sábado, 29 de septiembre de 2007

Fly Away

Lo siento por todo mi cuerpo. Como una lengua ardiente. Es la radiación. Traspasa mi piel y llega hasta los huesos, se clava en mí como una bala en un tablón de madera. Y me mata por dentro. Noto cómo empieza a pudrir mi cuerpo. La corrupción. Podredumbre. Sonrío con dientes amarillentos y la saliva espesa de mi boca me cae sobre el pecho. Ya da igual, porque me estoy muriendo y no voy a andarme con escrúpulos. Vomito algo verde y mis ojos se clavan como cuchillas en el público. ¿Os gusta esto, cabrones? ¿Queréis más?

Sé que soy sólo un espectáculo, que mi vida no vale nada. No desde que maté a esos críos. Se reían de mí, yo lo sabía. Estaban al otro lado de la calle. No me arrepiento. Se reían sin parar y supe que yo era el motivo. Ahora ya no se reirán de nadie más. Crucé la calle y los maté. Al menos a un par, el resto consiguió huir. A uno le abrí la cabeza contra la pared. Debían de tener dieciséis años. La flor de la vida. Y un huevo.

Y ahora aquí estoy. Me están ejecutando. Ni silla eléctrica, ni inyecciones ni hostias: con radiación. Mitad ejecución mitad espectáculo. Probablemente siempre ha sido así. Y yo aquí, notando cómo mis órganos internos explotan y sabiendo que me lo merezco.

Menuda mierda...

sábado, 22 de septiembre de 2007

Ron ron ron sin la botella de ron

-No hay amigos, tío.
-No los hay.
-Crees que sí, pero no. Te engañas.
-Te dices: esta gente me apoya, son mis amigos.
-Intentas pensar que es cierto, lo necesitas.
-Pero no te sirve.
-No.
-Al final siempre acabas quedándote tirado.
-Y lo peor es la gente en la que confías.
-Si es que realmente confías en alguien.
-Sabes que no: ni en ti mismo.
-Cuando te quedas solo es cuando te das cuenta.
-Cuando piensas que esto es a lo que has llegado y te preguntas por qué.
-Pero sabes que en el fondo da igual: dentro de poco todos muertos.
-Y nadie se acordará.
-Exacto.
-Que le den.
-Que nos den a todos: pensaré en mí mismo.
-Mejor no pensaré en nada.
-En nada.
-Joder...
Esto es lo que oí anoche. Lo iba diciendo un borracho que se acercaba andando solo por la calle. Mis amigos y yo lo vimos pasar y nos reimos en silencio de él, porque hablaba solo. Estábamos bebiendo en la calle y el hombre apareció murmurando todo esto y desapareció. Nosotros nos miramos y nos echamos unas risas alcohólicas.
Sabíamos que eso a nosotros nunca nos pasaría.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

un gran escritor

Conocí a un tipo que por cada línea que escribía se hacía un corte en la piel.

Todo su cuerpo estaba marcado por heridas y cicatrices.

Las chicas lo detestaban, hasta las que disfrutaban de su poesía.

Resultaba mucho más fácil conocer lo que escribía que conocerlo a él.

Una vez lo vi en un bar con un bloc de notas: apuntó algo y se cortó con una navaja.

Lo echaron, pero yo pensé que era un ser admirable.

Me acerqué y le pregunté por qué hacía eso, qué sentido tenía ese ritual.

Me contestó:

A uno tiene que dolerle lo que escribe, porque escribir es un crimen.

Y se alejó con los hombros encogidos, envuelto en un aura de misterio.

Desde entonces, por cada corte que me hago afeitándome, escribo una línea.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Nueva vida

Llevo dos horas asomado al balcón.

Todo comenzó cuando mi corazón se desmoronó y fumar ya no servía de nada: no podía matarme tan rápido como yo deseaba, no podía calmar los latidos en mi pecho. Entonces salí al balcón y empecé a pensar.

Llevo dos horas asomado al balcón y hace por lo menos media que está lloviendo. Empapado por fuera y sangrando por dentro, me duelen los nudillos de apretar el hierro oxidado de la barandilla.

"Jamás pensé que esto sería así", me decía a mí mismo al colgar el teléfono. "¿Qué le ha pasado a mi vida? ¿En qué la he convertido?"

Tiemblo de frío, o al menos eso es lo que me digo para tranquilizarme. Noto en la espalda el calor que se escapa por la ventana. La calefacción. Ojalá pudiera expulsar el frío que tengo dentro.

