lunes, 27 de octubre de 2008

Una nube de humo rojo brotando sobre las cabezas y luces multicolores segregando epilepsia entre el público; litros y litros de cerveza pasando de botellas a bocas y acabando encharcados en suelos de servicios; tiros al aire que rebotan en la niebla y tiros de nieve que rebotan entre neuronas… y cada cual buscando la manera de matarse. Yo, contra mi naturaleza, elijo el silencio. Morir atragantado de palabras que tenía que haber dicho se convierte en mi pesadilla. Y mientras tiemblo de miedo por terrores interiores, canto para recordar mi voz, que he llegado a olvidar.
Y no sé si soy un muro para lamentarse pero todos vienen y me dan un cabezazo.
Siendo mi única respuesta a todo esto
una sonrisa.
Libera tu mente. Mata. Ignora

Los prejuicios morales de una obsoleta civilización

que esclaviza tu vida. No dejes que aten tu cuello a la rueda

no des vueltas sin sentido. Clava

el ancla de tus huesos en el suelo y vende caro tu aliento.

Piensa por ti mismo

sábado, 25 de octubre de 2008

Una vieja de piel llorosa y ojos arrugados tirita en un banco en el sol. Ni bajo el torrente de luz le entra calor. Ahorcada por la bufanda y encadenada a unos guantes, sus brazos bailan sin rigor y sus ojos vagan por la plaza sin encontrar un punto de apoyo.
Y los paseantes pasan por delante sin notar su existencia, antes de entrar en la iglesia y rendir culto al sacrificio de un inocente. Cada pie que entra por el histórico pórtico clava un clavo que condena a esa mujer a ese banco.
Yo, mientras, sentado sobre un rayo de sol sobre una esquina de piedras, rindo mi incoherente tributo a esta viuda de la vida. Y, sin pretender dar la nota pero abordado de melodías, canto mi impresión en silencio.
Antes de alejarme como todos y olvidarla dentro de mí mismo.

viernes, 24 de octubre de 2008

Sentado con el corazón apagado pero la mirada encendida, espero inerte en estado de letargo a que llegue la ansiada inspiración. Llega, inspiro con ansia y mis pulmones se hinchan como el pecho de un gallo de peleas. Mis dientes tiemblan de excitación, chorreando saliva azucarada, y mis pupilas se vuelven tan pequeñas que parecen hundirse en el iris color de miel. Como una piedra negra cayendo a un río de lodo, como una moneda oxidada dirigiéndose al fondo de un pozo. Es entonces cuando mi cerebro bucea hacia abajo y, atravesando mi garganta, se instala en mi pecho sustituyendo al innecesario corazón, empujándolo hacia abajo. Y mi corazón cae entre las ruidosas tripas, escurriéndose hasta mi poya. La uretra se abre y el corazón se lanza al váter en cuanto intento mear. Sin embargo no noto, ni entusiasmo ni desesperación, porque mi cerebro filtra la tristeza que corría por mis venas y la convierte en carbón. Con él quema mis deseos frustrados y por cada uno me sale un pedo. Así, ronroneando como un motor estropeado, deambulo por la calle un rato hasta que encuentro un sitio en el que echar el ancla.
Un sitio en el que hundirme

miércoles, 22 de octubre de 2008

Aquel día habías decidido que yo ya no te servía. Me dejaste esperando una llamada con un agujero de bala en la cabeza. Mis ideas goteaban despacito hasta que se condensaron y dejaron de fluir. Pero la costra se caía cada vez que pensaba en ti y me desangraba otra vez en pensamientos extraños. Caminé sin rumbo durante meses sin respuesta sabiendo que las preguntas estaban colgadas en montes muy altos. Tenía que subir a por ellas y volver a la ciudad, todo para darme cuenta de que mi sabiduría cabía en el logo de una camiseta.

Cansado, decidí esperar a que pasara el tren que me llevara de vuelta a tu interior, pero elegí mal el sitio y tomé asiento entre las vías. No pasó nada porque no hubo tren, pero imagínate qué susto cuando me di cuenta.

Un buen día conocí la desesperación cuando la vi tomando café en la mesa de enfrente. Me acerqué a saludarla pero no me miró, aunque desde entonces me la encuentro en todas partes. Suele estar en la única esquina que tiene mi cuarto, entre las telas de araña, y a veces la noto escurrirse bajo el colchón de mi cama de fakir. Como el guisante del cuento aquel, aunque yo sigo durmiendo como un príncipe porque estoy anestesiado ya.

