¿que soy una tía fácil? Pues te has equivocado chaval, a ver quién te crees que eres...

-No, es sólo que creía que tú también querías. El otro día en el bar no dejabas de tocarme y antes dijiste lo de las bragas y eso...

-¿Es que una no puede divertirse simplemente? A ver si te crees que el que me enrolle contigo te da derecho a manosearme. Y ahora -hizo un gesto determinante con la mano-, a casa.

Marcos se había quedado de piedra. Su cara había cambiado y ya no era sorpresa lo que se veía en sus ojos. Ahora la miraba de manera distinta: no estaba enfadado, ni decepcionado, era algo mucho más profundo que todo eso... Su mirada la estaba condenando, estaba juzgándola. Era una mirada de desprecio:
-No eres más que una calientapoyas. Te mola subirte a los coches de los tíos, ponerlos cachondos y luego nada, ¿no? Ahora te llevo a casa, no te preocupes.

Marcos encendió el motor y las luces y el descampado se iluminó delante de ellos. El coche salió a la carretera que había al final y Marcos apagó la radio irritado, dejando a Sandra a solas con su vergüenza. Ella creía haberle escuchado mascullar algo así como "puta niñata", pero tampoco estaba segura. Una pregunta le golpeaba ahora constantemente en la cabeza: "¿y ahora qué van a decir de mí en el insti?" Parecía que al final Sandra había calculado mal y había dado una imagen de chica sexualmente dispuesta, cosa que no era en realidad. O sea que ahora iba a ser el hazmerreír de todo el instituto: todas las tías la señalarían y tacharían de estrecha, a pesar de que ellas habrían hecho lo mismo. Lo harían simplemente por reírse de ella, por bajarle los humos. Iba a ser un linchamiento social: se quedaría con la fama y luego todos se acordarían de Sandra, la tía esa que iba de pibón y sólo era una calientapoyas. Y antes de eso le esperaban otros tres años de clase en el instituto, que sería un infierno, y eso sólo si no resultaba que en la universidad había alguien que la conociera. En ese caso iba a estar marcada de por vida. No podía permitirlo, tenía que hacer algo.

Marcos conducía con un cabreo de la hostia, estaba deseando dejar a la puta niñata en su barrio y olvidarse del tema. "Me molestan las bragas", había dicho la muy zorra. ¿Y se suponía que eso no significaba nada? No me jodas...

-Marcos.

La miró irritado.

-¿Qué?

-Para el coche.

-¿Por qué? ¿Dónde? No me jodas, ¿ahora qué quieres, no ves que vamos por la carretera?

-Salte por ahí, como yendo a la uni.

Marcos suspiró, pegó un acelerón y entró en la zona universitaria preguntándose por qué coño no la mandaba a tomar por culo y la dejaba en su puta casa. Aparcó junto a unos setos bastante altos, miró a Sandra y le dijo "y ahora qué".

Sandra, en silencio, mantenía los ojos en el suelo. Se giró despació, siempre mirando hacia abajo, y muy lentamente se inclinó y le abrió la bragueta a Marcos. Con cuidado le sacó la poya y la sujetó: estaba un poco pringosa, con el capullo medio fuera. Marcos tragó saliva y Sandra empezó a masturbarlo muy despacio, subiendo y bajando la mano mientras lo besaba en la boca. Marcos suspiraba y acariciaba con su mano el pelo de Sandra. Después empezó a hacer un poco de presión y, al no notar demasiada resistencia, dirigió la cara de Sandra hacia abajo. Sus labios rodearon su pene y él cerró los ojos.
.... .... .... .... .... ....
Al día siguiente, Sandra fue muy avergonzada al instituto: no debía haberlo hecho, aunque fuera por mantener su reputación. Ahora se sentía sucia, no le había gustado nada. Menuda mierda, ahora tendré que cruzármelo por los pasillos y me mirará sabiendo lo que pasó. Me odio. Soy más tonta...
Así llegó Sandra al insti, subió las escaleras y saludó a unas chicas de su clase. Dejó su mochila en el respaldo de la silla y se fue al baño. Se estaba lavando las manos cuando una chica de la clase de al lado -era la hermana de Marcos- apareció detrás de ella en el espejo:
-Espero que te laves bien con jabón, no sea que te huelan las manos a poya.
A Sandra le entró pánico:
-¿Qué dices?
-Digo que ayer mi hermano me dijo que eras mazo de guarra y que le hiciste una paja.
Sandra se puso colorada:
-¿Pero qué dices? Eso se lo ha inventado.
-¿Sí? Pues no es lo que él dice, y los de mi clase te vieron ayer meneando el culo por el parque como una puta barata. Dicen que te montaste en el coche como una guarra.
-Pueden decir lo que quieran, me da igual: yo sé que es mentira.
-Seguro -la chica empezó a pavonearse mientras salía al pasillo y decía en voy muy alta-, no te preocupes: ya se ha encargado mi hermano de decirles a todos que la chupas bien, puede que a partir de ahora te ganes una pasta chupándole el rabo a los de bachillerato. Parece que se lo han ido contando unos a otros por el Messenger.
Sandra salió detrás de ella al pasillo y trató de hacer que se callara, pero venían ya los profesores y no hizo falta:
-Venga, las dos a clase -dijo el de Matemáticas, que esperó a que Sandra entrara en el aula.
Al entrar, esta vio cómo todos la miraban riéndose de ella: todos lo sabían. Sólo el profesor ignoraba esta incómoda situación. Sandra se sentó en su mesa y al ir a sacar sus cosas vio que en su mesa ponía: "eres una zorra". Cuando las chicas vieron su cara al leerlo se empezaron a reír en voz alta. El profesor mandó callar y Sandra empezó a llorar en silencio, antes de salir corriendo al baño.
-¿Qué te pasa, Sandra? -y luego a la clase- ¿le pasa algo?
Miryam, con una sonrisa enorme, aclaró la situación al profesor:
-Le habrá sentado mal algo que ha comido.
Y todos se rieron otra vez. Eran risas afiladas como cuchillas, preparadas para un auténtico linchamiento.

Una bella mañana

Me paso la lengua por los dientes. Noto un fuerte sabor a sangre en los incisivos superiores. La piel de mi cara está hinchada y siento como si llevara una aguja clavada en cada poro.

El sudor corre por mi frente y percibo el olor salado o ácido de mi piel.

