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jueves, 15 de enero de 2009
miércoles, 14 de enero de 2009
Pues sí, la canción me entristece: empaña mi alegría con un velo pegajoso. Y arrastro esa sensación desde pequeño cuando me asalta implacable desde la publicidad, fruto del contraste entre la alegría de la canción alegre y ese sentimiento de impotencia que no sé cómo apartar. No sabría definirlo, pero es una sensación de falsedad: como maravillarse del amanecer y descubrir un inerte sol de neón sobre avejentado papel de regalo.
Y cuando la escucho sólo puedo recordar aquellos momentos grises en los que se posa sobre mí y me cubre de desilusión, cuando mi alegría huye aterrada de mi cuerpo y, contaminada, escapa dejando una nube de desesperación. Como la tinta del calamar a la fuga.
En esos momentos todo lo que queda es el tedio de un viaje en autobús y la sensación reseca de la tapicería quemada y maloliente de los asientos, el cristal empañado por mi respiración agitada y el enjambre de coches vacíos que flotan en paralelo a mi vida y los tapacubos que mandan un mensaje en clave sobre la rutina diaria y las vibraciones que cosquillean bajo mis pies y el periódico polizón, escondido bajo los asientos, y el chicle ya endurecido por su experiencia en viajes y la firma de una persona desconocida a la que no quieres conocer y la lucecita que apenas ilumina pero que te anima a leer y el vecino que se duerme apoyándose en tu hombro y la chica de la que te enamoras porque nunca te ha mirado y el puticlub que atrapa tu atención antes de desaparecer de tu mente y la furgoneta de gitanos traqueteando sobre el camino de arena y el avión que se cruza en el cielo con un puente sobre la ventana y la conversación pillada a medias entre cabezadas somnolientas y el conductor que abre la puerta sin esperar a detenerse y el frío aire congelado que monta corriendo para calentarse y el cielo gris reflejado en el río marrón y la vuelta a casa con el paisaje escondido tras el velo de la noche y las farolas en medio de la nada que nada tienen que decir y las putas de las rotondas, las únicas que allí no dan la vuelta, y la gente que baja en una parada y se aleja de tu vida y… y el autobús que por fin llega a tu parada y te devuelve aturdido a tus pies, con ese primer paso que tanto cuesta dar, hasta que uno vuelve a hacerse con los mandos…
La canción desaparece de los altavoces una vez me he bajado, pero todavía sigue resonando durante un tiempo sobre mi piel. Y me trae tantas sensaciones tan gastadas pero tan desconocidas… Que me recuerda que mi vida, triste y sin aventuras, es mucho más rica de lo que alcanzo a ver.
Sin embargo me entristece porque, joder, ¡qué mala es esa canción!
Toda la gente que atraviesa la realidad desarrolla un deseo irrefrenable de matar. Esta es la manera de ir más allá del contacto físico, lejos de todo sentimiento, y acceder de manera directa a la esencia de lo que somos.
La muerte, al igual que el asesinato, reproduce la verdad más sincera y cruel de este mundo, pues nos recuerda que el ser humano es un objeto destruible.
Algunas personas parten de esta idea para llegar al a conclusión de que hay que respetar la vida, porque es una cosa única e irrepetible.
Otros, sin embargo, sabiendo que van a desaparecer sin remedio de la realidad, deciden traspasarla y destruirla. Esta gente representa todo aquello que la sociedad odia o no puede entender.
Todo, pero elevado a la máxima potencia.
Y, aunque hemos olvidado que no existe diferencia entre orden y desorden, resulta comprensible que su conducta nos repugne: nos hace sentir víctimas de nuestras propias reglas.
¿O no? A lo mejor, entre el miedo y la incomprensión, sólo podamos sentir pena y vergüenza ajena ante estas personas.
No lo sé, tal vez nuestra risa no sea muy diferente al balido sarcástico de las ovejas que miran nuestro coche al pasar.
