viernes, 4 de abril de 2008

Intertexto

Cuatro paredes lisas y grises forman lo que podría llamarse una habitación, en la que el único mueble es una cama de madera con sábanas verdosas. A través del hueco enorme de la única ventana, que es sólo ausencia de pared, entra con timidez la luz azulada de un día ni muy vivo ni muy despierto. De pie frente al día, una muchacha de dieciséis años sostiene desnuda un libro cuyas páginas, separadas por un dedo, se abren como una vagina. Estaba absorta en la lectura y se había levantado tras el pensamiento de que alguien, a una distancia infinita, podía estar mirando en su dirección. Pero no.
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El sujeto A grita cuatro versos prohibidos mientras araña las paredes hasta que las uñas quedan lisas y un poco grises. Sus palabras blasfemas resuenan por la habitación. Sobre las sábanas manchadas saltan ranas verdosas que se cuelan por la ventana. En una esquina, por un hueco que devora la luz como un agujero negro, apareció un día el cuerpo de B. La muchacha hambrienta recuerda el momento en que lo encuentra, lo desnuda y corta la carne con un cuchillo en lonchas finas como las páginas de un libro. El dedo que tiró al hueco a veces asoma la uña y ella chilla asustada, porque señala su vagina. De noche no duerme y, casi a oscuras, se da a la lectura para mantener ocupado el pensamiento, consciente de que está sometida a tan atenta mirada. De madrugada intuye una música en la distancia y cree reconocer la dirección de la que viene. O quizás no.