Miro hacia arriba y veo el maletero de un coche y el capó de otro. Los veo desde abajo porque estoy tirado en el suelo, con uno a cada lado. Intento darme la vuelta y mis costillas se resienten. Mi mirada se pierde en una mancha de pis seco que rodea la rueda más cercana a mi cabeza.

Tengo el pie encajado de alguna manera contra el bordillo y al intentar moverlo me cago de dolor, así que al final desisto: la postura no es tan incómoda, siempre puedo esperar a que muevan el coche. O podría quedarme aquí, da igual.

Empieza a entrarme sueño, me noto agotado y mis párpados echan el cierre.

De hecho, aquí se está bastante bien.

sábado, 29 de septiembre de 2007

Fly Away

Lo siento por todo mi cuerpo. Como una lengua ardiente. Es la radiación. Traspasa mi piel y llega hasta los huesos, se clava en mí como una bala en un tablón de madera. Y me mata por dentro. Noto cómo empieza a pudrir mi cuerpo. La corrupción. Podredumbre. Sonrío con dientes amarillentos y la saliva espesa de mi boca me cae sobre el pecho. Ya da igual, porque me estoy muriendo y no voy a andarme con escrúpulos. Vomito algo verde y mis ojos se clavan como cuchillas en el público. ¿Os gusta esto, cabrones? ¿Queréis más?

Sé que soy sólo un espectáculo, que mi vida no vale nada. No desde que maté a esos críos. Se reían de mí, yo lo sabía. Estaban al otro lado de la calle. No me arrepiento. Se reían sin parar y supe que yo era el motivo. Ahora ya no se reirán de nadie más. Crucé la calle y los maté. Al menos a un par, el resto consiguió huir. A uno le abrí la cabeza contra la pared. Debían de tener dieciséis años. La flor de la vida. Y un huevo.

Y ahora aquí estoy. Me están ejecutando. Ni silla eléctrica, ni inyecciones ni hostias: con radiación. Mitad ejecución mitad espectáculo. Probablemente siempre ha sido así. Y yo aquí, notando cómo mis órganos internos explotan y sabiendo que me lo merezco.

Menuda mierda...

sábado, 22 de septiembre de 2007

Ron ron ron sin la botella de ron

-No hay amigos, tío.
-No los hay.
-Crees que sí, pero no. Te engañas.
-Te dices: esta gente me apoya, son mis amigos.
-Intentas pensar que es cierto, lo necesitas.
-Pero no te sirve.
-No.
-Al final siempre acabas quedándote tirado.
-Y lo peor es la gente en la que confías.
-Si es que realmente confías en alguien.
-Sabes que no: ni en ti mismo.
-Cuando te quedas solo es cuando te das cuenta.
-Cuando piensas que esto es a lo que has llegado y te preguntas por qué.
-Pero sabes que en el fondo da igual: dentro de poco todos muertos.
-Y nadie se acordará.
-Exacto.
-Que le den.
-Que nos den a todos: pensaré en mí mismo.
-Mejor no pensaré en nada.
-En nada.
-Joder...
Esto es lo que oí anoche. Lo iba diciendo un borracho que se acercaba andando solo por la calle. Mis amigos y yo lo vimos pasar y nos reimos en silencio de él, porque hablaba solo. Estábamos bebiendo en la calle y el hombre apareció murmurando todo esto y desapareció. Nosotros nos miramos y nos echamos unas risas alcohólicas.
Sabíamos que eso a nosotros nunca nos pasaría.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

un gran escritor

Conocí a un tipo que por cada línea que escribía se hacía un corte en la piel.

Todo su cuerpo estaba marcado por heridas y cicatrices.

Las chicas lo detestaban, hasta las que disfrutaban de su poesía.

Resultaba mucho más fácil conocer lo que escribía que conocerlo a él.

Una vez lo vi en un bar con un bloc de notas: apuntó algo y se cortó con una navaja.

Lo echaron, pero yo pensé que era un ser admirable.

Me acerqué y le pregunté por qué hacía eso, qué sentido tenía ese ritual.

Me contestó:

A uno tiene que dolerle lo que escribe, porque escribir es un crimen.

Y se alejó con los hombros encogidos, envuelto en un aura de misterio.

Desde entonces, por cada corte que me hago afeitándome, escribo una línea.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Nueva vida

Llevo dos horas asomado al balcón.

Todo comenzó cuando mi corazón se desmoronó y fumar ya no servía de nada: no podía matarme tan rápido como yo deseaba, no podía calmar los latidos en mi pecho. Entonces salí al balcón y empecé a pensar.

Llevo dos horas asomado al balcón y hace por lo menos media que está lloviendo. Empapado por fuera y sangrando por dentro, me duelen los nudillos de apretar el hierro oxidado de la barandilla.

"Jamás pensé que esto sería así", me decía a mí mismo al colgar el teléfono. "¿Qué le ha pasado a mi vida? ¿En qué la he convertido?"

Tiemblo de frío, o al menos eso es lo que me digo para tranquilizarme. Noto en la espalda el calor que se escapa por la ventana. La calefacción. Ojalá pudiera expulsar el frío que tengo dentro.

Pronto.

Cuando ella llamó me dije a mí mismo que todo iba a mejorar: "Pronto saldrás de esta situación y todo irá mejor." Qué ingenuo. Debería de haberlo sospechado y haberme quedado en la cama. Sabía, algo interior me lo decía, que hoy no debía moverme de la cama, que tenía que huir de este día como fuera. No debería haber hecho caso al timbre del teléfono, pero era un sonido tan desagradable... Como los gritos de un bebé enfermo. Tenía que interrumpir ese ruido o me volvería loco.

Y ahora aquí estoy. Ya nunca me volveré loco. No tendré tiempo.

Noto cómo las lágrimas caen por mi rostro siguiendo el mismo recorrido que las gotas de lluvia. Todo va hacia abajo hoy. Miro por encima de la barandilla: ocho plantas hacia abajo. Aprieto más el hierro empapado.

"Esto es a lo que has llegado, chaval, lo has estropeado todo."

Y eso es lo último que digo en esta vida, antes de saltar.

Y salto.

Salto y caigo, con mayor o menor fortuna, sobre una pila de libros que tengo tirada junto a la ventana. Ya no importa pisarlos, se acabó. Abro un cajón, cojo las llaves del coche y bajo a la calle. Empapado, me siento en el asiento del coche y presiento que esto es lo mejor que puedo hacer: abandonar esta vida.