Sentado a la mesa el muchacho intenta escribir: pequeñas gotas de inspiración caen de su frente al papel formando una historia. Agotado, contempla el charquito que ha formado y envidia a la gente que puede crear mares. Después levanta la hoja dejando que el trabajo de toda la tarde se escurra en un cubo.
Viendo que resulta imposible escribir nada decente, se le ocurre dibujar. Agarra el portaminas vacío e introduce las minas como si fueran balas, dispuesto a cazar algunos bocetos. Un par de infructuosos intentos y desiste también (...)
(06/04/2006)
El cuento de la niña
El sonido lejano de un automóvil hizo que se volviese y esperase pacientemente junto al camino. Tarareando todavía, observó cómo la nube de polvo se iba acercando a ella. En el momento en que el coche pasó a su lado la pequeña intentó reconocer el rostro del conductor, pero el sucio cristal sólo mostró el fugaz reflejo de una niña con coletas. Después el ruido se fue alejando mientras el polvo del aire se iba asentando de nuevo en el suelo. Fue cuando la niña iba a reanudar la marcha que se dio cuenta del silencio que deambulaba a su alrededor.
Algo nerviosa, intentó silbar de nuevo la canción pero los sonidos se negaban a traspasar el umbral de sus labios, como si tuvieran miedo de interrumpir el inaudible monólogo del silencio. Sintiéndose observada, se volvió y miró en derredor: nadie. Todo estaba en calma. Sin embargo en cuanto dio el primer paso el viento regresó juguetón a las espigas y pudo continuar más tranquila, saltando de una piedrecilla a otra y evitando pisar las atareadas hormigas que aparecían aquí y allá.
Entre tanto, atraídas por el inocente paseo de la niña, las nubes comenzaban a aparecer por el cielo. En cuanto las primeras chocaron comenzaron a llegar más, como atraídas por la posible pelea, y se fueron empujando unas a otras hasta formar una tormenta. La niña apenas se dio cuenta hasta que ya era demasiado tarde: unas gotitas de advertencia y después el cielo bramó enloquecido derramándose sin control sobre el campo. Parecía que la gravedad estaba pasando factura de repente a toda esa agua que flotaba en el cielo.
Lejos del pueblo y en medio del campo, el único posible refugio se hallaba en el bosque, de manera que la niña salió a la carrera hacia los árboles. Según corría, las gotas de agua caían a cientos sobre ella y se aferraban a su vestido intentando retenerla. Ella apartaba como podía el maíz para abrirse paso y las espigas se giraban tras ella y la observaban enfadadas.
Por fin, sus embarrados zapatos llegaron a la linde del bosque y la niña respiró aliviada, aunque el vestido estaba totalmente empapado. La densidad del bosque en esa zona no era suficiente para evitar la lluvia, de manera que comenzó a adentrarse más y más, buscando una zona conocida en la que poder resguardarse del frío y esperar a que el cielo se apaciguara. Sabía que por ahí cerca debía de haber un montecillo y que en él se encontraba la antigua ermita del pueblo, pero en la creciente oscuridad de media tarde se veía incapaz de encontrarla.
Ahora la niña maldecía haber discutido con su hermano; sabía que todo esto era culpa suya, que si no hubiera pasado nada ella no habría andado jamás sola por el campo. Pero ahora era ya demasiado tarde para pensar en esas cosas y decidió que lo mejor sería refugiarse bajo un seto y simplemente esperar. Se metió bajo el primero que encontró relativamente seco y, agachada como estaba, trató de cubrirse las piernas con el vestido para evitar el frío. El sonido del bosque en la tormenta sonaba como una furiosa orquesta sin director, pero la niña ya no tenía miedo: miraba tranquilamente las ramas de los árboles y veía cómo se zarandeaban. Tras un rato empezó a sentir sueño".
(28/04/2006)-inconcluso
Buscando imágenes, part. I
...