Ayer me hice una herida: un leve resentimiento sobresalía de una pared y al pasar la mano se rajó mi dedo. Justo el dedo corazón. La piel se abrió como queso fresco y empezó a soltarse por capas. Mi piel es así, como la cebolla, por eso siempre que me corto lloro. Tiré de ella como de un hilo y acabé deshilando mi desilusión. Decidí que luego cogería agujas de vudú y me haría un jersey. Después me lo clavaría en el corazón, pero sólo si hacía juego con mis venas.

Y así seguí durante un tiempo, zumbando sin ruido en mi panal de apartamento, haciendo el zángano entre los obreros. Busqué trabajo entre los asesinos de masas pero respondieron que no querían más publicistas. Además el lavado en seco de cerebro nunca se me dio bien. Vomité arena para gatos en un cubo y me alejé al empezar a oír los maullidos.

Pronto me di cuenta de que, entre tanta ignorancia, te había olvidado, así que empecé a beber para recordar. Con cada vaso aparecía una imagen, con cada chupito un píxel. Y con cada gota de agua, desaparecía un año.

Desapareció todo cuando me bebí el agua del váter.

Desaparecí yo cuando empezó a llover.
Regresé a casa empapado y busqué un perchero para colgar mis sentimientos. No lo encontré y los dejé en el felpudo. Antes de que me diera la vuelta ya había un vendedor en la puerta limpiándose los pies.

Le pregunté qué quería y él me rebotó mi pregunta, así que tuve que responderle algo:

-quiero paz

Sus ojos se iluminaron como semáforos en rojo y entró hasta el comedor agitando su maletín en el viento. Apagué el ventilador y lo siguió agitando en la brisa.

-tengo justo lo que usted necesita

me dijo, aunque en realidad yo no necesitaba nada

-no tendrá usted un perchero

le pregunté a sus ojos en ámbar

-no diga tonterías ¿quiere? usted lo que necesita es paz

y rebuscó en su maletín y sacó algo de este tamaño más o menos, con un color similar a ese y que pesaba tanto que lo tuve que coger así

-pero qué se supone que debo hacer con esto?

le pregunté

Sus ojos en verde precedieron a sus pasos hacia la calle y nuevamente pisó los sentimientos de mi felpudo

-buscar la paz, caballero

hizo una pausa innecesaria

-ni más, ni menos

antes de marcharse escaleras abajo por el ascensor

así que volví a mi comedor y traté de entender cómo funcionaba aquella cosa.

en valde.

Al final me aburrí y lo dejé encima del armario, aunque no cabía y sobresalía la punta.

aquella punta me dio una idea

y quité mis sentimientos del felpudo y los colgué de aquella cosa.

luego me senté a esperar......................................................
y esperé otro poco........................................
y al final todavía un poquito más.....

hasta que me di cuenta de que funcionaba: había encontrado la paz

y sonriendo me fui a dar un paseo
en sobreexcitada tranquilidad
Cansado del día, celebraba la noche sujetando con los labios una colilla que apenas había fumado. Sólo era para dar ambiente. Y de todas formas, la lluvia no se andaba con tonterías: la mitad de mi cigarro flotaba en un charco.
Esperaba el autobús, aunque no había ninguna parada cerca. En realidad sólo estaba pensando un poco. Moliendo café en mi molinillo, dándole vueltas a las cosas. Sentía que algo no iba bien por dentro: o la digestión o mis sentimientos. Y lo primero no podía ser, porque nunca he tenido estómago para esto.
La recordaba en el apartamento, en la habitación que iluminaba aquel oscuro callejón. Con esos ojos que iluminaban mi oscuro coraz… Vaya, ya vuelvo a decir tonterías. La recordaba sentada en la cama mirando sus fotos y mirándome a mí. Diciéndome que no quería volver a verme y que iba en serio lo que decía. Y yo con los ojos muertos, con la mirada inerte de un pescado, flotando por aquel río de desesperación que chorreaba escaleras abajo y me llevaba hasta la puerta.
Y me dejaba olvidado en lo negro de aquel oscuro callejón.
Y recordando todo aquello, me di cuenta de que sí que esperaba el autobús. La lluvia golpeteaba el suelo con impaciencia y después se iba, harta de esperar, hacia las alcantarillas. No se oía ningún ruido, salvo cuando pasaba algún coche de cuando en cuando.
Miré la farola porque creí que me guiñaba un ojo, pero sólo había sido una nube que flotaba por el cielo, por aquella lejana distancia que era ahora la otra acera de la calle. Mi mundo se iba haciendo cada vez más grande según yo me iba haciendo más pequeño.
Descubrí un rumor lejano, como de un río que se desborda. Era el autobús, que ya venía.
La recordé mirando las fotos. Me miró. Me dijo que ya no me quería.
Y di un paso adelante para pillar el autobús.
Aunque, irónicamente, fue él quien me pilló…