------------------------------------------------------------------------

Después de haber conducido ocho horas sin parar, estoy en la frontera con Francia. No sé exactamente cuándo la he pasado, pero de repente todas las señales estaban en francés. Paro en una gasolinera para repostar y aprovecho y me compro un sandwich. La chica que me atiende es bastante guapa. Cuando me da las vueltas, le digo gracias.

-Gracias.

Son las primeras palabras de mi nueva vida. ¿Qué significan? No lo sé, pero en cuanto las pronuncio empiezo a sentir como un calor en el pecho, empiezo a relajarme y a estar más tranquilo.

"Cojo el coche y desaparezco. Nunca nadie sabrá nada más de mí. Así tiene que ser: empezaré una nueva vida."

Me siento en el coche con la puerta abierta y dejo que unas gotas de agua me humedezcan el pelo. Me acaricio la cara, contento de estar vivo, y me marcho.

El golpe de la puerta suena como un cuerpo contra el suelo.

Y me marcho

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Lamiendo piedras

No me gustan las personas: son estúpidas, aburridas y egoístas. Entre otras cosas. Quizá por ello no suelo relacionarme con los demás.

Yo siempre me he sentido más como un lagarto. Esto no quiere decir que me gusten los reptiles, todo lo contrario. Pero es que yo, sea lo que sea, siempre he de detestar a mis congéneres.

Mucha gente piensa que los lagartos son animales estúpidos y aburridos. Egoístas probablemente no, pero sí fríos y amenazadores. Por eso me gustan los lagartos: el ser humano los desprecia, se queda helado de miedo al ver el reflejo de su propia muerte en los ojos de un lagarto. Espero que algún día alguien vea eso mismo en mis ojos.

Como todo buen reptil, soy silencioso y solitario, aparento estar tranquilo siempre y me gusta descansar al sol. Cerca de mi casa hay un sitio perfecto para ello: una era vacía, un auténtico socarral, donde no hay nada más que piedras, algún arbusto seco y cacas de perro. La gente saca a sus perros por allí, de modo que no está muy limpio, pero eso a mí me da igual.

Cada día al mediodía, cuando el sol está en todo lo alto y quema con más rabia, salgo a la era y me paseo un rato con las manos en los bolsillos. Me gusta oír el crujido de la arenilla bajo las suelas de mis zapatos. De vez en cuando me agacho y cojo un poco de arena y la mantengo en el puño cerrado o me la paso de una mano a la otra. El calor que desprende me reconforta. Luego, con los dedos polvorientos colgando en los extremos de mis extremidades, me acerco a lo que yo llamo el Valle de Piedras.

El Valle de Piedras es un socabón bastante grande que está lleno de piedras: las más pequeñas son del tamaño de una rueda de coche, las más grandes son simplemente enormes. Tienen un tacto áspero y seco, y me gusta acariciarlas con la yema de mis dedos. Me paso un buen rato de la tarde así.

Lo que más me gusta de este sitio es que queda oculto a las miradas de la gente y no se te puede ver desde ninguna de las ventanas de los pisos más cercanos. Hay que llegar hasta él para ver lo que hay dentro.

Cuanto más tiempo me dedico a acariciar las piedras más concentrado estoy. Sumido en otro mundo, en una especie de mundo onírico o extrasensorial al que me llevan las sensaciones que recorren mi piel, entro en un trance similar al de un chamán. Según esta sensación se apodera de mí, voy quitándome la ropa hasta acabar desnudo. Es entonces cuando empiezo a lamer las rocas.

Por algún motivo desconocido para mí, disfruto lamiendo las rocas, sintiendo la áspera piel pétrea sobre mi lengua y tragando el polvo que las recubre. Como si fuera una especie de rito de comunión con la naturaleza, revuelco mi cuerpo desnudo entre las piedras, me subo por ellas y me oculto en los huecos con sombra que se forman entre las que quedan superpuestas. Mi piel entera se llena de polvo, de arenilla, creándose como una costra que me protege y me sirve para ocultarme: la piel de un lagarto.

Y así me paso unas cuantas horas hasta que por fin vuelvo en mí, entonces el lagarto que soy se esconde de nuevo bajo mi forma humana y regreso a casa colocándome la ropa sobre los huesos.

Cuando salgo del socabón, la gente que pasea a los perros me mira raro, deben de pensar que soy un drogadicto o un pervertido. Pero no, yo soy una persona normal.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Amor verdadero

Ella era una pinhead, él uno de los enanos del Circo LaTerre.

Se conocieron en una fiesta que dieron los muchachos del circo. Entre ellos estaban Jimmy, el Niño Medusa; Maggy, la Lechera; Patroclo, el Forzudo Griego -también llamado Atlas-; el Hombre Mitad, al cual le gustaba que lo llamaran Ed De, y unos cuantos más.

Ella se llamaba Jill. Era un nombre muy bonito. De hecho, tan bonito que cuando la enfermera que asistió a su parto vio a la niña, sugirió a los padres que le pusieran un nombre cualquiera y guardaran este nombre para una hija mejor. Los padres lo pensaron, pero no querían tener más hijos y los bordados de la ropa de bebé ya no podían cambiarse. De todas formas tampoco querían tenerla a ella ya. Jill había sido un bello proyecto: el último intento de salvar su matrimonio, esta vez mediante el cariño mutuo a un bebé. En cuanto la vieron, ambos empezaron a pensar en el divorcio. La pobre Jill acabó en un orfanato en el que pasó su infancia, antes de que un circo ambulante la comprara a uno de los bedeles por una pequeña suma de dinero y un barril de cerveza. "Llévense a ese engendro y hagan lo que quieran con él", comentó el hombre. "Yo diré que se ha escapado y empezarán a buscarla, así que si alguien la encuentra y les pregunta, ustedes la vieron deambulando por el campo y le dieron un trabajo. Nadie dirá nada, porque a nadie le importa."