Pronto.

Cuando ella llamó me dije a mí mismo que todo iba a mejorar: "Pronto saldrás de esta situación y todo irá mejor." Qué ingenuo. Debería de haberlo sospechado y haberme quedado en la cama. Sabía, algo interior me lo decía, que hoy no debía moverme de la cama, que tenía que huir de este día como fuera. No debería haber hecho caso al timbre del teléfono, pero era un sonido tan desagradable... Como los gritos de un bebé enfermo. Tenía que interrumpir ese ruido o me volvería loco.

Y ahora aquí estoy. Ya nunca me volveré loco. No tendré tiempo.

Noto cómo las lágrimas caen por mi rostro siguiendo el mismo recorrido que las gotas de lluvia. Todo va hacia abajo hoy. Miro por encima de la barandilla: ocho plantas hacia abajo. Aprieto más el hierro empapado.

"Esto es a lo que has llegado, chaval, lo has estropeado todo."

Y eso es lo último que digo en esta vida, antes de saltar.

Y salto.

Salto y caigo, con mayor o menor fortuna, sobre una pila de libros que tengo tirada junto a la ventana. Ya no importa pisarlos, se acabó. Abro un cajón, cojo las llaves del coche y bajo a la calle. Empapado, me siento en el asiento del coche y presiento que esto es lo mejor que puedo hacer: abandonar esta vida.

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Después de haber conducido ocho horas sin parar, estoy en la frontera con Francia. No sé exactamente cuándo la he pasado, pero de repente todas las señales estaban en francés. Paro en una gasolinera para repostar y aprovecho y me compro un sandwich. La chica que me atiende es bastante guapa. Cuando me da las vueltas, le digo gracias.

-Gracias.

Son las primeras palabras de mi nueva vida. ¿Qué significan? No lo sé, pero en cuanto las pronuncio empiezo a sentir como un calor en el pecho, empiezo a relajarme y a estar más tranquilo.

"Cojo el coche y desaparezco. Nunca nadie sabrá nada más de mí. Así tiene que ser: empezaré una nueva vida."

Me siento en el coche con la puerta abierta y dejo que unas gotas de agua me humedezcan el pelo. Me acaricio la cara, contento de estar vivo, y me marcho.

El golpe de la puerta suena como un cuerpo contra el suelo.

Y me marcho

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Lamiendo piedras

No me gustan las personas: son estúpidas, aburridas y egoístas. Entre otras cosas. Quizá por ello no suelo relacionarme con los demás.

Yo siempre me he sentido más como un lagarto. Esto no quiere decir que me gusten los reptiles, todo lo contrario. Pero es que yo, sea lo que sea, siempre he de detestar a mis congéneres.

Mucha gente piensa que los lagartos son animales estúpidos y aburridos. Egoístas probablemente no, pero sí fríos y amenazadores. Por eso me gustan los lagartos: el ser humano los desprecia, se queda helado de miedo al ver el reflejo de su propia muerte en los ojos de un lagarto. Espero que algún día alguien vea eso mismo en mis ojos.

Como todo buen reptil, soy silencioso y solitario, aparento estar tranquilo siempre y me gusta descansar al sol. Cerca de mi casa hay un sitio perfecto para ello: una era vacía, un auténtico socarral, donde no hay nada más que piedras, algún arbusto seco y cacas de perro. La gente saca a sus perros por allí, de modo que no está muy limpio, pero eso a mí me da igual.

Cada día al mediodía, cuando el sol está en todo lo alto y quema con más rabia, salgo a la era y me paseo un rato con las manos en los bolsillos. Me gusta oír el crujido de la arenilla bajo las suelas de mis zapatos. De vez en cuando me agacho y cojo un poco de arena y la mantengo en el puño cerrado o me la paso de una mano a la otra. El calor que desprende me reconforta. Luego, con los dedos polvorientos colgando en los extremos de mis extremidades, me acerco a lo que yo llamo el Valle de Piedras.

El Valle de Piedras es un socabón bastante grande que está lleno de piedras: las más pequeñas son del tamaño de una rueda de coche, las más grandes son simplemente enormes. Tienen un tacto áspero y seco, y me gusta acariciarlas con la yema de mis dedos. Me paso un buen rato de la tarde así.

Lo que más me gusta de este sitio es que queda oculto a las miradas de la gente y no se te puede ver desde ninguna de las ventanas de los pisos más cercanos. Hay que llegar hasta él para ver lo que hay dentro.