Esas habían sido sus últimas palabras. Sin llantos, sin mirar atrás, sólo un beso de despedida con el sol del amanecer y un día que me sorprendió sin saber qué hacer. Cayó la noche y yo seguía mirando el horizonte. De algún modo pensaba que hasta que no apartara la mirada no tendría que afrontar los hechos. Podría haberme pasado así meses, pero al final volví a casa.
Dicen que el tiempo lo cura todo pero conozco un cáncer de pulmón que nada pudo remediar: regresé a casa, pero a la suya. Abrí con mi propia llave y busqué por los rincones el recuerdo de su olor. Nunca compró un puto perfume pero siempre olía a campo de amapolas. Por desgracia, nunca he tenido buen olfato, ni para las colonias ni para las mentiras: debí suponerme que "para siempre" era sólo una manera de hablar. Si por mí hubiera sido estaríamos cosidos uno a otro como siameses pero ella necesitaba libertad. Nunca pude entenderlo: le ofrecía la celda más grande del mundo, una cuyo único límite era el horizonte. Y aun así ella se asfixiaba.
No podía quitarme de la cabeza el momento en que la conocí, cuando apenas podía intuir lo que se escondía tras cada palabra que sus labios me permitían descubrir. Era el tipo de mujer que con un suspiro hubiera hecho temblar un imperio, pero por algún motivo prefirió asaltar mi pequeño castillo. Y yo desesperado buscando la alfombra roja. El caso es que mi vida cambió totalmente aquel día: miré en sus ojos y vi un mundo, y supe que quería adentrarme en él y conocer todos sus secretos. A partir de entonces podía abarcar todo el universo con tan sólo abrazarla, porque no había para mí nada más allá.
Sin embargo, ¿qué hacía aquel fatídico día, en su casa, mirando sus fotografías y rebuscando en sus cajones? Supongo que buscaba una señal, una pista de hacia dónde podía haberse dirigido. Debo de ser de esas personas que no comprenden que la película ha acabado aunque se queden ante una pantalla en blanco. Lo peor de todo es que yo intentaba esperar a la siguiente proyección. ¿Volvería a comenzar nuestra historia si me quedaba sentado? No lo sé, pero no tenía suficientes palomitas, y allí, en el apartamento, la desesperación se instaló definitivamente en mi vida sin la menor intención de abandonarme. Debía darme prisa y hacer algo antes de que empezara a tirar tabiques.
Pasé de los cajones a las botellas y acabé destrozándolo todo. No era un buen comienzo, pero al menos era un principio y eso es todo lo que necesita una historia. Me llevé todas las fotos que vi y su libro favorito. Como si con ello fuera a encontrarla.
***
Al principio apenas podía creer que fuera el mismo: jamás pensé que llegaría a encontrarlo. Un vago sentimiento de incomodidad me hizo mirar a mi alrededor. Me sentía como si estuviera invadiendo un espacio privado, espiando un momento de la intimidad de otra persona. En cierto modo era exactamente lo que estaba haciendo, sólo que llegaba dieciséis años tarde.
Volví a levantar la foto: el cartel con forma de barquichuela, el pato amarillo y el lago. De fondo los árboles algo más jóvenes. Todo exactamente igual, salvo por la intrusión de la impaciente vegetación por todos los rincones. No era tan mal comienzo, si se tiene en cuenta que al principio sólo tenía una foto vieja; pero a pesar de todo persistía el sabor a derrota en mi boca. A fin de cuentas yo buscaba a la chica y sólo había encontrado el decorado. La sonrisa adolescente de la fotografía parecía burlarse de mí, parecía recordarme que sólo se trataba de algo de luz posada sobre un trozo de película. En todo caso me daba igual: ya tenía el primer elemento de la serie, lo cual demostraba que lo que me pretendía era en cierto modo posible.