Esa fue más o menos la historia de Jill: fue pasando de un circo a otro -tres en total- hasta acabar en manos de un amistoso cuidador del Circo LaTerre. Debido a su minusvalía psíquica, había sufrido abusos de todo tipo, tanto físicos como psicológicos, y tenía marcas de fustas o látigo por la espalda y los brazos, de modo que tenía a este cuidador para encargarse de que nada le pasara. A pesar de todo, ella era pura ternura: quería a todo el mundo por igual y le encantaba abrazar a sus amigos. Fue así hasta que conoció a Dean el Enano. Entonces sintió algo mucho más profundo, algo nuevo. Ella no sabía de qué se trataba -se podría decir que su cerebro de veinticinco años se había desarrollado hasta tener las capacidades mentales de una niña de cuatro o cinco. Más bien cuatro. Así que allí estaba ella, prácticamente subnormal y sin embargo empezaba a sentir algo especial en su cuerpo.

Lo que Jill sintió no es amor: nadie lo definiría así. De hecho, cualquier persona -da igual si es una buena o una mala persona- diría que se trataba sólo del afecto entre dos pobres enfermos. Dean el Enano, sin embargo, hubiera contestado: "Y una mierda". Y es que lo que Jill sintió al conocerlo fue excitación. Sí, amigos: el cuerpo femenino de Jill comenzó a lubricar y ella de algún modo infantil y juguetón, empezó a sentirse... Cachonda, digamos. Nadie le dio demasiada importancia a que se rascara más a menudo el pubis, es algo que a ninguna persona con una minusvalía psíquica se le tiene en cuenta. De hecho, su cuidador empezó a preguntarle: "Jill, bonita, ¿tienes que ir al baño?" Y ella negaba con la cabeza sin dejar de mirar de reojo a Dean.

Como ya he dicho, nadie parecía darse cuenta de lo que pasaba, en parte porque nadie quería darse cuenta de ello. Afrontémoslo, resultaba tan incómodo -hasta para Ed De, el Hombre Mitad- que todos supieron esconder ese pensamiento en su cabeza y continuar con su vida feliz. Sí, continuar con su vida feliz como atracciones de feria. Hay que tener en cuenta que cuando una persona empieza a prosperar, nuevos pensamientos de orgullo y ambición comienzan a ocupar su mente y, a una escala apropiada, la mente de los muchachos del circo podía compararse con la de cualquier estrella de cine. La mayoría se sentía bastante orgulloso de su peculiaridad o, como mínimo, lo veían como algo con lo que poder ganarse la vida honradamente y con cierta dignidad. Más dignidad que la que tendrían intentando escapar de las piedras de los chicos del pueblo día tras día.

Me estoy yendo un poco del tema: nadie pareció darse cuenta de que nuestra amiga Jill estaba más excitada de lo normal. Nadie salvo Dean el Enano, que sabía muy bien reconocer la lujuria en los ojos de una mujer. Incluso en los ojos de una pinhead.

Dean el Enano era un tipo hecho al mundo: jamás se había dejado amilanar por los chavales que le perseguían y les plantaba cara hasta que estos solían retroceder asustados. Su infancia no fue bonita, fácil ni agradable, de modo que pronto decidió que no tenía por qué aguantar la mierda de ningún niñato cuya vida fuera bonita, fácil y agradable. Si querían reírse de él por su físico, que se atrevieran a hacerlo en su cara. Si después conservaban la nariz, podían darse por afortunados: el mordisco de Dean no sólo era temible sino también temido.

Con una personalidad así, se podía decir que Dean el Enano era una persona de menor tamaño que la mayoría, pero de mayor talla y valor que muchos de los hombres con los que tenía que enfrentarse. Era un hombre hecho y derecho, sereno, capaz y que se sentía muy a gusto con su cuerpo. Visto así, no es de extrañar que poseyera una gran autoestima y un inexplicable atractivo para muchas mujeres. Bueno, si es de extrañar o no, no lo sé, pero era así. Muchas amas de casa, aburridas de sus pueblos, de sus predicadores y de sus maridos alcóholicos e incapaces de un empalme aceptable -si es que tenían algo que empalmar-, se escapaban de noche de sus ranchos y andaban varias millas por la oscuridad del campo hasta la carpa de feria.

Dean el Enano siempre sabía cuándo una mujer iba a hacerle una visita y la esperaba escondido. Cuando ella llegaba, con cierto nerviosismo y miedo, siempre estaba a punto de dar media vuelta. Alguna incluso llegaba a hacerlo. Pero nunca lo hacían cuando Dean el Enano aparecía en la oscuridad, por detrás y lo veían al girarse. Al principio se asustaban siempre, pero eso también es normal: algo que se mueve en la oscuridad... Entonces él las cogía de la mano con dulzura y las llevaba entre las sombras a su carromato, donde tenía un farol y ellas ya podían verlo bien. Las hacía pasar y las tumbaba en su cama -una cama grande en la que se podían hacer muchas cosas- y las empezaba a desnudar.

Normalmente, para cuando Dean el Enano acababa de comerles el coño, esas aburridas amas de casa se sentían ya como Bonnie Parker atracando un banco. Saboreaban la adrenalina de estar haciendo algo malo y prohibido -así veían el hecho de cometer adulterio, y encima con un enano-, mezclada con la excitación sexual y el placer de una buena comida de coño. Entonces era cuando Dean subía un poco para arriba y se sacaba la poya. No es que fuera tampoco un cacharro inmenso, no vamos a engañarnos, pero tenía por lo menos sus buenos quince centímetros de duro empalme y eso era mucho más de lo que los maridos de estas mujeres podían ofrecerles. De modo que se las follaba una tras otra y ellas volvían a casa poco antes del amanecer con el sexo empapado y dolorido, con un andar algo torcido, y con la sensación de saber por fin cómo son las cosas cuando se hacen bien. Alguna volvía a la noche siguiente, pero la mayoría al llegar a casa y hacer como que se acababan de despertabar, pillaban a sus maridos por banda y les enseñaban lo que es bueno: "O dejas de beber esta mierda y me satisfaces o te puedes largar a tomar por culo." Aunque también puede ser que Dean el Enano exagerara un poco al describirme todo esto. Era un enano, pero le gustaba hacer las cosas a lo grande.

De modo que -volviendo un poco al tema que nos ocupa- Jill vio a Dean, se empapó y Dean fue el único que se dio cuenta. La cena en cuestión transcurrió con total normalidad: Dean el Enano se divirtió sin prestar la más mínima atención a Jill y esta, como no sabía ni lo que hacía ni lo que estaba pasando, se limitó a comerse su comida, abrazar a todos -sobre todo a su cuidador- y a mirar frecuentemente de reojo a Dean el Enano. Así quedó la cosa hasta que se volvieron a ver.