Cuanto más tiempo me dedico a acariciar las piedras más concentrado estoy. Sumido en otro mundo, en una especie de mundo onírico o extrasensorial al que me llevan las sensaciones que recorren mi piel, entro en un trance similar al de un chamán. Según esta sensación se apodera de mí, voy quitándome la ropa hasta acabar desnudo. Es entonces cuando empiezo a lamer las rocas.

Por algún motivo desconocido para mí, disfruto lamiendo las rocas, sintiendo la áspera piel pétrea sobre mi lengua y tragando el polvo que las recubre. Como si fuera una especie de rito de comunión con la naturaleza, revuelco mi cuerpo desnudo entre las piedras, me subo por ellas y me oculto en los huecos con sombra que se forman entre las que quedan superpuestas. Mi piel entera se llena de polvo, de arenilla, creándose como una costra que me protege y me sirve para ocultarme: la piel de un lagarto.

Y así me paso unas cuantas horas hasta que por fin vuelvo en mí, entonces el lagarto que soy se esconde de nuevo bajo mi forma humana y regreso a casa colocándome la ropa sobre los huesos.

Cuando salgo del socabón, la gente que pasea a los perros me mira raro, deben de pensar que soy un drogadicto o un pervertido. Pero no, yo soy una persona normal.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Amor verdadero

Ella era una pinhead, él uno de los enanos del Circo LaTerre.

Se conocieron en una fiesta que dieron los muchachos del circo. Entre ellos estaban Jimmy, el Niño Medusa; Maggy, la Lechera; Patroclo, el Forzudo Griego -también llamado Atlas-; el Hombre Mitad, al cual le gustaba que lo llamaran Ed De, y unos cuantos más.

Ella se llamaba Jill. Era un nombre muy bonito. De hecho, tan bonito que cuando la enfermera que asistió a su parto vio a la niña, sugirió a los padres que le pusieran un nombre cualquiera y guardaran este nombre para una hija mejor. Los padres lo pensaron, pero no querían tener más hijos y los bordados de la ropa de bebé ya no podían cambiarse. De todas formas tampoco querían tenerla a ella ya. Jill había sido un bello proyecto: el último intento de salvar su matrimonio, esta vez mediante el cariño mutuo a un bebé. En cuanto la vieron, ambos empezaron a pensar en el divorcio. La pobre Jill acabó en un orfanato en el que pasó su infancia, antes de que un circo ambulante la comprara a uno de los bedeles por una pequeña suma de dinero y un barril de cerveza. "Llévense a ese engendro y hagan lo que quieran con él", comentó el hombre. "Yo diré que se ha escapado y empezarán a buscarla, así que si alguien la encuentra y les pregunta, ustedes la vieron deambulando por el campo y le dieron un trabajo. Nadie dirá nada, porque a nadie le importa."

Esa fue más o menos la historia de Jill: fue pasando de un circo a otro -tres en total- hasta acabar en manos de un amistoso cuidador del Circo LaTerre. Debido a su minusvalía psíquica, había sufrido abusos de todo tipo, tanto físicos como psicológicos, y tenía marcas de fustas o látigo por la espalda y los brazos, de modo que tenía a este cuidador para encargarse de que nada le pasara. A pesar de todo, ella era pura ternura: quería a todo el mundo por igual y le encantaba abrazar a sus amigos. Fue así hasta que conoció a Dean el Enano. Entonces sintió algo mucho más profundo, algo nuevo. Ella no sabía de qué se trataba -se podría decir que su cerebro de veinticinco años se había desarrollado hasta tener las capacidades mentales de una niña de cuatro o cinco. Más bien cuatro. Así que allí estaba ella, prácticamente subnormal y sin embargo empezaba a sentir algo especial en su cuerpo.

Lo que Jill sintió no es amor: nadie lo definiría así. De hecho, cualquier persona -da igual si es una buena o una mala persona- diría que se trataba sólo del afecto entre dos pobres enfermos. Dean el Enano, sin embargo, hubiera contestado: "Y una mierda". Y es que lo que Jill sintió al conocerlo fue excitación. Sí, amigos: el cuerpo femenino de Jill comenzó a lubricar y ella de algún modo infantil y juguetón, empezó a sentirse... Cachonda, digamos. Nadie le dio demasiada importancia a que se rascara más a menudo el pubis, es algo que a ninguna persona con una minusvalía psíquica se le tiene en cuenta. De hecho, su cuidador empezó a preguntarle: "Jill, bonita, ¿tienes que ir al baño?" Y ella negaba con la cabeza sin dejar de mirar de reojo a Dean.