Me senté con una cerveza, contemplé el pequeño éxito que para mí representaba el paisaje y comprendí que podría hacerlo. Seguro que empresas más descabelladas habían llegado igualmente a buen puerto. Daba igual tener que jugar contra toda probabilidad, porque yo no pararía hasta que fuera evidentemente imposible: me conformaba con la posibilidad de intentarlo. A fin de cuentas, estaba tratando de engañar al tiempo y todo sonaba absurdo, pero no más que la religión más respetable del mundo.
Cuando el sol comenzó a lamer el horizonte y este enrojeció, comprendí que había llegado el momento de irme. Tiré la lata, vacía ya desde hacía un rato, y me acaricié la barba pensativo contemplando otra vez el cartel. Después clavé la foto en él con un martillazo que pareció despertar todo el polvo que dormía sobre la madera y me aparté un par de pasos sorprendido. Había quedado de tal manera que el clavo atravesaba exactamente el mismo punto en el cartel y en la foto, tocando a la vez presente y pasado. A la vista quedaba la representación de un bucle temporal de dieciséis años.
Después me alejé y empecé a sentirme triste.
Cliché
>Arte< la voz áspera del detenido. Sus ojos parecen capaces de escurrirse de las cuencas.
>¿Piensas que esto es un puto juego?< Una mano en el bolsillo, la otra con un pañuelo sobre la nariz.
>Sí< mirada tranquila y sonrisa de hierro.
>Entonces les diré a los chicos que jueguen un rato contigo en la comisaría< ojos de acero.
>Me encanta el dolor< empujado fuera del apartamento.
>Sí, de eso estoy seguro< susurro que se pierde por el pasillo en la misma dirección que los pasos del asesino.
El capitán mira el cuerpo tendido en el suelo. Le pregunta la edad al forense e intenta alejar el pensamiento "como mi hija" cuando escucha la respuesta. Sin éxito. Un puñetazo de furia lo golpea en el estómago. Deseos de matar.
Se asoma a la ventana y contempla la lluvia que golpea monótonamente la ventana. Abre y saca la cabeza. Las gotas de agua fresca caen sobre su cara y siguen cuello abajo. Vuelve a ponerse el sombrero pero deja abierto. Que se airee esto.
Un café caliente en la mesa, media hora más tarde. Se miran mútuamente. Con la cucharilla crea una espiral oscura. Esto nunca acabará. Siempre aparecerá otro maldito loco. Cada vez peor, siempre un paso más allá. Deja dos monedas grises sobre la mesa y su sombra cruza el local.
Con el volante en las manos, las imágenes de la mañana se suceden entre sí. No puedo volver a casa, no lo soportaría. Un frenazo en el barro del arcén y vomita en la hierba. Llora. Cuando se tranquiliza vuelve al asiento de cuero. Enciende un cigarro.
El rugido del motor deja atrás a los otros vehículos de la autopista, cuyos faros desaparecen por el retrovisor. Deja el coche tras la comisaría y entra por la puerta trasera. Saluda al muchacho de la limpieza, gira hacia el pasillo de la derecha. Saca furioso la pistola y apunta sobre la mesa, junto a su placa.
>Se acabó< tajante.
La mirada irónica del superior lo enfurece aún más. Tiene los ojos del detenido. Y su sonrisa. Los ojos crispados del capitán sólo hacen que ría con más ímpetu.
>Traslado. Es lo único que te puedo ofrecer< abre un cajón y saca un pescado podrido.
>¿A dónde?<
>Flanagan, vas a ir al infierno. Al de verdad. Descubrirás lo que te has estado perdiendo los últimos años<
>¿A dónde?<
Silencio
>Distrito IV<
Un susp¡ro. Coge el arma y la placa y sale dejando la puerta abierta.
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(21/05/2006)
La lucha contra uno mismo
Después me cuesta ponerme en pie, mis piernas siguen débiles por el sueño. Eso sí que me suele pasar, eso es normal.
