miércoles, 23 de septiembre de 2009

Los vecinos lanceros

En cada discusión que tenían los vecinos tiraban algo por la ventana. La mayoría de las cosas quedaban en el piso, pero siempre había algo que acertaba a buscar la calle. Un día fue un vaso de cristal, otro un sofá de cuero. El caso es que se iban mudando sin demasiado secreto.
Hasta que un día, cuando ya nada quedaba en el piso, se tiraron el uno al otro.
Nadie le dio demasiada importancia -salvo quizás yo-, pero recuerdo que los nuevos vecinos estaban entrando antes de que los otros tocaran el suelo.
Y así acaba la crónica de una mudanza anunciada.
Aunque creo que hoy escuché un vaso golpear la acera...
Las cálidas notas del piano, cayendo desde el tocadiscos, rebotaban sobre el suelo de madera como diminutas piececitas de cristal. Luego correteaban persiguiendo aquellos pies fríos cuyos dedos tamborileaban sobre la madera, tocando las teclas de un instrumento invisible. Por la ventana se asomaba la triste lluvia de otoño -el manto raído y grisáceo de nubes con el que los últimos días de verano engañaban al sol-, pero nadie parecía prestarle atención en la habitación. Tan abstraída se encontraba ella.

Tersa como la melodía del piano, su nuca suave y delicada -puro satén- se elevaba graciosa hasta el comienzo del pelo negro que servía de cobijo a sus ideas. Ese pelo negro que, como un telón que se abre, ocultaba bellos espacios remotos, sueños, deseos... Imágenes de alegría a la vez que de locura. Imágenes por las que nadaba su alma como pez en un río. Dichosos los dedos que pudieran colarse en aquellos espacios prohibidos, conocer el placer de sumergirse en sus aguas.

Como dos hojas caídas del otoño, sus labios parecían haber caído distraídamente sobre ella, haberse posado en aquel camino de piel que llevaba hacia los ojos, que se abrían a su vez como dos volcanes helados. En la lejanía, aquella lejanía imaginada en el horizonte, parecía que una lágrima se bañaba en las oscuras pupilas, deleitándose en un baño caliente. Aunque bien podían ser respiraderos por los que asomaba el alma inquieta.

Para el paseante casual -distraído-, que cruza repentinamente por el salón de tu casa pensando que sigue en la calle, esa lágrima sería una señal definitiva de tristeza. No valoraría el conjunto, el todo en su totalidad, como no valora nada en su nadalidad. Sin embargo, para el ojeador astuto, el que encuentra el detalle que se esconde en la foto, esa lágrima será de felicidad.
Porque en ella verá las letras de una carta que le escribieron con amor.

martes, 1 de septiembre de 2009

Le llamaban "el viejo indecente" porque era honesto y decía que le gustaba follar y beber. Era coherente y sincero, aunque a veces un poco cabrón. Se reía de todo y todo le daba igual si no servía para ser bebido o ser follado. Redujo su vida a una serie de palabras sabiamente ordenadas y se marchó para dejar un garabato -duro y hermoso- de su propia existencia.
Le llamaban "el viejo indecente" porque quería follárselos a todos y vomitar lo que quedara de ellos. Le llamaban así porque no se molestaron en entenderlo.
Luego leyeron sus libros y dijeron que era un genio.
Alabar un cuerpo muerto y unas cuantas palabras parece menos peligroso.
Y lo sería, si esas palabras no te follaran el culo y vomitaran tu cráneo...