jueves, 30 de agosto de 2007

A veces me pasa

Hay días en los que realmente no sé lo que hacer. Veo la tele, veo películas, leo libros y revistas... A veces hasta recorto noticias del periódico y hago aviones de papel. Las lanzo desde la ventana del hospital. No es que sea doctor o enfermero, ni tampoco paciente. De hecho, nunca he sido demasiado paciente. Disculpen el chiste malo.

Suelo ir al hospital para ver a la gente que se está muriendo y también a los que les visitan. No lo hago por morbo, pero me gusta estar en contacto con la realidad. Con lo que yo llamo: " la suciedad que impregna las cosas". Digamos que soy un tipo sórdido. Busco y rebusco hasta encontrar la mierda ajena. Me siento delante de un hombre que lee el periódico y lo observo detenidamente: por cómo viste, cómo se mueve y cómo reacciona a mi atenta mirada, sé qué tipo de persona es. Por lo general, todos los hombres suelen ser unos cabrones. Y las mujeres unas putas. Pero son clasificaciones que tengo que desarrollar más, he encontrado algunas ancianas que no poseen esa oculta lascivia, escondida tras finas capas de puritanismo y saber estar, que caracteriza a las mujeres de cierta edad. El resto, sobre todo las jóvenes, todas putas.

Como venía diciendo, hay días en los que realmente no sé lo que hacer. Me refiero a después de haberme masturbado repetidas veces, claro. Son días en los que me esfuerzo por prestar atención a las cosas pero no logro retenerlas en mi cerebro ni por un momento. Cuando me pasa eso, sé que es porque mis átomos se están volviendo locos. En serio, no me tomen por uno de esos excéntricos que cuentan historias increíbles sólo para entretener a la gente. No soy un barón de Münchhausen, por dios...

Lo cierto es que incluso se lo he dicho a algunos médicos que, siempre escasamente sorprendidos, me decían que se trataba de algo psicológico. Probablemente piensen que el Sida también es algo imaginario. Una vez uno, un viejo agrio y tosco, murmuró entre dientes: "se llama resaca". Me enfadé, por supuesto, y le dije que no quería conocer el nombre de su esposa. Otra vez. Sí, mi sentido del humor siempre ha sido como una especie de gemelo malvado que se adueña de mis conversaciones. Inextirpable, créanme.

Habiendo probado con diversos médicos y reticente a hablar con loqueros –esos timadores hijosdeputa-, lo dejé estar. A ver, no es que me pase todos los días, así que tampoco me causa mayor molestia que un dolor de cabeza pasajero.

Bueno, al final ni siquiera he contado a qué demonios me refería con eso de que mis átomos "se vuelven locos", pero es a lo que iba ahora mismo. De verdad. Todo comenzó un buen día, cuando estaba sentado en el sillón y de repente empecé a notar que mi cara goteaba. No era el sudor de mi cara lo que caía sobre mis pantalones, sino mi cara. Pronto pasó lo mismo con todo el cuerpo, que se fue escurriendo por la ropa y el cojín hasta el suelo como un trozo de hielo que resbala por... por algo. Pues igual.

De algún modo mantenía la consciencia -vamos, que oía el televisor y veía el techo del comedor-, pero realmente no lo veía, porque ya no tenía ojos. Era como si pudiera verlo, sólo que desde cada uno de los miles de millones de átomos que formaban mi cuerpo. Bueno, no me detuve a contarlos, pero eran muchos.

¿Qué hace uno cuando se encuentra repentinamente convertido en un charco en su propio salón? Me lo pregunté un buen rato, al menos todo el tiempo que estuve tirado en el suelo la primera vez. La historia es que al rato me desmayé y cuando desperté había recuperado la solidez que un cuerpo humano debe de tener. Bueno, digamos que recuperé mi particular solidez: la verdad es que mi estado físico no es gran cosa.

Lo importante era que había recuperado mi cuerpo y todo parecía quedar relegado a una ensoñación cervecera, a un enturbiamiento cirílico o a una enajenación cerril. No me odien porque disfrute jugando con las palabras, forma parte de mi naturaleza absurda.