Entonces voy hasta la ventana y subo la persiana. El cielo está de un gris trágico, partido por una cuchillada resplandeciente, una nube dolorosamente blanca. Me giro para evitar la luz directa en las pupilas y me quedo apoyado de espaldas en la pared. Ante mí está toda la habitación, desordenada, penetrada por la luz dañina del día. Tan intensa como el foco de una cárcel.
Incapaz de soportarlo más, intento refugiarme en el baño, yendo en busca de una ducha relajante. Me desnudo rápidamente para esquivar el frío, que aun así parece envolverme con su acostumbrada lascivia, y cierro la mampara tras de mí. El agua caliente tiene el efecto de un bálsamo sobre mi piel. Alargo la ducha lo que puedo, hasta que al final alguien empieza a aporrearme la puerta. El despertador.
***
Despierto y mi cerebro está tranquilo. Mis ojos se mueven ahora sin causarme problemas, aunque sigo sin ver una mierda. Busco las gafas con la mano y no están. Por algún motivo, no me sorprendo demasiado. Abro la persiana y el cielo está gris. Una fuerte lluvia cae golpeteando contra el cristal, como si intentase darme en la cara. Vaya manera de dar los buenos días. Veo un par de hojas volar frente a mi ventana, como elevándose hasta mí para observarme, bailoteando con el viento. No sé por qué, pero pongo la mano en el cristal y digo "hola". Las hojas pierden fuerza y caen muertas, quedándose después flotando en un charco del asfalto. Como la pobre Ofelia. Qué cuadro tan bello. A lo mejor mi palabra les ha arrebatado la vida, puede que haya despertado como un rey Midas de la muerte. Pienso durante un segundo en ello y de repente estoy deseando saludar a mis vecinos.
Como toda mañana, me dirijo al baño, a echarme un poco de agua y limpiarme la pereza del cuerpo. Abro la puerta y al instante oigo un golpe sordo. Como si alguien hubiera tirado una piedra. Conozco ese sonido. Me acerco lentamente y me asomo con cuidado. Nadie. Lo he oído de verdad, refunfuño...
Siguiendo un impulso extraño a mí, abro la ventana y asomo medio cuerpo. La lluvia entonces empieza a golpear con más fuerza, como si quisiera volver a hundirme en mi habitación. Hago el esfuerzo y miro en ambas direcciones, pero sigue sin haber nadie. Intento cerrar la ventana, pero el viento es demasiado fuerte, tanto que parece que fuera a hacerme volar como a las hojas. Yo dejaría un cadáver más bello sobre el asfalto. Todavía empujando la ventana, que se niega a cerrarse a pesar de estar ya sólo a un palmo de su sitio, una luz cegadora aparece en el horizonte. Es como si los rayos de sol fueran una dedo metiéndose en mis ojos. Suelto y la ventana se abre de par en par, dejando que la lluvia y el viento, la luz y la desesperación entren en mí.
***
Lo primero que veo al despertar es lo mismo que veo cada día al despertar: nada. Mi habitación permanece en el anonimato, desenfocada por mis ojos miopes. Vuelvo a tener la sensación de que mis sábanas pesan más de lo normal. Desde donde estoy tumbado puedo ver una silla de madera que está al revés. Hay una chica sentada en ella. No puedo ver apenas, sólo intuyo los detalles. Le pregunto quién es, pero no responde. Con una mano adormilada y tranquila, busco las gafas en la mesita y hago que la realidad vuelva a hacerse visible: no era más que un montón de ropa sobre la silla. El jersey marrón que queda arriba hace la forma perfecta de una melena descuidada. ¿Lo dejé así aposta cuando me lo quité? Una extraña idea cruza mi mente: ¿y si mi habitación en realidad no tiene contornos y mis gafas me están engañando?
