jueves, 14 de febrero de 2008

S.H.A.R.K.

Desde el muro de la fábrica se tiene una extraña panorámica: abajo el agua, enfrente las fábricas semihundidas en el mar y al fondo la ciudad y los altos rascacielos desolados. No hay rastro de gente, y permanezco encaramado al muro, que se levanta aislado en mitad del agua, entre las ruinas de lo que un día fue una fábrica de zapatos. Trepo un poco más y me siento en lo alto, con las piernas a los lados, agarrándome fuertemente para no caer. Apunto, enfoco y disparo. Se oye un chasquido y de la cámara emerge una fotografía instantánea. De momento está negra, pero la agito y una imagen aparece levemente.
Cuando ya tengo la foto, la miro una vez más y la guardo en mi chaqueta. Una fuerte ola golpea el muro, que tiembla haciendo que me agite. De entre los ladrillos cae un poco de arenilla, lo cual no es buena señal: me levanto y el que me servía de asiento se resbala y cae al agua. Con cuidado, como puedo, trato de regresar al bote. Sabía que se avecinaba tormenta, pero es que es la única ocasión en la que puede verse a los escualos por la vieja ciudad.
“Quizás ahora acepten y conviertan esto en una reserva”, pienso mientras desciendo aferrándome a las grietas para no caer.
Cuando subo al bote un tiburón pasa por debajo y noto un escalofrío. Mientras mi bote se eleva y desciende de nuevo por las olas, rezo por que no tenga hambre. Espero un rato y enciendo el motor.
En el muelle del puerto no hay nadie. Ya ha empezado a llover y la lluvia ácida nos obliga a todos a encerrarnos en cualquier parte. Corro tapándome la cara con el abrigo de neopreno hasta un cobertizo. En el porche, debajo de un tejado de plástico ya bastante carcomido que apenas durará una hora, hay un par de niños tumbados contra la pared. Me ven y me miran con terror, pero les enseño mi chapa del gobierno. Entonces sí que tiemblan de verdad.
-Soy el fotógrafo, nada más –intento tranquilizarles, pero no hay manera.
Después de un rato allí, la lluvia cesa. Los dos muchachos salen corriendo hacia la ciudad mientras yo me quedo sentado mirando las olas lejanas. A veces una aleta asoma del agua, pero cada vez veo menos: parece que están regresando a las profundidades. Sólo vienen con tormenta, aunque esto tampoco es malo: cada vez son más frecuentes.
Miro mis instantáneas: una aleta saliendo a la superficie, una sombra oscura entre las ruinas sumergidas de una fábrica, el ojo negro y frío de un escualo que pareció verme encaramado al muro…
La semana pasada saqué una fotografía terrible: debido a una ola gigante, un tiburón se golpeó con una tubería sobresaliente y comenzó a sangrar. Al instante aparecieron tres más, que comenzaron a devorarlo a grandes bocados. Los restos del cadáver se hundieron lentamente mientras cientos de diminutos pececillos se acercaban a picotear la carne que quedaba. Capté el momento de la primera dentellada, justo en las branquias, en el momento exacto en que emergía del agua la boca abierta, llena de afilados dientes del segundo escualo. El tercero se intuía como una sombra más profunda, pero podía verse su cabeza con bastante claridad.
Volví a guardarme las fotos y me encaminé hacia la moto: le quité la funda de protección y me dirigí al ayuntamiento de la nueva ciudad. Las ruinas de la antigua quedaron detrás de mí, semihundidas y llenas de peligrosas alimañas: hace tiempo que perdimos nuestro derecho a estar allí. Tendremos que aprender a convivir con la muerte.

[fin de la conexión]