Como ya he dicho, nadie parecía darse cuenta de lo que pasaba, en parte porque nadie quería darse cuenta de ello. Afrontémoslo, resultaba tan incómodo -hasta para Ed De, el Hombre Mitad- que todos supieron esconder ese pensamiento en su cabeza y continuar con su vida feliz. Sí, continuar con su vida feliz como atracciones de feria. Hay que tener en cuenta que cuando una persona empieza a prosperar, nuevos pensamientos de orgullo y ambición comienzan a ocupar su mente y, a una escala apropiada, la mente de los muchachos del circo podía compararse con la de cualquier estrella de cine. La mayoría se sentía bastante orgulloso de su peculiaridad o, como mínimo, lo veían como algo con lo que poder ganarse la vida honradamente y con cierta dignidad. Más dignidad que la que tendrían intentando escapar de las piedras de los chicos del pueblo día tras día.

Me estoy yendo un poco del tema: nadie pareció darse cuenta de que nuestra amiga Jill estaba más excitada de lo normal. Nadie salvo Dean el Enano, que sabía muy bien reconocer la lujuria en los ojos de una mujer. Incluso en los ojos de una pinhead.

Dean el Enano era un tipo hecho al mundo: jamás se había dejado amilanar por los chavales que le perseguían y les plantaba cara hasta que estos solían retroceder asustados. Su infancia no fue bonita, fácil ni agradable, de modo que pronto decidió que no tenía por qué aguantar la mierda de ningún niñato cuya vida fuera bonita, fácil y agradable. Si querían reírse de él por su físico, que se atrevieran a hacerlo en su cara. Si después conservaban la nariz, podían darse por afortunados: el mordisco de Dean no sólo era temible sino también temido.

Con una personalidad así, se podía decir que Dean el Enano era una persona de menor tamaño que la mayoría, pero de mayor talla y valor que muchos de los hombres con los que tenía que enfrentarse. Era un hombre hecho y derecho, sereno, capaz y que se sentía muy a gusto con su cuerpo. Visto así, no es de extrañar que poseyera una gran autoestima y un inexplicable atractivo para muchas mujeres. Bueno, si es de extrañar o no, no lo sé, pero era así. Muchas amas de casa, aburridas de sus pueblos, de sus predicadores y de sus maridos alcóholicos e incapaces de un empalme aceptable -si es que tenían algo que empalmar-, se escapaban de noche de sus ranchos y andaban varias millas por la oscuridad del campo hasta la carpa de feria.

Dean el Enano siempre sabía cuándo una mujer iba a hacerle una visita y la esperaba escondido. Cuando ella llegaba, con cierto nerviosismo y miedo, siempre estaba a punto de dar media vuelta. Alguna incluso llegaba a hacerlo. Pero nunca lo hacían cuando Dean el Enano aparecía en la oscuridad, por detrás y lo veían al girarse. Al principio se asustaban siempre, pero eso también es normal: algo que se mueve en la oscuridad... Entonces él las cogía de la mano con dulzura y las llevaba entre las sombras a su carromato, donde tenía un farol y ellas ya podían verlo bien. Las hacía pasar y las tumbaba en su cama -una cama grande en la que se podían hacer muchas cosas- y las empezaba a desnudar.

Normalmente, para cuando Dean el Enano acababa de comerles el coño, esas aburridas amas de casa se sentían ya como Bonnie Parker atracando un banco. Saboreaban la adrenalina de estar haciendo algo malo y prohibido -así veían el hecho de cometer adulterio, y encima con un enano-, mezclada con la excitación sexual y el placer de una buena comida de coño. Entonces era cuando Dean subía un poco para arriba y se sacaba la poya. No es que fuera tampoco un cacharro inmenso, no vamos a engañarnos, pero tenía por lo menos sus buenos quince centímetros de duro empalme y eso era mucho más de lo que los maridos de estas mujeres podían ofrecerles. De modo que se las follaba una tras otra y ellas volvían a casa poco antes del amanecer con el sexo empapado y dolorido, con un andar algo torcido, y con la sensación de saber por fin cómo son las cosas cuando se hacen bien. Alguna volvía a la noche siguiente, pero la mayoría al llegar a casa y hacer como que se acababan de despertabar, pillaban a sus maridos por banda y les enseñaban lo que es bueno: "O dejas de beber esta mierda y me satisfaces o te puedes largar a tomar por culo." Aunque también puede ser que Dean el Enano exagerara un poco al describirme todo esto. Era un enano, pero le gustaba hacer las cosas a lo grande.

