viernes, 10 de octubre de 2008

Miles de gritos desgarrándose al unísono y golpeando por las calles a la gente, haciéndolos vibrar como diapasones desafinados. Un susurro a voces que hace temblar las entrañas, tensas como cables de alta tensión. Gotas de sudor chorreando desde los lacrimales de un mendigo sordo cuyos ojos se han vuelto vidriosos por el estruendo. Y los oídos se resecan, se petrifican, revientan como pompas de jabón ante una algarabía sin sentido que araña las paredes y humedece la piedra. Palabras sucias flotan por la brisa como el vapor de un guiso de carne humana y empañan las vidrieras con un suave vaho multicolor. Y contemplo cómo los nombres de las tiendas desaparecen cuando las consonantes, furiosas, comienzan a devorar a las vocales, quedando como resultado estruendosas combinaciones de sonidos sordos, sonoros y fricativos que ninguna lengua podría reproducir. Corro escapando de las voces por callejones que se estrechan a mi paso, asustados por el ruido. Llego a campo abierto y me enfrento a las aguas de un río furioso que revienta contra el dique. Y el agua que espolvorean las olas me persigue montada en el viento intentando atraparme.

Por fin, cuando mis piernas destrozadas ya no tienen piel ni músculo, llego caminando sobre amarillentos huesos a un campo de trigo silencioso. Me lanzo corriendo colina abajo y me dejo caer sin suavidad sobre la tierra no seca. Por fin un respiro, por fin descanso en la ausencia de sonido. Y tumbado contemplo las nubes, demasiado lejanas como para decirme nada, recuperando el oxígeno que se me había escapado en la huida.

Y descanso, hasta que empiezo a notar el suave rumor del silencio a mi alrededor. Un silencio tan silencioso que me llena los oídos de vacío, que se cuela hacia mi cerebro y callejea por entre las conexiones neuronales pisoteando la hierba de mis jardines. Un silencio tan ruidoso que mi cabeza va a explotar como un globo; y noto el eco de ese silencio lamiendo mis oídos y arañando mis dientes desde dentro con una uña afilada.

Incapaz de soportarlo, empiezo a chillar, gritando desgarrado y temblando como una taladradora sobre el asfalto, y corro hacia la ciudad, hacia los miles de gritos al unísono, hacia un sitio donde pueda ser uno más. Y allí, me confundo con la multitud durante un rato, sabiendo que en algún momento callarán y yo no podré parar de gritar; sabiendo que en el fondo, no seré uno más.

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