Pienso en ello cuando me pongo de pie, si es que una acción tan torpemente realizada puede denominarse así. Haciendo equilibrios, como si no tuviera pies y andase sobre muñones, me acerco a la silla. Le pego una patada al montón de ropa, que cae a una, como si fuera un cuerpo humano. Me entra una punzada de remordimiento y hago como que extiendo la mano para ayudarle. Para ayudarla, a la chica. Es sólo una broma de mal gusto, por eso no me lo tomo mal cuando ella me coge la mano.
(21/01/2007)
No es nada nuevo, en realidad lleva ahí mucho tiempo. Por lo menos desde que alquilé el apartamento al anterior inquilino, un tipo de grandes ojeras y diminutas orejas. Me lo dejó muy barato pero no pude evitar que me resultara desagradable, con esa sonrisa nerviosa y todos esos extraños tics nerviosos. Como si fuera para tanto. ¿Sería el primer muerto que veía en su vida?
En verdad era también mi primera vez, pero fue mucho menos trágico de lo que cualquiera podría imaginarse: me limité a cerrar la puerta tras de mí, dejar la maleta en el suelo y darle los buenos días. No hubo respuesta, pero supongo que si uno está muerto queda eximido de ciertas costumbres sociales. En todo caso no me pareció maleducado.
Tal vez ustedes se estén preguntando cómo puede ser la convivencia con un hombre que está muerto. Bueno, a decir verdad no es nada fuera de lo corriente, simplemente se trata de una convivencia silenciosa. Dicen que es duro acostumbrarse a vivir con la muerte, y supongo que tienen razón: no debe ser fácil asumir que tu compañero va por ahí, día y noche, buscando a gente para quitarles la vida. Y debe ser un engorro encontrarse a veces la hoja de la guadaña en el lavaplatos. Y peor todavía deben de ser sus visitas: esos tres jinetes que se pasan de vez en cuando para jugar al ajedrez y te lo ponen todo perdido de ectoplasma.
Pero un muerto no, con un cadáver uno puede sentarse y leer, incluso en voz alta -si se tercia-, que nunca va a recibir quejas. Puedes traer visitas, poner música alta o ver la tele de madrugada con total tranquilidad, que él siempre seguirá ahí tumbado, un poco tieso, sin apartar la vista del techo. Por supuesto, resulta algo incómodo a la hora de irse a dormir, pero uno se acaba acostumbrando y al final siempre coge la postura adecuada.
Después de todo, si vive aquí es porque paga el alquiler, así que tiene tanto derecho a dormir en la cama como yo. No creo que al morir pierda uno el derecho a estar cómodo, menuda tontería entonces, ¿no?
(08/10/2006)
viaje de negocios
Un parpadeo oculta un instante las pupilas azules, perdidas en algún rincón del horizonte. El flequillo negro danza con la brisa sin interponerse entre la mirada y el paisaje, mientras el sol arde en el cielo a pesar de que la gravedad de la tierra lo atrae lentamente con la promesa de un descanso nocturno. Tiempo oxidado en una señal que prohibe cruzar las vías. El andén vacío al sol, en la sombra un obrero sesteando. Un cigarrillo apagado en la punta de sus labios da cabezadas al ritmo pausado de la respiración.
Crujidos de arenilla en baldosas rojas al caminar en dirección al edificio de la estación. El viajero se dirije a la cafetería, deja su enorme maleta sobre el mostrador, a pesar de que esto le impide mirar a la cara al dependiente, y contempla el cartel de refrescos. Pide uno y una voz ronca tras la maleta responde que no queda. Lo mismo pasa al pronunciar otros tantos nombres de la lista. Pacientemente, el viajero recita cada palabra, como si se tratase de una extraña poesía. Al llegar la última se oyen los pasos del dependiente: un clock clock que va y viene y un vaso grande es depositado sobre la barra, a la derecha de la maleta. Una lluvia de monedillas cae en el lado izquierdo sobre la madera mojada y una mano de dedos rugosos y peludos las recoje con calma.