martes, 21 de octubre de 2008

Como en un sueño corro atravesando un túnel de piedra que nunca termina el corazón bombea como si fuera a estallar pero la luz al final indiferente se mantiene siempre a la misma distancia cristales afilados crecen a través de charcos de agua sucia mis pies se clavan y pierden su carne pero continúo corriendo frenéticamente dejando detrás pedazos de mí mismo el sudor frío corre por mi frente y mis dientes se aprietan tanto que chirrían como un tren descarrilando noto cómo mis vísceras suben y bajan en completo caos armónico y mi corazón rebota de un lado a otro mientras mi cerebro se licúa esquizofrénico y al final el final se acerca rápido desapareciendo tras de mí como un recuerdo vago mientras caigo rajando el aire hacia los picos afilados de los edificios que me sirven de colchón.
Y termino, clavado, cada miembro en un pararrayos, dejando que los buitres me picoteen, y derritiéndome, en éxtasis líquido, por los edificios de cristal, acabo yéndome, por las alcantarillas, hacia el infierno, que yo mismo he creado.

lunes, 20 de octubre de 2008

Disparé mi conciencia contra tus ojos y cegué tu mirada durante un momento. Tiré a matar pero sólo alcancé a herir. ¿Era cierto todo lo que me habías dicho? Temí que no mientras me lanzaba corriendo a las vías del tren y comprendí que sí cuando esquivé el primero entre la niebla. El segundo me arrastró hacia él pero supe dudarlo y el tercero no pudo matarme porque era yo el que lo conducía. Derecho hacia el horizonte como si viajar fuera gratis. Y tus palabras resonando sobre las vías, condensándose en el cristal, pellizcando mi culo desde el asiento. Me hicieron olvidar de qué huía y descarrilé en la primera curva. Miré hacia atrás y la estación estaba a unos metros: todo había sido una ilusión. O una desilusión. Una tras otra.

viernes, 17 de octubre de 2008

Apreté tu pecho como si fuera a estallar y miré tu cara. Las formas iban y venían en contracciones de dolor/placer y las facciones no sabían por qué bando decidirse. Al final acabó todo con una batalla de todos contra todos y las expresiones se volvieron un lenguaje obsoleto. Quiero decir que no había manera humana de entender lo que tu cara estaba haciendo, a menos que la explicación fuera que mi poya entre tus labios inferiores estaba haciendo efecto. Pero nunca lo supimos porque el capó se acercó demasiado rápido. Y nuestras cabezas se destrozaron contra el cristal. Y cerebros grisáceos flotaron en el viento entre fina espuma roja de olas de mar salado. Y salpicamos a la gente que había alrededor de nuestro coche cuando nos deshicimos en pedazos el uno contra el otro.