De modo que -volviendo un poco al tema que nos ocupa- Jill vio a Dean, se empapó y Dean fue el único que se dio cuenta. La cena en cuestión transcurrió con total normalidad: Dean el Enano se divirtió sin prestar la más mínima atención a Jill y esta, como no sabía ni lo que hacía ni lo que estaba pasando, se limitó a comerse su comida, abrazar a todos -sobre todo a su cuidador- y a mirar frecuentemente de reojo a Dean el Enano. Así quedó la cosa hasta que se volvieron a ver.

En la segunda ocasión, tuvieron oportunidad de llegar a hablar: Jill jugueteaba con Maggie la Lechera -una mujer con unos pechos inmensos- y Dean estaba ayudando a limpiar al elefante. Como breve inciso, diré que Maggie la Lechera no se llamaba así por la exhorbitada dimensión de sus pechos, sino por su cara de vaca. En algún momento el jefe de circo había decidido que "Maggie Cara de Vaca" no era lo suficientemente glamouroso ni respetuoso para Maggie y de ahí vino su apodo de lechera. Es una historia rica en personajes secundarios, ¿qué quieren que yo le haga?

Dean el Enano se acercó a Jill, la cogió de la mano y con toda la caballerosidad del mundo, se la besó. Jill se sonrojó un montón y trató de tapar su enorme sonrisa con el dorso de la mano, cosa que divirtió a Maggie, que empezó a pellizcarle la tripa y a decirle: "Uy, si se pone roja cuando le cojen la mano". Jill y Dean sonrieron: Jill sin saber por qué, Dean porque sabía que a Maggie ni se le pasaba por la mente que Jill pudiera estar sexualemente interesada. Cuanto más tiempo tardara nadie en empezar a sospechar, mejor. Dean se despidió y continuó regando a Pippo el elefante con la mangera. Dean el Enano esperaba que sus brazos fuertes no le hubieran pasado desapercibidos a Jill, aunque yo supongo que la pobre no debía de haber notado nada. Y aunque lo hubiera notado, probablemente no habría llegado a ninguna conclusión.

Al día siguiente, cuando Dean el Enano daba de comer a Pippo el elefante, Maggie y Jill aparecieron de nuevo. Maggie se disculpó, pero le dijo que tenía dejársela un momento: tenía que coser el traje de uno de los payasos y Jill estaba empeñada en que quería ver al elefante. "Te la dejo un rato, no te importa, ¿verdad?", volvió a disculparse. Dean hizo como que le daba igual y sólo le pidió que no tardara mucho en volver a por ella. "En una hora estaré aquí", respondió Maggie. Dean el Enano ocultó su alegría con un suspiro triste y Maggie la Lechera prometió que se daría prisa.

Cuando se fue, Dean estuvo un rato sin hacer nada, mojando el lomo de Pippo. Cuando consideró que ya estaba lo suficientemente limpio. Llamó a Jill a su lado y le enseñó a coger la manguera y regar al elefante. Jill estaba exaltada: podía jugar con el elefante y a la vez estar con Dean. Se sentía tan feliz que empezó a mojarse los pies con el chorro de agua. Dean el Enano la miró con cariño y supo que estaba delante de una chica especial. Entonces, impulsivamente, cerró el grifo, cogió a Jill de la mano y se la llevó a la esquina donde estaba la caseta donde guardaban los cacharros de aseo para el elefante. Dean el Enano metió a Jill en la caseta y en la semioscuridad, entre nubes de polvo que flotaban a su alrededor, fruto de las apresuradas pisadas con las que habían entrado, la besó. Jill no sabía qué estaba pasando, pero le encantó. Cuando Dean el Enano separó sus labios de los suyos, ella lo abrazó y sintió que ese tipo bajito que tenía delante realmente era especial, aunque no sabía por qué. Hora y media más tarde apareció Maggie la Lechera y se llevó a Jill, que estaba dando de comer a Pippo y se despidió cariñosa de su amigo Dean.