En la segunda ocasión, tuvieron oportunidad de llegar a hablar: Jill jugueteaba con Maggie la Lechera -una mujer con unos pechos inmensos- y Dean estaba ayudando a limpiar al elefante. Como breve inciso, diré que Maggie la Lechera no se llamaba así por la exhorbitada dimensión de sus pechos, sino por su cara de vaca. En algún momento el jefe de circo había decidido que "Maggie Cara de Vaca" no era lo suficientemente glamouroso ni respetuoso para Maggie y de ahí vino su apodo de lechera. Es una historia rica en personajes secundarios, ¿qué quieren que yo le haga?

Dean el Enano se acercó a Jill, la cogió de la mano y con toda la caballerosidad del mundo, se la besó. Jill se sonrojó un montón y trató de tapar su enorme sonrisa con el dorso de la mano, cosa que divirtió a Maggie, que empezó a pellizcarle la tripa y a decirle: "Uy, si se pone roja cuando le cojen la mano". Jill y Dean sonrieron: Jill sin saber por qué, Dean porque sabía que a Maggie ni se le pasaba por la mente que Jill pudiera estar sexualemente interesada. Cuanto más tiempo tardara nadie en empezar a sospechar, mejor. Dean se despidió y continuó regando a Pippo el elefante con la mangera. Dean el Enano esperaba que sus brazos fuertes no le hubieran pasado desapercibidos a Jill, aunque yo supongo que la pobre no debía de haber notado nada. Y aunque lo hubiera notado, probablemente no habría llegado a ninguna conclusión.

Al día siguiente, cuando Dean el Enano daba de comer a Pippo el elefante, Maggie y Jill aparecieron de nuevo. Maggie se disculpó, pero le dijo que tenía dejársela un momento: tenía que coser el traje de uno de los payasos y Jill estaba empeñada en que quería ver al elefante. "Te la dejo un rato, no te importa, ¿verdad?", volvió a disculparse. Dean hizo como que le daba igual y sólo le pidió que no tardara mucho en volver a por ella. "En una hora estaré aquí", respondió Maggie. Dean el Enano ocultó su alegría con un suspiro triste y Maggie la Lechera prometió que se daría prisa.

Cuando se fue, Dean estuvo un rato sin hacer nada, mojando el lomo de Pippo. Cuando consideró que ya estaba lo suficientemente limpio. Llamó a Jill a su lado y le enseñó a coger la manguera y regar al elefante. Jill estaba exaltada: podía jugar con el elefante y a la vez estar con Dean. Se sentía tan feliz que empezó a mojarse los pies con el chorro de agua. Dean el Enano la miró con cariño y supo que estaba delante de una chica especial. Entonces, impulsivamente, cerró el grifo, cogió a Jill de la mano y se la llevó a la esquina donde estaba la caseta donde guardaban los cacharros de aseo para el elefante. Dean el Enano metió a Jill en la caseta y en la semioscuridad, entre nubes de polvo que flotaban a su alrededor, fruto de las apresuradas pisadas con las que habían entrado, la besó. Jill no sabía qué estaba pasando, pero le encantó. Cuando Dean el Enano separó sus labios de los suyos, ella lo abrazó y sintió que ese tipo bajito que tenía delante realmente era especial, aunque no sabía por qué. Hora y media más tarde apareció Maggie la Lechera y se llevó a Jill, que estaba dando de comer a Pippo y se despidió cariñosa de su amigo Dean.

La historia continúa con fugaces encuentros en el cobertizo del elefante, besos apasionados -hasta donde yo sé- detrás de los escenarios durante la función y poco más. Pasó un mes tras otro, una ciudad tras otra y Dean el Enano y Jill mantenían esta relación secreta sin que nadie sospechara nada. Las mujeres habían dejado de acercarse por la noche a la carpa -o al menos Dean no salía a buscar a ninguna a la oscuridad de la noche, de modo que si fueron tuvieron que volverse decepcionadas- y parecía que nunca iban a dar el gran paso. Dean el Enano respetaba profundamente a Jill y no deseaba precipitarse: cuando Jill diera el primer paso, entonces él se entregaría totalmente. Hasta entonces, Dean el Enano seguiría durmiendo sólo y soñando con los brazos de su amada Jill.

Y así fue hasta que llegó el día en que Jill no pudo dormir. Aquel día, más bien aquella noche, llovía mucho y el agua golpeaba con furia el carromato de Jill, que tenía mucho miedo y no quería dormir sola. Sabía que su gran amigo Dean estaría encantado de dormir con ella, porque Dean la abrazaba de una manera especial y la besaba mucho, de modo que, tal cual estaba, con el camisón de dormir, salió a la noche en medio de una furiosa tormenta y buscó el carromato de Dean.

Dean no se había dormido y estaba fumando un pitillo con la ventana entreabierta cuando vio pasar una figura bajo la lluvia. Un relámpago iluminó el cuerpo empapado de Jill y su mirada perdida y asustada. Dean salió corriendo fuera y la buscó en la oscuridad. Jill estaba aterrada: jamás debería haber salido, estaba perdida y sabía que iba a morir. Ninguno de sus amigos estaba allí y podía abrazarla. Estaba realmente perdida. Salvo por ese enano empapado que se acercaba apresuradamente. Dean al rescate.

La cogió como pudo, la llevó al carromato y la sentó en su cama. No sabía qué hacer: no tenía ropa de mujer y su talla jamás bastaría para cubrir el cuerpo grandote de Jill. Dean pensaba y pensaba, y a la vez miraba aterrado el camisón mojado de Jill y seguía pensando. En algún momento dejó de pensar y centró su atención sólo en el camisón. Dean se acercó a Jill y tocó su vestido, le dijo a Jill que estaba empapado y Jill, que todavía estaba muy nerviosa por la tormenta, se encogió de hombros. Dean le enseñó que su ropa también estaba mojada y puso la mano de ella sobre su camiseta. Jill sonreía y pasaba la mano por su camiseta. Se tranquilizó y cogió a Dean entre sus brazos y lo estrechó contra su pecho. Estuvieron abrazados un montón de tiempo. El tiempo exacto de cuatro relámpagos. Después del cuarto, ella aflojó y Dean el Enano pudo volver a respirar con normalidad. Entonces, sin alejarse tampoco mucho, Dean la besó.