Pensaste que no te necesitaba y por eso me echaste de tu lado. Y ahora el sofá se te presenta frío y austero. Pues te jodes. Ve la película tú sola.
Ella supo sacarme de la escritura cuando empezaba a quemarme los dedos. También supo sacarme de la conversación cuando mis palabras incendiaban a los oyentes. Y todo porque creía que sólo buscaba provocarles… No buscaba provocación: no buscaba reacciones. Sólo quería que me llevaran en hombros o me clavaran de una vez en aquel madero. Porque supe desde el primer momento que aquellos clavos llevaban mi nombre. Y no es que no tuviera miedo, porque estaba acojonado; y no es que no quisiera abrir la boca, porque delaté a todos al momento; y no es que no sintiera nada, porque mis medidores de dolor chillaban lo suficiente. En realidad, fue sólo que la vida me aburrió y tuve que abrir mi cabeza y dejar que aquella nube gris saliera a flote. Aquella nube gris de materia que empezó a alejarse en el cielo ignorando que su destino era explotar con la presión, allá donde nadie podría oír el estallido.
Siempre quise morir entre tus brazos y nunca me importó que fueras manca. Puede que me fuera a caer rodando por las escaleras, resbalándome entre tus dedos, pero nunca me importó con tal de tener tu falsa promesa de sostén. Así que agárrame, que ya estaré muerto cuando todo esto importe.
Te vi bailando, con ese culo prieto y sereno, y no pude evitar desearte. No pude evitar desearlo. Y no pude evitar que mi cerebro se fuera por el desagüe cuando tiraste de la cadena. Y mis besos a tu boca en tu cabeza contra el suelo eran más fruto de la ebriedad que del deseo. Pero aun así no pude evitarlo. Y por eso aplasté a besos tu boca contra el asfalto, porque sabía que podía hacer que te rindieras, porque sabía cómo meterme entre tus piernas. Para acurrucarme ahí y esperar a que pasara el temporal. Mierda que lloviera también allí dentro…
Intenté hablar en clave para que no me entendieras pero mi retraso mental actuó en mi contra. Y las palabras con que creía cubrirme eran en realidad señales que delataban mi posición. Por eso no me asusté cuando vi que me apuntabas: al menos sabía de quién era la culpa.
Sin reconocer mi rostro en el espejo me enfrento al Yo desconocido que acecha en lo más profundo de mí, en las sombras que me rodean. A mi alrededor encuentro un bosque de árboles, probablemente de plástico, que crea una frontera a mi consciencia y encierra entre ramas de color verde industrial al niño que soy. Y abrazado a un peluche de tripas de ciervo, corro por el bosque aullando por mi cordura perdida entre las ofertas de un supermercado de deseos que se empeña en llamar mi atención con carteles de oferta y de demanda. Sin sentido todo, e indiferente.
Wolfgang no andaba como un lobo aunque su nombre dijera lo contrario. Andaba como una tortuga, despacio en el espacio, con lentitud inaguantable. Y le daba igual que las sirenas cantaran a ambos lados de la calle, porque él seguía recto como si nada. No es que no las deseara, sino más bien que ni las veía. Y, lentamente pero sin paz en el corazón, Wolfgang se alejaba en línea recta sin saber lo que se estaba perdiendo. Aunque al final un último tiro lo detuvo. Un tiro de Ouzo, directo al hígado, como los buenos puñetazos.

martes, 14 de octubre de 2008

Intentaba entender lo que decías pero parecías hablar en clave. Y, mientras, tus ojos me lanzaban señales para que hiciera algo. Pero no sabía qué. No decían qué. Así que estuve una eternidad y media tomando aire para poder actuar. Y en el último momento, como siempre, me desinflé, con un sonido de trompetilla. ¿Qué demonios querías que hiciera? ¿Trepar por la pared como un mono para que vieras que te quería? Además, no te quería. ¿Qué sentido tiene? ¡Querer a alguien cuando el mundo está tan loco, es de locos! Por eso me marché agachando la cabeza: fui hasta el baño con la cabeza entre los hombros. Cuando salí por la puerta ya la tenía entre las costillas y sabía que acabaría muy dentro de mí, entre el corazón y el estómago. Al final acabaría metiéndome dentro de mí mismo en un bucle interminable de carne blanda y me quedaría en una esquina dándole vueltas a todo sin parar. Y la culpa sería tuya,
¿no ves que podrías haber evitado todo eso con tan sólo darme un beso?
Tenía un tenedor para comer y otro por si acaso. Por si las cosas se ponían feas; es un viejo truco de samurai. No, es broma, era sólo una cena de negocios, no entrañaba ningún peligro. Aunque por si acaso yo tenía mi segundo tenedor.

Después de llegar a un acuerdo la acompañé al servicio con su abrigo y nos metimos en plan furtivo en el de mujeres. Nos apretamos en el último y cerramos con cerrojo. Ella sacó la droga y la empezó a esparcir por el espejito. Como una auténtica dama. Se hizo la primera raya y me dejó a mí una un poco menos gorda porque sabe que yo no le pego desde hace años. Después le metí mano a sus tetas y empecé a lamerle el cuello. Me agarró la corbata y tiró hacia sí con fuerza. No sabía si me dejaba sobarla o me lo exigía. Me sentí obligado a ponerme de rodillas y comerle el coño apartando el tanga a un lado. Mi cabeza dentro de su minifalda y mi poya fuera de mi pantalón. Luego ella la lamió un poco, como para lubricar, y la dirigió con un golpe maestro hacia su coño. Fue como besar un cielo de caramelo: su lengua contra la mía y mi poya hacia su estómago.

Y le dimos caña al váter durante por lo menos veinte minutos.