La historia continúa con fugaces encuentros en el cobertizo del elefante, besos apasionados -hasta donde yo sé- detrás de los escenarios durante la función y poco más. Pasó un mes tras otro, una ciudad tras otra y Dean el Enano y Jill mantenían esta relación secreta sin que nadie sospechara nada. Las mujeres habían dejado de acercarse por la noche a la carpa -o al menos Dean no salía a buscar a ninguna a la oscuridad de la noche, de modo que si fueron tuvieron que volverse decepcionadas- y parecía que nunca iban a dar el gran paso. Dean el Enano respetaba profundamente a Jill y no deseaba precipitarse: cuando Jill diera el primer paso, entonces él se entregaría totalmente. Hasta entonces, Dean el Enano seguiría durmiendo sólo y soñando con los brazos de su amada Jill.

Y así fue hasta que llegó el día en que Jill no pudo dormir. Aquel día, más bien aquella noche, llovía mucho y el agua golpeaba con furia el carromato de Jill, que tenía mucho miedo y no quería dormir sola. Sabía que su gran amigo Dean estaría encantado de dormir con ella, porque Dean la abrazaba de una manera especial y la besaba mucho, de modo que, tal cual estaba, con el camisón de dormir, salió a la noche en medio de una furiosa tormenta y buscó el carromato de Dean.

Dean no se había dormido y estaba fumando un pitillo con la ventana entreabierta cuando vio pasar una figura bajo la lluvia. Un relámpago iluminó el cuerpo empapado de Jill y su mirada perdida y asustada. Dean salió corriendo fuera y la buscó en la oscuridad. Jill estaba aterrada: jamás debería haber salido, estaba perdida y sabía que iba a morir. Ninguno de sus amigos estaba allí y podía abrazarla. Estaba realmente perdida. Salvo por ese enano empapado que se acercaba apresuradamente. Dean al rescate.

La cogió como pudo, la llevó al carromato y la sentó en su cama. No sabía qué hacer: no tenía ropa de mujer y su talla jamás bastaría para cubrir el cuerpo grandote de Jill. Dean pensaba y pensaba, y a la vez miraba aterrado el camisón mojado de Jill y seguía pensando. En algún momento dejó de pensar y centró su atención sólo en el camisón. Dean se acercó a Jill y tocó su vestido, le dijo a Jill que estaba empapado y Jill, que todavía estaba muy nerviosa por la tormenta, se encogió de hombros. Dean le enseñó que su ropa también estaba mojada y puso la mano de ella sobre su camiseta. Jill sonreía y pasaba la mano por su camiseta. Se tranquilizó y cogió a Dean entre sus brazos y lo estrechó contra su pecho. Estuvieron abrazados un montón de tiempo. El tiempo exacto de cuatro relámpagos. Después del cuarto, ella aflojó y Dean el Enano pudo volver a respirar con normalidad. Entonces, sin alejarse tampoco mucho, Dean la besó.

Esta vez fue distinto para ambos, porque la besó con lengua, y eso nunca antes lo habían hecho. Por eso decía que no sabía cuán apasionados habían sido sus besos. Un beso sin lengua puede ser muy apasionado, pero este no tenía nada que ver con los anteriores: era un beso lascivo. Y Jill no lo entendió pero lo notó. Supo -o mejor dicho, intuyó- que esto le gustaba y quiso más. Y cuanto más quería más se empapaba, y esta vez no tenía nada que ver con la ropa ni con la tormenta.

No sé cuántos besos se dieron en aquel momento, ni cuánto tardó en ir a más la cosa, pero sé que al rato Dean empezó a acariciarle los pechos y le quitó el vestido. Ella temblaba de frío y se metieron de prisa bajo las sábanas. Hasta aquí llega lo que yo sé: por primera vez Dean el Enano decidió que era demasiado caballero como para contar secretos de alcoba y guardó oportuno silencio de lo que pasó aquella noche. Hasta el día de hoy sólo sé que mantuvieron relaciones sexuales y que ella no se quedó embarazada. Quizá no podía, pero no voy a ir tan lejos en mis suposiciones. Eso sí, he intentado ponerlo un poquito más interesante: ya me entendéis.

Como veo que la extensión de mi relato empieza a acabar con vuestra paciencia, dejaré la conclusión de la historia para otro momento en que estemos reunidos como en el día de hoy. Sólo os adelantaré que Dean el Enano y Jill empezaron a verse muy a menudo y alguien se acabó dando cuenta... ¡Y se enfrentó con Dean en una pelea a cuchillo! Nunca sospechó nadie que esa otra persona también estaba perdidamente enamorada de la pobre Jill y que no renunciaría a su amor por un enano salido de mierda. Queda historia a raudales, ¡ya veréis!

sábado, 1 de septiembre de 2007

Happy and Bleeding

Habían sido amigas íntimas desde hacía muchos años. Por lo menos desde el colegio, aunque hubo un tiempo en el instituto en que la relación se relajó mucho. De todas formas llevaban juntas el tiempo suficiente para conocerse de sobra las unas a las otras. Al menos eso pensaba Berna. Lo que las otras dos pensaban le resultaba una incógnita. Sólo sabía que, pensaran lo que pensaran, entre sí estarían de acuerdo: Raquel y María casi nunca discutían, coincidían en todos los temas importantes y no solía haber discrepancias por parte de una respecto a las opiniones de la otra. En cambio, Berna solía causar casi todas las disputas. Y solía ser por tonterías.