Pues eso, durante un tiempo pensé que había sido fruto de mi imaginación y continué con lo que yo considero que es una vida normal. Pero poco tiempo después volvió a pasar: exactamente igual. Y esta vez comprendí que mi cuerpo era así, que no podía hacer nada para remediarlo y que todo esto era real. Las personas de mente clara tomamos las decisiones rápidamente, como pueden apreciar. Una vez establecido esto, empezó lo que para mí viene siendo un entretenimiento más: perseguir cucarachas, pasear por las grietas del entarimado, husmear debajo de las baldosas y, cuando estoy enfadado, estropearles la tele por cable a los vecinos. Esas cosas que ustedes disfrutarían también si su cuerpo se lo permitiera... A veces incluso me escurro por las grietas del edificio y espío a los vecinos. Pero no hay ninguna chica joven. Qué más quisiera yo...

Sólo tengo miedo de que algún día me desmaye antes de haber salido de mi escondrijo. ¿Qué pasaría si mis átomos decidieran recolocarse cuando estoy metido en un agujero de la pared? No quiero ni imaginármelo.

De todos modos, si algún día me pasa, seguro que se enterarán todos ustedes cuando lean la prensa. Y si sobrevivo, prometo contárselo por mí mismo. Si ustedes quieren, cuenten mi historia por ahí, en círculos sociales, en reuniones o compartiendo un café matinal. Después de todo, ustedes no pueden perseguir cucarachas ni nada de eso, así que algo harán con el tiempo que les sobre, ¿no?

martes, 28 de agosto de 2007

Un tipo raro

Aquella noche cogí un catarro tremendo, el peor de toda mi vida. Estaba sentado en mi sillón viendo la tele cuando empezaron los gritos. Apagué la luz de la mesita y me acabé la cerveza en silencio, atento a los ruidos, ajeno al televisor. Luego lo apagué y me levanté, sujetándome el calzoncillo. No sé por qué, pero llevo calzoncillos siempre varias tallas mayor de lo que necesito, de manera que sólo se sostienen por el hecho de que tengo polla. Los días que hace mucho frío caen sin remedio.

El caso es que me acerqué a la ventana y miré hacia abajo. Mi ventana está a unas cuatro plantas de altura y da a un callejón sin iluminación. Entre las sombras se distinguía a una mujer tirada en el suelo y a su lado algo que parecía un hombre con malas intenciones. Parecía que la iba a violar. La chica gritaba y gritaba.

Sin moverme del sitio cogí el teléfono. Estaba junto a la ventana porque suelo tener la costumbre de mirar hacia afuera cuando hablo. Cuando llamo a líneas eróticas también, lo cual quiere decir que a veces me masturbo delante de la ventana. No es que sea un tipo raro, porque no pasa nada: el edificio de enfrente no tiene ninguna ventana que dé hacia mí salvo las de la escalera. Y a las horas que llamo no suele subir ni bajar nadie. No penséis que soy un pervertido.

Al tercer tono lo cogieron. La voz me preguntó qué quería:
-Pablo, no te lo vas a creer. Están violando a una mujer debajo de mi ventana.
Silencio.
-Eres un tipo raro.
-¡Lo digo en serio!
-¿No me estás tomando el pelo?
-No, qué va.
Silencio.
-¿Está buena?
-Parece que sí, ya sabes que no hay mucha luz en el callejón.
-No te creo.
-Que sí, tío, que va en serio.
Silencio.
-Pues grábalo en vídeo, tío.
-Nah.
-¿Por?
-¿Quieres oírlo?
Silencio.
-Vale.
-Pues tendrás que pagar -intento que no se note que me estoy riendo.
-Hijodeputa, voy a colgar.
-Quince euros y abro la ventana. Seguro que estás deseando oírla gritar.
Silencio.
-¿Grita mucho?
-¿Recuerdas esa película que vimos de chavalas rusas?
Silencio.
-Está bien. Pero saca el teléfono por la ventana.

Y así fue como aquella medianoche me cogí el peor catarro de mi vida. Aprended de esto, muchachos: nunca os masturbéis delante de una ventana abierta en pleno otoño. Ni aunque estén follando debajo de vuestra ventana.