A la salida había un camarero con cara de desaprobación que nos pidió que abandonáramos el local y nos susurró que “sabía lo que habíamos hecho”, aunque no me quedó claro si hablaba del sexo o de la coca. Nos fuimos igualmente.

El taxi pasó zumbando pero se arrepintió y paró. Por esa zona no habría mucha más gente a esas horas. Y menos mal porque llegamos al concierto follados. Con el tiempo justo de pillar un cubata antes de que el saxo empezara a silbar por el escenario. Nos quedamos en una esquina desde la que se veía el escenario, por encima de las cabezas de todos aquellos gilipollas que se habían sentado en las mesas. Antes muerto que ver un concierto sentado. Gilipollas. Y encima seguro que piensan que soy un puto yupie.

Y bueno, el concierto fue un poco rollo, en plan nuevo jazz y mestizaje y toda esa mierda de fumaos. Y todos aquellos culturetas autocomplacientes con pasta de sobra y ropas caras pero de estilo “casual” se acariciaban la barbilla y se recolocaban las gafas continuamente hasta que los músicos, probablemente igual de aburridos que el resto, se largaron de allí. Ni siquiera pidieron más, sólo aplaudieron. Esa actitud del que tiene dinero y puede hartarse a ver conciertos. Por dios, tuve que convencerla para que nos echáramos otra raya en el baño. Si no, no hubiera aguantado ni media hora. Y eso que tragaba whiskey como un poeta.

Al final de todo salimos los últimos del bar: abrazados y totalmente borrachos. Creo que ella tenía ya su mano metida en mi bragueta. Pero no recuerdo nada. Y luego aparecimos en el hotel; supongo que fuimos en taxi, pero yo sólo recuerdo despertar tumbado sobre el edredón de la cama y ella saliendo del baño desnuda. No creía que se me fuera a poner dura pero ella me hizo una mamada maestra que, acompañada por una preciosa pastilla azul, consiguieron levantarme el ánimo y la poya. Y otra vez al tajo: qué complicadas son las cenas de negocios.
………………
Al amanecer, despertando con el mediodía y ganas de cagar, me encuentro solo en la habitación. Ella ha tenido más aguante y se ha ido temprano. Yo no tengo el cuerpo para hostias: todavía tardo hora y media en espabilarme, ducharme y ahuecar. Y encima tengo que pagar un día de más por dejar la habitación después de las doce. Casi me dieron ganas de pasarme por allí esa noche con un par de putas.

Llegué al trabajo a las tres de la tarde, fresco como una rosa mustia y teniendo que aguantar las sonrisitas de mis compañeros y los constantes codazos de mi jefe. Todos porque tengo un chupetón en el cuello. Puta…

Y al final, al final de todo, me tiro en el sofá con dolor de huevos y trato de dormir un poco recordando su bello cuerpo. Miro un rato el canal porno pero desisto de hacerme una paja y cierro los ojos. Otro día de mierda en el trabajo.

Necesito unas putas vacaciones.

sábado, 11 de octubre de 2008

Puedo sentir cómo el cielo se cubre de grasa y esta gotea sobre los edificios. Rojizas gotas de agua grasienta escurriéndose desde los tejados por cristales y paredes. Hacia abajo, hacia mí, hacia las alcantarillas a mis pies.
Luego la siento rebosando dentro de mi cuerpo y buscando la salida por la boca. Rojizas gotas de agua grasienta escurriéndose desde mis labios por la barbilla y la garganta. Hacia abajo, hacia el suelo, hacia las alcantarillas a mis pies.
Vomito entrañas grasientas empapadas de sangre que se escurren desde mi garganta hacia abajo, hacia el suelo, hacia las alcantarillas a mis pies.
Me arrastro por el suelo empapado de grasa y me escurro hacia abajo, hacia el suelo, hacia las alcantarillas a mis pies.
Y en una densa oscuridad aceitosa, me escurro grasiento hacia abajo, hacia el suelo, hacia las profundidades de la tierra.