De este modo habían ido pasando los años para todas y ahora estaban en un período difícil de sus vidas. "Todos son difíciles", se decía Berna, "pero la dificultad proviene del número de cambios que surjan a la vez y de cómo cambien tu vida". Ella sabía que la pérdida de esta amistad cambiaría radicalmente la suya. Significaba una pérdida irrecuperable de un vínculo con su niñez. Esas dos chicas conocían cada detalle de su pasado casi tan bien como ella misma y sabían perfectamente cómo pensaba. Incluso cuando ella intentaba ser independiente y actuar de manera menos condicionada por el grupo, las otras dos sabían que sólo era pose. Sabían que en realidad sólo quería llamar su atención. Lo sabían y eso a ella le molestaba mucho. "No me gusta que me digan cómo soy. Y menos cuando ni yo misma lo sé."

Así pasaban los días mientras sus vidas iban tomando caminos distintos y sus maneras de ser se desarrollaban de maneras diferentes. Por algún motivo, esto pasaba sólo con Berna. Ellas parecían estar siempre tan de acuerdo, tan convencidas de todo lo que decían... Berna se sentía débil frente a la decisión que manifestaban sus amigas y fue creando una mezcla de complejo de culpa y leve resentimiento que la corroía por dentro. Cada vez que no estaba de acuerdo, se decía a sí misma: "Es culpa tuya, siempre le das demasiadas vueltas a las cosas y te acabas perdiendo entre las palabras." Y sabía que eso tampoco era cierto, que en realidad sus amigas lo que hacían era defender su amistad con uñas y dientes evitando discutir y contradecirse mútuamente, evitando cualquier cosa que pudiera dañar su relación. Lo que Berna no sabía era hasta qué punto se trataba de algo inconsciente y hasta qué punto ellas también se daban cuenta de lo que hacían.

De modo que Berna veía poco a poco cómo su amistad se iba a pique. De hecho, a ella le parecía que todo se desarrollaba a pasos agigantados. Sentía que de la noche a la mañana su vida daría un vuelco y que no estaba preparada para asumirlo. No de verdad, no sin sufrimiento. No sin alimentar más rencor. Y sabía que ese momento se acercaba cada vez que Raquel y María fantaseaban sobre la idea de vivir juntas, una idea que parecía más bien una certeza: sabían que iban a vivir juntas dentro de poco. Esto a Berna no le resultaba agradable: primero porque sabía que ella jamás podría vivir con sus amigas -ni siquiera con una sólo-, ya que, por su personalidad retraída, le gustaba estar sola y encerrarse en su mundo interior, donde ella podía controlar las cosas. Para ella los amigos eran muy importantes, pero como desde el colegio siempre había estado sola, o al menos se había sentido así, no acababa de congeniar con la gente. Y segundo, porque sabía que acabarían discutiendo en menos de una semana y lo último que deseaba era acelerar el proceso de separación.

Este proceso era inminente y su resultado sería la definitiva exclusión de Berna de las vidas de sus amigas. Y encima tendría que aceptar el hecho de que la pérdida lo sería sólo para ella, que sus antiguas amigas seguirían estando perfectamente, apoyándose entre sí, sin su presencia. La certeza de que no la echarían de menos era lo que más daño le hacía. Era consciente de que ella era la que sobraba en la ecuación y que no tardarían en dejarla de lado, pero se sentía atrapada en un tren que no podía controlar y que estaba llegando a una parada en la que no quería bajar. Y sabía que cuando se abrieran las puertas ellas la obligarían a hacerlo. No es una metáfora muy lograda, pero ella se sentía exactamente así. Casi podía oler su propia adrenalina cuando, por las noches, el pánico le impedía dormir y pasaba horas dando vueltas en la cama, mirando las sombras en el techo y deseando desaparecer, marcharse lejos y que nadie supiera dónde estaba. "Parece más fácil empezar una vida nueva que salvar los pedazos de la que se ha estropeado", se decía Berna ya de madrugada, agotada, poco antes de caer en un sueño intranquilo, uno de esos de los que uno despierta convertido en un enorme escarabajo.