Con un sonoro sorbido del dulce refresco azul, el viajero recoje su equipaje de mano y le da las buenas tardes al dependiente. Este lo mira con una inocente mirada bovina antes de darse la vuelta y desaparecer cojeando en la trastienda. Por la misma cortinilla de plástico por la que se ha ido aparece un hombre colocándose una corbata de color negro. No lleva camisa y su piel es escamosa y amarillenta. Cada hueso de su cuerpo asoma con el movimiento, mirando al exterior a través de la piel como lo haría una persona tras las cortinas de una ventana. El sujeto sale de detrás del mostrador y se dirije al viajero, que espera sentado en una mesa y al que no le pasa desapercibido el baileteo de huesos.
Cuando llega a su altura, se detiene y ambos se miran durante un instante a los ojos. El dependiente aparece de nuevo, bamboleando el cuerpo al andar, y se acerca para poner una silla tras el otro, que se sienta lentamente sin dejar de clavar sus pupilas en las del hombre que tiene delante. El dependiente regresa a su puesto y parece olvidarse del tema.
-Tenemos entendido que poseen una información que nos puede interesar. Al menos eso dijo el informador que nos llamó -el viajero.
El huesudo asiente una vez con calma, despacio pero llevando a cabo una inclinación un tanto exagerada, como si diera una cabezada. Parece un tipo silencioso, aunque tal vez se deba a que tiene los labios cosidos entre sí. Da la impresión de que por su cabeza pasan muchas más cosas de las que se pueden imaginar, posee la expresión sabia de un chamán. Sus ojos de cangrejo, sin expresión pero de gran profundidad, distorsionan el reflejo de una cafetería deforme. Sin alterar una sola de sus facciones extrae de un bolsillo unas tijeras muy grandes, desproporcionadamente grandes, teniendo en cuenta su cometido. Lentamente pero sin el menor atisbo de nervios, las eleva y las sitúa frente a su cara, a la altura del ojo. Las hojas afiladas se separan con un chillido de metal y encuadran un ojo negro como el alquitrán. En él se refleja el rostro sorprendido del viajero, que sin perderse el más mínimo detalle, toquetea nervioso los objetos de sus bolsillos. Inconscientemente trata de aferrar su mente a las cosas que roza bajo la piel del pantalón para así evadirse de la situación, pero sus dedos se detienen ante la imagen que golpea sus retinas.
El huesudo dirige las tijeras a la comisura de su boca y corta el nudo de cordel que mantiene su boca sellada. Después las deja con un chasquido en el mármol blanco de la superficie de la mesa y con sus dedos alargados y cayosos tira de un extremo, liberando sus labios de la atadura sin que aparezca ni una gota de sangre. La carne blanda parece irse acomodando a su nueva libertad y se despega con un ruido de succión antes de que las palabras comiencen a salir con calma, siempre con calma. El sónido sólo podría describirse como húmedo. El viajero nota cómo las palabras parecen adherirse al sudor de su frente y se limpia rápidamente con un pañuelo.
-Nadie dijo que fuera a ser agradable.
El viajero traga saliva:
-Me pagan bien.
-Seguro que sí.
-¿Qué tienes para nosotros?
El huesudo niega con un gesto tranquilo y replica:
-No intentes engañar al viejo mensajero -pasa un dedo por sus labios agujereados-, he dedicado mi vida a esta profesión.
El viajero se inclina hacia su derecha y eleva la maleta poniéndola sobre la mesa. El huesudo mira silencioso a su compañero y este sale de nuevo y se la lleva del asa a la trastienda. El viajero pregunta sorprendido si no van a comprobar la mercancía.
-Nadie se atrevería a engañarme -respondiendo con una melodía que parece acariciar con un dedo frío la cordura del hombre.
-Hemos cumplido nuestra parte, ¿no? -empapado en sudor.
El dependiente regresa apartando la cortinilla. Cuentas de plástico multicromático danzando frente a una oscuridad impenetrable que parece agazaparse en el interior como un insecto a la espera de una presa. El extraño ser asiente con su cabeza vacuna y se relame la nariz. Una mosca le incomoda y se agita sin variar la expresión vacía de su rostro.