viernes, 10 de octubre de 2008

Cuando era pequeño le encantaba ver a su hermano practicar con el bajo. Como estaba completamente sordo, apoyaba las palmas de las manos sobre el amplificador para escuchar lo que tocaba. Cada golpecito, cada vibración que llegaba a su piel, le producía un extraño bienestar. Un cosquilleo, no sabía muy bien si en las manos o en la curiosidad. Y de adolescente solía escuchar canciones de jazz con largos solos de batería; para él sentir esa música a través de sus manos era como saborear un cuadro abstracto o contemplar un olor: algo mágico.
Toda su vida había estado marcada por esa minusvalía, por esa carencia imposible de satisfacer, por esa sensación inevitable de estar incompleto. Haría falta comprender todo esto o, es más, haberlo vivido, para alcanzar a comprender la intensa alegría y satisfacción que sintió cuando tocó por primera vez el vientre de su mujer embarazada.
Miles de gritos desgarrándose al unísono y golpeando por las calles a la gente, haciéndolos vibrar como diapasones desafinados. Un susurro a voces que hace temblar las entrañas, tensas como cables de alta tensión. Gotas de sudor chorreando desde los lacrimales de un mendigo sordo cuyos ojos se han vuelto vidriosos por el estruendo. Y los oídos se resecan, se petrifican, revientan como pompas de jabón ante una algarabía sin sentido que araña las paredes y humedece la piedra. Palabras sucias flotan por la brisa como el vapor de un guiso de carne humana y empañan las vidrieras con un suave vaho multicolor. Y contemplo cómo los nombres de las tiendas desaparecen cuando las consonantes, furiosas, comienzan a devorar a las vocales, quedando como resultado estruendosas combinaciones de sonidos sordos, sonoros y fricativos que ninguna lengua podría reproducir. Corro escapando de las voces por callejones que se estrechan a mi paso, asustados por el ruido. Llego a campo abierto y me enfrento a las aguas de un río furioso que revienta contra el dique. Y el agua que espolvorean las olas me persigue montada en el viento intentando atraparme.

Por fin, cuando mis piernas destrozadas ya no tienen piel ni músculo, llego caminando sobre amarillentos huesos a un campo de trigo silencioso. Me lanzo corriendo colina abajo y me dejo caer sin suavidad sobre la tierra no seca. Por fin un respiro, por fin descanso en la ausencia de sonido. Y tumbado contemplo las nubes, demasiado lejanas como para decirme nada, recuperando el oxígeno que se me había escapado en la huida.

Y descanso, hasta que empiezo a notar el suave rumor del silencio a mi alrededor. Un silencio tan silencioso que me llena los oídos de vacío, que se cuela hacia mi cerebro y callejea por entre las conexiones neuronales pisoteando la hierba de mis jardines. Un silencio tan ruidoso que mi cabeza va a explotar como un globo; y noto el eco de ese silencio lamiendo mis oídos y arañando mis dientes desde dentro con una uña afilada.

Incapaz de soportarlo, empiezo a chillar, gritando desgarrado y temblando como una taladradora sobre el asfalto, y corro hacia la ciudad, hacia los miles de gritos al unísono, hacia un sitio donde pueda ser uno más. Y allí, me confundo con la multitud durante un rato, sabiendo que en algún momento callarán y yo no podré parar de gritar; sabiendo que en el fondo, no seré uno más.

jueves, 9 de octubre de 2008

El edificio hablaba de desolación y de guerra. Las ventanas hablaban de vacío, de suciedad, de golpes en el cristal agrietado. Todos aquellos muros hablaban de protestas y pintadas, gritaban lo que la gente no se atrevía a decir. Y en conjunto, todo hablaba de miseria y del paso del tiempo. Todo menos un dibujito en una esquina: un pato amarillo que había dibujado una niña hacía más de treinta años.
Ese dibujito hablaba de esperanza, permitía creer en algo.
Aunque la mancha de sangre que había debajo no permitía creer demasiado.
Desperté con un taladro destrozando mi pared y el televisor anclado en un canal de pornografía gay. La pantalla lanzaba imágenes de rabos y culos entre ataques epilépticos. Desconecté mi cerebro para no analizar la situación y atravesé corriendo la habitación, atravesando el cristal y atravesando el aire y atravesando la distancia que había hasta la calle.
Y nada sorprendente fue que atravesara el techo del coche que me detuvo.

