viernes, 25 de mayo de 2012

Vivimos en tiempos de silenciosa barbarie.
Vivimos divididos por odios inventados, por barreras invisibles que nunca dejan de estar ahí por mucho que las ignoremos, y que cada día se van ensanchando como gigantescos acantilados de sinrazón.
Vivimos dirigidos por un caos que favorece a pocos durante poco tiempo y que nos hunde eternamente a todos, como humanidad completa, la cabeza en el barro.
No podemos participar en esta estupidez dirigida, en este ataque a nosotros mismos: debemos soltar este lento cuchillo que viene desde mano ajena y que nos empeñamos en apretar con fuerza contra nuestras tripas, pensando que si lo aferramos con fuerza dejará de avanzar, cuando en realidad somos nosotros los que lo estamos moviendo.
No quiero mirar a mi alrededor y ver un pueblo de gente sin ideas, lleno de ideologías manufacturadas, de odios y directrices programadas, que ahondan la cicatriz que cruza la cara de este mundo.
No quiero más países ni culturas oficiales, seleccionadas con mano atenta para componer pueblos y agrupar a gente que se matará por defender lenguas y terrenos que ni le pertenecen ni podrán ser nunca suyos, mientras prefieren ignorar su verdadera cultura, la que día a día los rodea y que forma parte indeleble de su alma.
Dejemos que la lengua sea un ejemplo de comunidad, de creación conjunta, de juego entre desconocidos, de pasado y futuro del pensamiento. Usemos la lengua para acariciar a los demás y componer una sociedad sana, capaz de oír lo que no le gusta y expresar su disconformidad con tranquilidad y con argumentos propios.
Usemos la lengua como ejemplo de no violencia.
Hablemos para poder escucharnos. No quiero oír más gritos sin fundamento que sustituyen las palabras por el simple volumen.
No quiero gente saliendo a las calles para reclamar un país que no es suyo porque es de todos y que, probablemente, no sea de nadie.
No quiero que reivindiquen una nación que sólo existe en los libros de historia, mientras dejan que la realidad los supere sin saber masticarla y digerirla.
No quiero gente intentando parar el tiempo en aquel momento que a ellos les gustaba, ni enfurruñándose porque la sociedad avanza más rápido que su pensamiento.
No quiero muchedumbres gritando sobre una nación que no saben defender hablando.
No quiero muchedumbres elevando discursos rancios compuestos por cerebros ajenos que los están usando como altavoz de sus egos.
No quiero que reivindique mi cultura gente que no la conoce.
Sobre todo, no quiero que lo hagan en un clima de intolerancia y de odio.
Quiero que la gente salga a las calles y opine.
Quiero que escuche de una vez al que tiene a su lado.
Quiero que deje de fijarse en el aspecto del que le habla y empiece a fijarse en lo que está diciendo.
Quiero que ponga una barrera de pensamiento crítico a lo que dicen periódicos y medios que solo buscan favorecer a unos y hacer daño a los demás.
Quiero que acepte oír cosas que le ofenden y que sea capaz de criticarlas con la madurez de quien sabe lo que piensa y no tiene miedo a ideas ajenas. Con la madurez de quien no tiene que destruir lo que es distinto, porque es capaz de aceptar que existe y que no es tan malo.
Quiero que la calle sea de todos y de nadie.
Quiero que un día lleguemos a un punto en que todo esto sea lógico y la estupidez y la barbarie silencios callen para siempre.
Quiero vivir en un sitio donde ser feliz no será difícil, porque este será el objetivo común de toda la gente.
Y quiero que entendamos que no existe la felicidad individual mientras existe el sufrimiento colectivo.
Hay que parar esto.