miércoles, 22 de octubre de 2008

Aquel día habías decidido que yo ya no te servía. Me dejaste esperando una llamada con un agujero de bala en la cabeza. Mis ideas goteaban despacito hasta que se condensaron y dejaron de fluir. Pero la costra se caía cada vez que pensaba en ti y me desangraba otra vez en pensamientos extraños. Caminé sin rumbo durante meses sin respuesta sabiendo que las preguntas estaban colgadas en montes muy altos. Tenía que subir a por ellas y volver a la ciudad, todo para darme cuenta de que mi sabiduría cabía en el logo de una camiseta.

Cansado, decidí esperar a que pasara el tren que me llevara de vuelta a tu interior, pero elegí mal el sitio y tomé asiento entre las vías. No pasó nada porque no hubo tren, pero imagínate qué susto cuando me di cuenta.

Un buen día conocí la desesperación cuando la vi tomando café en la mesa de enfrente. Me acerqué a saludarla pero no me miró, aunque desde entonces me la encuentro en todas partes. Suele estar en la única esquina que tiene mi cuarto, entre las telas de araña, y a veces la noto escurrirse bajo el colchón de mi cama de fakir. Como el guisante del cuento aquel, aunque yo sigo durmiendo como un príncipe porque estoy anestesiado ya.

Ayer me hice una herida: un leve resentimiento sobresalía de una pared y al pasar la mano se rajó mi dedo. Justo el dedo corazón. La piel se abrió como queso fresco y empezó a soltarse por capas. Mi piel es así, como la cebolla, por eso siempre que me corto lloro. Tiré de ella como de un hilo y acabé deshilando mi desilusión. Decidí que luego cogería agujas de vudú y me haría un jersey. Después me lo clavaría en el corazón, pero sólo si hacía juego con mis venas.

Y así seguí durante un tiempo, zumbando sin ruido en mi panal de apartamento, haciendo el zángano entre los obreros. Busqué trabajo entre los asesinos de masas pero respondieron que no querían más publicistas. Además el lavado en seco de cerebro nunca se me dio bien. Vomité arena para gatos en un cubo y me alejé al empezar a oír los maullidos.

Pronto me di cuenta de que, entre tanta ignorancia, te había olvidado, así que empecé a beber para recordar. Con cada vaso aparecía una imagen, con cada chupito un píxel. Y con cada gota de agua, desaparecía un año.

Desapareció todo cuando me bebí el agua del váter.

Desaparecí yo cuando empezó a llover.

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