miércoles, 12 de septiembre de 2007

Lamiendo piedras

No me gustan las personas: son estúpidas, aburridas y egoístas. Entre otras cosas. Quizá por ello no suelo relacionarme con los demás.

Yo siempre me he sentido más como un lagarto. Esto no quiere decir que me gusten los reptiles, todo lo contrario. Pero es que yo, sea lo que sea, siempre he de detestar a mis congéneres.

Mucha gente piensa que los lagartos son animales estúpidos y aburridos. Egoístas probablemente no, pero sí fríos y amenazadores. Por eso me gustan los lagartos: el ser humano los desprecia, se queda helado de miedo al ver el reflejo de su propia muerte en los ojos de un lagarto. Espero que algún día alguien vea eso mismo en mis ojos.

Como todo buen reptil, soy silencioso y solitario, aparento estar tranquilo siempre y me gusta descansar al sol. Cerca de mi casa hay un sitio perfecto para ello: una era vacía, un auténtico socarral, donde no hay nada más que piedras, algún arbusto seco y cacas de perro. La gente saca a sus perros por allí, de modo que no está muy limpio, pero eso a mí me da igual.

Cada día al mediodía, cuando el sol está en todo lo alto y quema con más rabia, salgo a la era y me paseo un rato con las manos en los bolsillos. Me gusta oír el crujido de la arenilla bajo las suelas de mis zapatos. De vez en cuando me agacho y cojo un poco de arena y la mantengo en el puño cerrado o me la paso de una mano a la otra. El calor que desprende me reconforta. Luego, con los dedos polvorientos colgando en los extremos de mis extremidades, me acerco a lo que yo llamo el Valle de Piedras.

El Valle de Piedras es un socabón bastante grande que está lleno de piedras: las más pequeñas son del tamaño de una rueda de coche, las más grandes son simplemente enormes. Tienen un tacto áspero y seco, y me gusta acariciarlas con la yema de mis dedos. Me paso un buen rato de la tarde así.

Lo que más me gusta de este sitio es que queda oculto a las miradas de la gente y no se te puede ver desde ninguna de las ventanas de los pisos más cercanos. Hay que llegar hasta él para ver lo que hay dentro.

Cuanto más tiempo me dedico a acariciar las piedras más concentrado estoy. Sumido en otro mundo, en una especie de mundo onírico o extrasensorial al que me llevan las sensaciones que recorren mi piel, entro en un trance similar al de un chamán. Según esta sensación se apodera de mí, voy quitándome la ropa hasta acabar desnudo. Es entonces cuando empiezo a lamer las rocas.

Por algún motivo desconocido para mí, disfruto lamiendo las rocas, sintiendo la áspera piel pétrea sobre mi lengua y tragando el polvo que las recubre. Como si fuera una especie de rito de comunión con la naturaleza, revuelco mi cuerpo desnudo entre las piedras, me subo por ellas y me oculto en los huecos con sombra que se forman entre las que quedan superpuestas. Mi piel entera se llena de polvo, de arenilla, creándose como una costra que me protege y me sirve para ocultarme: la piel de un lagarto.

Y así me paso unas cuantas horas hasta que por fin vuelvo en mí, entonces el lagarto que soy se esconde de nuevo bajo mi forma humana y regreso a casa colocándome la ropa sobre los huesos.

Cuando salgo del socabón, la gente que pasea a los perros me mira raro, deben de pensar que soy un drogadicto o un pervertido. Pero no, yo soy una persona normal.

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