viernes, 10 de octubre de 2008

Cuando era pequeño le encantaba ver a su hermano practicar con el bajo. Como estaba completamente sordo, apoyaba las palmas de las manos sobre el amplificador para escuchar lo que tocaba. Cada golpecito, cada vibración que llegaba a su piel, le producía un extraño bienestar. Un cosquilleo, no sabía muy bien si en las manos o en la curiosidad. Y de adolescente solía escuchar canciones de jazz con largos solos de batería; para él sentir esa música a través de sus manos era como saborear un cuadro abstracto o contemplar un olor: algo mágico.
Toda su vida había estado marcada por esa minusvalía, por esa carencia imposible de satisfacer, por esa sensación inevitable de estar incompleto. Haría falta comprender todo esto o, es más, haberlo vivido, para alcanzar a comprender la intensa alegría y satisfacción que sintió cuando tocó por primera vez el vientre de su mujer embarazada.

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