Finalmente, como era de esperar, llegó el día en que Raquel y María encontraron un piso en el que vivir. No era gran cosa, pero tenía dos habitaciones normalitas, un comedor acogedor, una cocina, un baño con ducha y un balconcito pequeño que daba a una calle y a un descampado. "En realidad, es perfecto", pensaba Berna, que ahora no sólo se sentía mal por estar perdiendo a sus amigas sino que encima envidiaba su piso. "No debería haberlas acompañado. Es como si me estuvieran señalando el final de nuestro camino juntas, como si quisieran que viera dónde van a ser felices sin mí, dándole apariencia física a lo que antes sólo había sido un terror indefinible. Es casi siniestro", pensaba mientras contemplaba la puesta de sol desde el balcón. Permanecía en él porque, tras pasar fugazmente por el resto de habitaciones de la casa, había sentido la enfermiza necesidad de salir de allí, de escapar. El balcón era un refugio que al menos no llamaría la atención de sus amigas. Los coches pasaban en la lejanía por una carretera que había más allá del descampado.

-Bueno, ¿nos vamos? -dijo María desde el comedor. Berna se giró y la vio plantada en el centro de la habitación, como si esta ya fuera completamente de su posesión. Sabía que dentro del nuevo orden de las cosas ella no podía estar allí. Se encontraba en una situación increíblemente incómoda. Cerró la puerta del balcón y se dirigió a la puerta de la calle sin decir nada, echando sólo una última mirada al sofá. "Allí se sentarán y se contarán sus cosas. Qué estúpida me siento."

Raquel ya había salido y bajaba por las escaleras unos metros delante de ella. María cerró con llave y el sonido de la cerradura bloqueándose transportó a Berna a otra dimensión, a un sitio en el que sus amigas eran sus verdugos y la dirigían a su muerte. Bajaba las escaleras aterrada y sentía cómo sus piernas flaqueaban. Los pasos de una amiga delante y los de la otra detrás abrían y cerraban la comitiva fúnebre. No sabía si ya la habían matado y veía esto desde su espíritu o si realmente estaba andando y era ahora cuando iban a ejecutarla. Fue al pisar la calle cuando vio el coche, aparcado de cualquier manera en el vasto descampado, y presintió que aún no había muerto. El reflejo del sol poniente en el techo gris del vehículo cegó sus ojos y Berna escuchó el chasquido de los rifles que iban a fusilarla. Se dio la vuelta para mirar a la cara a sus ejecutoras y descubrió que el ruido lo había hecho la puerta del portal al cerrarse. Raquel y María se estaban despidiendo del hombre que les había enseñado el piso. Sonreían de una manera extraña. A Berna esas sonrisas le parecieron falsas, comprendió que en el fondo no eran más que exposiciones de dientes. "Me estoy volviendo loca", se dijo. "Espero que esto acabe cuanto antes."

Dicho y hecho, su deseo se cumplió al instante: sus amigas se dirigieron al coche y las tres se marcharon a casa. Raquel y María iban delante, hablando del piso. Les había encantado y estaban deseando entrar a vivir a primeros del mes siguiente. Algo se rompió dentro de Berna al oír esto: fue como si el momento ya hubiera llegado. Sorprendida, le pareció que le importaba mucho menos de lo que había esperado. "Bueno, todavía falta tiempo para que me haga a la idea del cambio y vea de verdad cómo se desarrolla el asunto. Aún no pueden afectarme las consecuencias porque todavía no se han manifestado."

Y diciéndose esto, buscó en uno de los bolsillos de su pantalón y se puso el mp3. Aunque intentaba no pensar en nada, miraba a los otros coches y se preguntaba cómo serían las vidas de sus conductores, si a ellos también les habría pasado algo así. P.J. Harvey empezó a cantar en sus oídos Happy and Bleeding y Berna sintió de pronto un dolor interno muy profundo, como si al final una bala imaginaria la hubiera alcanzado en el pecho y su alma se estuviera desangrando. Sus amigas seguían hablando animadas mientras ella fallecía lentamente en el asiento de atrás, con la cabeza recostada hacia la ventana y la mirada perdida en el horizonte. Un horizonte que se empezó a nublar cuando la primera lágrima asomó silenciosa.