-En efecto. Y yo por supuesto cumpliré la mía -un largo silencio. La ausencia de sonido parece envolverlos como una expectante multitud de curiosos. Luego continúa:
-Buscábais a uno de los vuestros. Pensábais que os había traicionado y que había escapado con algo que os pertenecía. No fue así: fue atrapado y asesinado. Su cuerpo apareció semienterrado en la arena.
-Está bien. ¿Quién fue?
-Eso yo no lo sé.
El viajero abre los ojos aún más, sorprendido. Replica tras una breve pausa para recuperar un poco sus nervios:
-Formaba parte del trato: si había un cadáver necesitábamos saber quién era el asesino.
-Y lo sabréis. Me pagáis por conseguiros información, no por conocerla yo.
-Pero, ¿entonces como...?
La respuesta resulta más que obvia.
-Lo sabrás de su propia boca.
(...)
(01/08/2006)
Cadáver exquisito
Colaboración con Virginia Romero (texto sin negrita)
(26/6/06)
Vacío sin soledad, inercia inerte
Algunas nubes dispersas flotan por el cielo, en la distancia, pero se limitan a contemplar lo que pasa, se dejan llevar por el viento. El muchacho se pregunta por qué todo es tan bello a veces. Más que una pregunta es una sensación, pues las palabras vienen y van por su mente al son de la música, sin detenerse en ningún sitio. Caribou...
En su piel húmeda y perlada de sudor, el muchacho siente el peso de la luz del sol, que lame su camiseta negra. Luto aparente, burbujeante estela de barcos que dejan su marca en el agua como fantasmas durante tan sólo unos minutos. Luego las aguas borran el recuerdo ansiosas por continuar su camino sin interrupciones. Mientras haya agua el río se quedará ahí. Después probablemente se marche.
I put a spell on you... El grito desgarrado rasgea cuerdas en el alma: sabe a instituto y a desamores, sabe a Cuenca y a kilómetros de asfalto. Sabe a bellos recuerdos.
...because you´re mine. El muchacho decide regresar a casa. Sus pies se mueven compitiendo a ver quién irá delante mientras el suelo desiste y va quedando atrás. Ideas. Nunca dirás adiós de verdad a alguien mientras siga habiendo pájaros en el aire; mientras ellos sigan burlándose de la gravedad que a ti tanto te afecta el mundo no será más que una broma de mal gusto, un payaso sin chistes. Ninguna despedida lo es para siempre, pues nosotros no somos eternos.
Un tranvía para huir del sol y el muchacho llega a su calle. Apenas unos metros antes de entrar en casa se encuentra un pájaro muerto, en el suelo. Lleva ahí tiempo y parece picoteado. Parece que el muchacho se equivocaba. Recuerdo del gusano arrastrándose en el paquete de arroz. Recuerdo del sabor del Natto y su aspecto desagradable. Soja. Todo en este mundo importa una mierda, por eso mismo significa tanto. Sin conclusiones, finito pero eterno. Demasiado.
This is all...
(25/06/2006)
Le daba vueltas en la mano y no podía creérselo.
Jugaba con el reflejo brillante y verdoso del sol,
girando la muñeca como si anticipara el futuro.
Y mientras caminaba hacia casa todo parecía más alegre:
la lluvia, la vendedora de periódicos, la luz tenue del ascensor.
No sentía miradas de reproche, porque no había nada malo en lo que hacía.
Y en cuanto entró, se bajó los pantalones y se sentó al ordenador,
ansioso por pajearse con los mil vídeos porno que le habían prestado.
Empalmado,
consciente de que empezaba una larga tradición
que se perdía en el futuro hasta donde alcanzaba a ver.
Eufórico por vivir en un mundo feliz.
Un mundo de satisfacción.
Vamos, encuéntrame.
Apunta.
Mátam(...)
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