martes, 7 de octubre de 2008

Un muro roto a puñetazos y un alma resquebrajada por un soplo de aire. Destrucción por todas partes. Los ladrillos se agrietaron ante mi mirada y mi cerebro se descompuso con una imagen. Y las ideas rompían moldes de hormigón pero rebotaban contra la pantalla del televisor.
No puedo decir qué sentí al ver aquel cuadro pero tuve que salir corriendo de allí y alejarme lo más posible y buscar un sitio donde parar a meditar y soltar el ancla antes de hundirme. Y una neurona empujó a la otra: cayeron todas como fichas de dominó. Sangre goteando por mi nariz y escapando hacia la alcantarilla. Probablemente buscando el mar, puede que buscando cocaína.
Y arena, mucha arena, suave entre los pies pero dura entre mis venas. Músculo entre cristales y capas de hojalata titilando al viento. Me dieron un cerebro sin riendas y nunca pude tomar el control. Sobrecargado de sentimientos sentí que disentía del mundo y cuando comprendí cómo corregirlo ya no quise.
Mis miradas frustradas asolaron la carretera, yendo a doscientos por hora pero sólo unos minutos. La velocidad se unió a mi aliento y apestamos toda la zona; suerte que habíamos regalado a todos máscaras de gas. Y me paseé por la noche por el pueblo, entre la niebla pestilente, y comprobé que la gente desinhibida exhibía sus genitales sin pudor porque sabían que en cualquier momento iban a morir. Y entre balas furtivas muchos cayeron, otros simplemente se agacharon. Tomando posturas fetales pero pornográficas que resultaban alegres a la vista y curiosas al tacto. Todo el suelo húmedo de mucosas.
Supervivientes de un holocausto que se limpiaban la mierda y salían a comprar. "Qué tal me queda, cariño" decía la señora probándose el cráneo de su antiguo vecino, muerto en la guerra. Y grandes mujeres sin vida andaban arrastrando sus enormes barrigas mientras con el coño devoraban la basura de la calle. Y bigotes en hombres respetables andando a zancadas con sus piernas diminutas adornadas con liguero y lencería.
Todo ante la mirada impasible de un paseante que se para ante un cuadro. Que se para ante un cuadro y siente que es demasiado. Que siente que es demasiado pero sabe que no importa. Porque puede aguantarlo sin volverse loco.
Si me encontrara a Jesucristo por la calle, le partiría las piernas con un bate de béisbol, le golpearía la espalda con la cadena de mi moto, tiraría mi televisor sobre su cabeza y ataría su cuerpo con cadenas al parachoques trasero de mi Ferrari. Lo arrastraría por toda la ciudad, por el casco antiguo de empedrado romano, lo llevaría por la autopista adelantando a todos. Luego trituraría los huesos de sus brazos metiéndolos entre los engranajes de las máquinas de los miles de fábricas que se extienden por cualquier polígono industrial y quemaría sus pies en una pira hecha con billetes de 500. Finalmente, lo crucificaría clavándolo a una atracción de feria. Y vería su cuerpo subir y bajar, dar vueltas, iluminarse con chillonas luces de neón.
Todo sea por el perdón de nuestros pecados.
Amén.
Sentado leyendo un libro, un bicho cruzó volando sobre las letras. Parecía una mosca, sólo que diminuta, con la cabeza roja. La seguí con la vista y me desentendí, tan insignificante me resultó su presencia. Por la noche la vi sobrevolar el cuello de mi botella de cerveza y alcé la mano ofendido, aunque desapareció silenciosamente y la volví a olvidar. A la mañana siguiente vi los platos en la pila, sucios, llenos de bichos. Enfadado corrí a matarlos y fregué todo. Maté muchos, perdí la cuenta, pero siempre aparecía otro más. Y los aplastaba con mi propia camiseta, que usaba a modo de látigo. Horas más tarde cenaba en paz viendo una serie y otro telespectador zumbó cerca de mi cabeza. Me volví loco: encendí todas las luces, me quedé en silencio oteando el horizonte, allá en las paredes, a unos metros. Vi y maté más de un bicho cada día durante toda aquella semana. Primero decenas, luego cientos, al final mirara a donde mirara veía moscas. Y aunque matara mil al día, siempre quedaba alguna, y al día siguiente ya había otras mil. Desinfecté, desinsecté, fumigué y me esfumé de aquel sitio cuando ya no podía aguantar más la compañía. Pasé él resto de la semana en una pensión porque necesitaba descansar de aquel zumbido constante. Al final volví, más por curiosidad que para rehabitar mi casa; hasta ese punto la daba por perdida. Intenté meter la llave pero no entraba por la cerradura, la habían cambiado. Y me asomé por la ventana para contemplar con asombro que había muebles cambiados de sitio y alguien sentado en mi sofá.
Me pareció intolerable aprovechar con tanto descaro mi situación, así que llamé al timbre. Un chaval de apenas veinte años me miró aburrido y me preguntó por qué le molestaba. Perdone, pero es que esta es mi casa, le dije, y entonces pareció darse cuenta siquiera de que estaba ante él. Ya, bueno, era. Fue su respuesta. No era: es, respondí en su idioma aunque no pareció entenderme. ¿Que quieres?, respondió al rato. Me gustaría volver a vivir aquí, fue lo único que se me ocurrió. No puedes, ya estás muerto.
Entonces comprendí: ah, vale, perdona. Y me marché. Parece que a mi generación se le había acabado el tiempo.