Esta vez fue distinto para ambos, porque la besó con lengua, y eso nunca antes lo habían hecho. Por eso decía que no sabía cuán apasionados habían sido sus besos. Un beso sin lengua puede ser muy apasionado, pero este no tenía nada que ver con los anteriores: era un beso lascivo. Y Jill no lo entendió pero lo notó. Supo -o mejor dicho, intuyó- que esto le gustaba y quiso más. Y cuanto más quería más se empapaba, y esta vez no tenía nada que ver con la ropa ni con la tormenta.

No sé cuántos besos se dieron en aquel momento, ni cuánto tardó en ir a más la cosa, pero sé que al rato Dean empezó a acariciarle los pechos y le quitó el vestido. Ella temblaba de frío y se metieron de prisa bajo las sábanas. Hasta aquí llega lo que yo sé: por primera vez Dean el Enano decidió que era demasiado caballero como para contar secretos de alcoba y guardó oportuno silencio de lo que pasó aquella noche. Hasta el día de hoy sólo sé que mantuvieron relaciones sexuales y que ella no se quedó embarazada. Quizá no podía, pero no voy a ir tan lejos en mis suposiciones. Eso sí, he intentado ponerlo un poquito más interesante: ya me entendéis.

Como veo que la extensión de mi relato empieza a acabar con vuestra paciencia, dejaré la conclusión de la historia para otro momento en que estemos reunidos como en el día de hoy. Sólo os adelantaré que Dean el Enano y Jill empezaron a verse muy a menudo y alguien se acabó dando cuenta... ¡Y se enfrentó con Dean en una pelea a cuchillo! Nunca sospechó nadie que esa otra persona también estaba perdidamente enamorada de la pobre Jill y que no renunciaría a su amor por un enano salido de mierda. Queda historia a raudales, ¡ya veréis!

sábado, 1 de septiembre de 2007

Happy and Bleeding

Habían sido amigas íntimas desde hacía muchos años. Por lo menos desde el colegio, aunque hubo un tiempo en el instituto en que la relación se relajó mucho. De todas formas llevaban juntas el tiempo suficiente para conocerse de sobra las unas a las otras. Al menos eso pensaba Berna. Lo que las otras dos pensaban le resultaba una incógnita. Sólo sabía que, pensaran lo que pensaran, entre sí estarían de acuerdo: Raquel y María casi nunca discutían, coincidían en todos los temas importantes y no solía haber discrepancias por parte de una respecto a las opiniones de la otra. En cambio, Berna solía causar casi todas las disputas. Y solía ser por tonterías.

De este modo habían ido pasando los años para todas y ahora estaban en un período difícil de sus vidas. "Todos son difíciles", se decía Berna, "pero la dificultad proviene del número de cambios que surjan a la vez y de cómo cambien tu vida". Ella sabía que la pérdida de esta amistad cambiaría radicalmente la suya. Significaba una pérdida irrecuperable de un vínculo con su niñez. Esas dos chicas conocían cada detalle de su pasado casi tan bien como ella misma y sabían perfectamente cómo pensaba. Incluso cuando ella intentaba ser independiente y actuar de manera menos condicionada por el grupo, las otras dos sabían que sólo era pose. Sabían que en realidad sólo quería llamar su atención. Lo sabían y eso a ella le molestaba mucho. "No me gusta que me digan cómo soy. Y menos cuando ni yo misma lo sé."

Así pasaban los días mientras sus vidas iban tomando caminos distintos y sus maneras de ser se desarrollaban de maneras diferentes. Por algún motivo, esto pasaba sólo con Berna. Ellas parecían estar siempre tan de acuerdo, tan convencidas de todo lo que decían... Berna se sentía débil frente a la decisión que manifestaban sus amigas y fue creando una mezcla de complejo de culpa y leve resentimiento que la corroía por dentro. Cada vez que no estaba de acuerdo, se decía a sí misma: "Es culpa tuya, siempre le das demasiadas vueltas a las cosas y te acabas perdiendo entre las palabras." Y sabía que eso tampoco era cierto, que en realidad sus amigas lo que hacían era defender su amistad con uñas y dientes evitando discutir y contradecirse mútuamente, evitando cualquier cosa que pudiera dañar su relación. Lo que Berna no sabía era hasta qué punto se trataba de algo inconsciente y hasta qué punto ellas también se daban cuenta de lo que hacían.

De modo que Berna veía poco a poco cómo su amistad se iba a pique. De hecho, a ella le parecía que todo se desarrollaba a pasos agigantados. Sentía que de la noche a la mañana su vida daría un vuelco y que no estaba preparada para asumirlo. No de verdad, no sin sufrimiento. No sin alimentar más rencor. Y sabía que ese momento se acercaba cada vez que Raquel y María fantaseaban sobre la idea de vivir juntas, una idea que parecía más bien una certeza: sabían que iban a vivir juntas dentro de poco. Esto a Berna no le resultaba agradable: primero porque sabía que ella jamás podría vivir con sus amigas -ni siquiera con una sólo-, ya que, por su personalidad retraída, le gustaba estar sola y encerrarse en su mundo interior, donde ella podía controlar las cosas. Para ella los amigos eran muy importantes, pero como desde el colegio siempre había estado sola, o al menos se había sentido así, no acababa de congeniar con la gente. Y segundo, porque sabía que acabarían discutiendo en menos de una semana y lo último que deseaba era acelerar el proceso de separación.

Este proceso era inminente y su resultado sería la definitiva exclusión de Berna de las vidas de sus amigas. Y encima tendría que aceptar el hecho de que la pérdida lo sería sólo para ella, que sus antiguas amigas seguirían estando perfectamente, apoyándose entre sí, sin su presencia. La certeza de que no la echarían de menos era lo que más daño le hacía. Era consciente de que ella era la que sobraba en la ecuación y que no tardarían en dejarla de lado, pero se sentía atrapada en un tren que no podía controlar y que estaba llegando a una parada en la que no quería bajar. Y sabía que cuando se abrieran las puertas ellas la obligarían a hacerlo. No es una metáfora muy lograda, pero ella se sentía exactamente así. Casi podía oler su propia adrenalina cuando, por las noches, el pánico le impedía dormir y pasaba horas dando vueltas en la cama, mirando las sombras en el techo y deseando desaparecer, marcharse lejos y que nadie supiera dónde estaba. "Parece más fácil empezar una vida nueva que salvar los pedazos de la que se ha estropeado", se decía Berna ya de madrugada, agotada, poco antes de caer en un sueño intranquilo, uno de esos de los que uno despierta convertido en un enorme escarabajo.

