martes, 7 de octubre de 2008

Sentado leyendo un libro, un bicho cruzó volando sobre las letras. Parecía una mosca, sólo que diminuta, con la cabeza roja. La seguí con la vista y me desentendí, tan insignificante me resultó su presencia. Por la noche la vi sobrevolar el cuello de mi botella de cerveza y alcé la mano ofendido, aunque desapareció silenciosamente y la volví a olvidar. A la mañana siguiente vi los platos en la pila, sucios, llenos de bichos. Enfadado corrí a matarlos y fregué todo. Maté muchos, perdí la cuenta, pero siempre aparecía otro más. Y los aplastaba con mi propia camiseta, que usaba a modo de látigo. Horas más tarde cenaba en paz viendo una serie y otro telespectador zumbó cerca de mi cabeza. Me volví loco: encendí todas las luces, me quedé en silencio oteando el horizonte, allá en las paredes, a unos metros. Vi y maté más de un bicho cada día durante toda aquella semana. Primero decenas, luego cientos, al final mirara a donde mirara veía moscas. Y aunque matara mil al día, siempre quedaba alguna, y al día siguiente ya había otras mil. Desinfecté, desinsecté, fumigué y me esfumé de aquel sitio cuando ya no podía aguantar más la compañía. Pasé él resto de la semana en una pensión porque necesitaba descansar de aquel zumbido constante. Al final volví, más por curiosidad que para rehabitar mi casa; hasta ese punto la daba por perdida. Intenté meter la llave pero no entraba por la cerradura, la habían cambiado. Y me asomé por la ventana para contemplar con asombro que había muebles cambiados de sitio y alguien sentado en mi sofá.
Me pareció intolerable aprovechar con tanto descaro mi situación, así que llamé al timbre. Un chaval de apenas veinte años me miró aburrido y me preguntó por qué le molestaba. Perdone, pero es que esta es mi casa, le dije, y entonces pareció darse cuenta siquiera de que estaba ante él. Ya, bueno, era. Fue su respuesta. No era: es, respondí en su idioma aunque no pareció entenderme. ¿Que quieres?, respondió al rato. Me gustaría volver a vivir aquí, fue lo único que se me ocurrió. No puedes, ya estás muerto.
Entonces comprendí: ah, vale, perdona. Y me marché. Parece que a mi generación se le había acabado el tiempo.

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