lunes, 6 de octubre de 2008

Vi mi vida pasar en tranvía por unos carriles que yo no elegí. Me puse enfrente con el fin de pararlo y el tranvía reventó mi cuerpo: me destrozó. Sin embargo no todo fue en vano, pues al menos se detuvo.
Esperando el autobús mira el culo de las chicas. Y de las mujeres. Las imagina sin ropa interior. Sueña con abrazarlas y follar con ellas. Y no hay nada raro en eso.
A veces las imagina sin piel, chorreando sangre y con los órganos al aire.
Pero esto lo justifica el aburrimiento.
Una bicicleta rota atada en la calle a una farola.
Cada persona que pasa coge algo para reparar la suya propia.
Al final no queda nada más que un esqueleto oxidado.
Lo que no se pudo volver a aprovechar.
Y así el ciclo de la vida continúa.
Corto el filete con el cuchillo y la carne se abre como los labios de una vagina. Chorreando salsa que resbala por las comisuras de mi boca. Me relamo como aquella puta de película, la que sobrevivía con el dinero que le daban los hombres por correrse en su boca. Mi lengua empapada de saliva rompe en éxtasis y el vino color de sangre cae por mi garganta, resbalando por mucosas paredes de músculo que tragan con movimientos de succión. Como un ano atragantándose con una polla, sólo que siempre hacia adentro. Hacia el estómago, parásito de nuestra digestión, feto que se alimenta a través de nosotros y que, situado al lado del corazón, interfiere en nuestros sentimientos. Y pan recién hecho, musgoso como los tejidos cerebrales de un mono pequeño. Casi siento cómo chilla cuando atravieso la miga con los dedos. Y el mordisco feroz que sabe a materia gris, caliente y espumosa como pudding de asfalto. Y saboreo el sabor del sufrimiento ajeno con deleite pensando en nuevas recetas con las que ingerir trozos de cuerpos ajenos.

domingo, 5 de octubre de 2008

Me senté en aquel váter y planté un pino.
Me sentí alegre, pues estaba de estreno.
Era la primera vez que allí plantaba un pino.
Y sentado en la fría tapa me partí el culo
pensando que dentro de un año
allí habría un bosque.

viernes, 3 de octubre de 2008

Una calleja estrecha con paredes hechas de lija - tan juntas que no puedo cruzar - sin con los hombros tocar ambos lados - dejando la piel y la vida - en rugosas manchas de frambuesa que saben a sangre -y a mitad de camino desisto - tanto esfuerzo para nada - porque se me ha olvidado el motivo - por el que quise cruzar / cae la noche sin estrellas - el final del camino se ilumina - ya sé por qué lo hacía - ya recuerdo la razón -ahora me parece una tontería - pero continúo adelante…

miércoles, 1 de octubre de 2008

Intento sobre la soledad

Uno sabe que hace frío porque tirita. El cuerpo le pide que se cubra y la persona no tiene más remedio que buscar un remedio contra el frío. Y para eso está la ropa.
Uno sabe que está solo porque está con otra gente. O porque se da cuenta de que habla solo. O porque está con otra gente pero se da cuenta de que habla solo. Aquí el cuerpo no pide nada y la persona no puede más que seguir como hasta entonces. Sólo se trata de una herida más en lo interno, dentro de nosotros, dentro del alma que tirita. Y no hay ropa que cubra de este frío.
La soledad convierte la caricia en mito y el saludo en amistad. Y el día empieza con un buenos días que rebota en el espejo y acaba con el olvido nocturno. Entonces la luz de la luna sustituye a la oscuridad de las sombras creadas por el sol y las farolas despiertan a la noche, que amanece estrellada de legañas.
La noche es para la soledad. Quizás por eso salimos a buscar compañía, para escondernos de ella entre luces y risas. Quizás por eso somos tantos los insomnes que vivimos de noche. Y cansados pero sin sueño, desvelados en nuestros ensueños, suspiramos en silencio que estamos solos. Y los sonidos de estos suspiros son llevados por un sordo viento somnoliento que sosiega nuestros sentidos y los hace desvanecer.