Finalmente, como era de esperar, llegó el día en que Raquel y María encontraron un piso en el que vivir. No era gran cosa, pero tenía dos habitaciones normalitas, un comedor acogedor, una cocina, un baño con ducha y un balconcito pequeño que daba a una calle y a un descampado. "En realidad, es perfecto", pensaba Berna, que ahora no sólo se sentía mal por estar perdiendo a sus amigas sino que encima envidiaba su piso. "No debería haberlas acompañado. Es como si me estuvieran señalando el final de nuestro camino juntas, como si quisieran que viera dónde van a ser felices sin mí, dándole apariencia física a lo que antes sólo había sido un terror indefinible. Es casi siniestro", pensaba mientras contemplaba la puesta de sol desde el balcón. Permanecía en él porque, tras pasar fugazmente por el resto de habitaciones de la casa, había sentido la enfermiza necesidad de salir de allí, de escapar. El balcón era un refugio que al menos no llamaría la atención de sus amigas. Los coches pasaban en la lejanía por una carretera que había más allá del descampado.

-Bueno, ¿nos vamos? -dijo María desde el comedor. Berna se giró y la vio plantada en el centro de la habitación, como si esta ya fuera completamente de su posesión. Sabía que dentro del nuevo orden de las cosas ella no podía estar allí. Se encontraba en una situación increíblemente incómoda. Cerró la puerta del balcón y se dirigió a la puerta de la calle sin decir nada, echando sólo una última mirada al sofá. "Allí se sentarán y se contarán sus cosas. Qué estúpida me siento."

Raquel ya había salido y bajaba por las escaleras unos metros delante de ella. María cerró con llave y el sonido de la cerradura bloqueándose transportó a Berna a otra dimensión, a un sitio en el que sus amigas eran sus verdugos y la dirigían a su muerte. Bajaba las escaleras aterrada y sentía cómo sus piernas flaqueaban. Los pasos de una amiga delante y los de la otra detrás abrían y cerraban la comitiva fúnebre. No sabía si ya la habían matado y veía esto desde su espíritu o si realmente estaba andando y era ahora cuando iban a ejecutarla. Fue al pisar la calle cuando vio el coche, aparcado de cualquier manera en el vasto descampado, y presintió que aún no había muerto. El reflejo del sol poniente en el techo gris del vehículo cegó sus ojos y Berna escuchó el chasquido de los rifles que iban a fusilarla. Se dio la vuelta para mirar a la cara a sus ejecutoras y descubrió que el ruido lo había hecho la puerta del portal al cerrarse. Raquel y María se estaban despidiendo del hombre que les había enseñado el piso. Sonreían de una manera extraña. A Berna esas sonrisas le parecieron falsas, comprendió que en el fondo no eran más que exposiciones de dientes. "Me estoy volviendo loca", se dijo. "Espero que esto acabe cuanto antes."

Dicho y hecho, su deseo se cumplió al instante: sus amigas se dirigieron al coche y las tres se marcharon a casa. Raquel y María iban delante, hablando del piso. Les había encantado y estaban deseando entrar a vivir a primeros del mes siguiente. Algo se rompió dentro de Berna al oír esto: fue como si el momento ya hubiera llegado. Sorprendida, le pareció que le importaba mucho menos de lo que había esperado. "Bueno, todavía falta tiempo para que me haga a la idea del cambio y vea de verdad cómo se desarrolla el asunto. Aún no pueden afectarme las consecuencias porque todavía no se han manifestado."

Y diciéndose esto, buscó en uno de los bolsillos de su pantalón y se puso el mp3. Aunque intentaba no pensar en nada, miraba a los otros coches y se preguntaba cómo serían las vidas de sus conductores, si a ellos también les habría pasado algo así. P.J. Harvey empezó a cantar en sus oídos Happy and Bleeding y Berna sintió de pronto un dolor interno muy profundo, como si al final una bala imaginaria la hubiera alcanzado en el pecho y su alma se estuviera desangrando. Sus amigas seguían hablando animadas mientras ella fallecía lentamente en el asiento de atrás, con la cabeza recostada hacia la ventana y la mirada perdida en el horizonte. Un horizonte que se empezó a nublar cuando la primera lágrima asomó silenciosa.

jueves, 30 de agosto de 2007

A veces me pasa

Hay días en los que realmente no sé lo que hacer. Veo la tele, veo películas, leo libros y revistas... A veces hasta recorto noticias del periódico y hago aviones de papel. Las lanzo desde la ventana del hospital. No es que sea doctor o enfermero, ni tampoco paciente. De hecho, nunca he sido demasiado paciente. Disculpen el chiste malo.

Suelo ir al hospital para ver a la gente que se está muriendo y también a los que les visitan. No lo hago por morbo, pero me gusta estar en contacto con la realidad. Con lo que yo llamo: " la suciedad que impregna las cosas". Digamos que soy un tipo sórdido. Busco y rebusco hasta encontrar la mierda ajena. Me siento delante de un hombre que lee el periódico y lo observo detenidamente: por cómo viste, cómo se mueve y cómo reacciona a mi atenta mirada, sé qué tipo de persona es. Por lo general, todos los hombres suelen ser unos cabrones. Y las mujeres unas putas. Pero son clasificaciones que tengo que desarrollar más, he encontrado algunas ancianas que no poseen esa oculta lascivia, escondida tras finas capas de puritanismo y saber estar, que caracteriza a las mujeres de cierta edad. El resto, sobre todo las jóvenes, todas putas.

Como venía diciendo, hay días en los que realmente no sé lo que hacer. Me refiero a después de haberme masturbado repetidas veces, claro. Son días en los que me esfuerzo por prestar atención a las cosas pero no logro retenerlas en mi cerebro ni por un momento. Cuando me pasa eso, sé que es porque mis átomos se están volviendo locos. En serio, no me tomen por uno de esos excéntricos que cuentan historias increíbles sólo para entretener a la gente. No soy un barón de Münchhausen, por dios...

Lo cierto es que incluso se lo he dicho a algunos médicos que, siempre escasamente sorprendidos, me decían que se trataba de algo psicológico. Probablemente piensen que el Sida también es algo imaginario. Una vez uno, un viejo agrio y tosco, murmuró entre dientes: "se llama resaca". Me enfadé, por supuesto, y le dije que no quería conocer el nombre de su esposa. Otra vez. Sí, mi sentido del humor siempre ha sido como una especie de gemelo malvado que se adueña de mis conversaciones. Inextirpable, créanme.

Habiendo probado con diversos médicos y reticente a hablar con loqueros –esos timadores hijosdeputa-, lo dejé estar. A ver, no es que me pase todos los días, así que tampoco me causa mayor molestia que un dolor de cabeza pasajero.

Bueno, al final ni siquiera he contado a qué demonios me refería con eso de que mis átomos "se vuelven locos", pero es a lo que iba ahora mismo. De verdad. Todo comenzó un buen día, cuando estaba sentado en el sillón y de repente empecé a notar que mi cara goteaba. No era el sudor de mi cara lo que caía sobre mis pantalones, sino mi cara. Pronto pasó lo mismo con todo el cuerpo, que se fue escurriendo por la ropa y el cojín hasta el suelo como un trozo de hielo que resbala por... por algo. Pues igual.

De algún modo mantenía la consciencia -vamos, que oía el televisor y veía el techo del comedor-, pero realmente no lo veía, porque ya no tenía ojos. Era como si pudiera verlo, sólo que desde cada uno de los miles de millones de átomos que formaban mi cuerpo. Bueno, no me detuve a contarlos, pero eran muchos.

¿Qué hace uno cuando se encuentra repentinamente convertido en un charco en su propio salón? Me lo pregunté un buen rato, al menos todo el tiempo que estuve tirado en el suelo la primera vez. La historia es que al rato me desmayé y cuando desperté había recuperado la solidez que un cuerpo humano debe de tener. Bueno, digamos que recuperé mi particular solidez: la verdad es que mi estado físico no es gran cosa.

Lo importante era que había recuperado mi cuerpo y todo parecía quedar relegado a una ensoñación cervecera, a un enturbiamiento cirílico o a una enajenación cerril. No me odien porque disfrute jugando con las palabras, forma parte de mi naturaleza absurda.

Pues eso, durante un tiempo pensé que había sido fruto de mi imaginación y continué con lo que yo considero que es una vida normal. Pero poco tiempo después volvió a pasar: exactamente igual. Y esta vez comprendí que mi cuerpo era así, que no podía hacer nada para remediarlo y que todo esto era real. Las personas de mente clara tomamos las decisiones rápidamente, como pueden apreciar. Una vez establecido esto, empezó lo que para mí viene siendo un entretenimiento más: perseguir cucarachas, pasear por las grietas del entarimado, husmear debajo de las baldosas y, cuando estoy enfadado, estropearles la tele por cable a los vecinos. Esas cosas que ustedes disfrutarían también si su cuerpo se lo permitiera... A veces incluso me escurro por las grietas del edificio y espío a los vecinos. Pero no hay ninguna chica joven. Qué más quisiera yo...

Sólo tengo miedo de que algún día me desmaye antes de haber salido de mi escondrijo. ¿Qué pasaría si mis átomos decidieran recolocarse cuando estoy metido en un agujero de la pared? No quiero ni imaginármelo.

De todos modos, si algún día me pasa, seguro que se enterarán todos ustedes cuando lean la prensa. Y si sobrevivo, prometo contárselo por mí mismo. Si ustedes quieren, cuenten mi historia por ahí, en círculos sociales, en reuniones o compartiendo un café matinal. Después de todo, ustedes no pueden perseguir cucarachas ni nada de eso, así que algo harán con el tiempo que les sobre, ¿no?

martes, 28 de agosto de 2007

Un tipo raro

Aquella noche cogí un catarro tremendo, el peor de toda mi vida. Estaba sentado en mi sillón viendo la tele cuando empezaron los gritos. Apagué la luz de la mesita y me acabé la cerveza en silencio, atento a los ruidos, ajeno al televisor. Luego lo apagué y me levanté, sujetándome el calzoncillo. No sé por qué, pero llevo calzoncillos siempre varias tallas mayor de lo que necesito, de manera que sólo se sostienen por el hecho de que tengo polla. Los días que hace mucho frío caen sin remedio.

El caso es que me acerqué a la ventana y miré hacia abajo. Mi ventana está a unas cuatro plantas de altura y da a un callejón sin iluminación. Entre las sombras se distinguía a una mujer tirada en el suelo y a su lado algo que parecía un hombre con malas intenciones. Parecía que la iba a violar. La chica gritaba y gritaba.

Sin moverme del sitio cogí el teléfono. Estaba junto a la ventana porque suelo tener la costumbre de mirar hacia afuera cuando hablo. Cuando llamo a líneas eróticas también, lo cual quiere decir que a veces me masturbo delante de la ventana. No es que sea un tipo raro, porque no pasa nada: el edificio de enfrente no tiene ninguna ventana que dé hacia mí salvo las de la escalera. Y a las horas que llamo no suele subir ni bajar nadie. No penséis que soy un pervertido.

Al tercer tono lo cogieron. La voz me preguntó qué quería:
-Pablo, no te lo vas a creer. Están violando a una mujer debajo de mi ventana.
Silencio.
-Eres un tipo raro.
-¡Lo digo en serio!
-¿No me estás tomando el pelo?
-No, qué va.
Silencio.
-¿Está buena?
-Parece que sí, ya sabes que no hay mucha luz en el callejón.
-No te creo.
-Que sí, tío, que va en serio.
Silencio.
-Pues grábalo en vídeo, tío.
-Nah.
-¿Por?
-¿Quieres oírlo?
Silencio.
-Vale.
-Pues tendrás que pagar -intento que no se note que me estoy riendo.
-Hijodeputa, voy a colgar.
-Quince euros y abro la ventana. Seguro que estás deseando oírla gritar.
Silencio.
-¿Grita mucho?
-¿Recuerdas esa película que vimos de chavalas rusas?
Silencio.
-Está bien. Pero saca el teléfono por la ventana.

Y así fue como aquella medianoche me cogí el peor catarro de mi vida. Aprended de esto, muchachos: nunca os masturbéis delante de una ventana abierta en pleno otoño. Ni aunque estén follando debajo de vuestra ventana.