viernes, 24 de octubre de 2008

Sentado con el corazón apagado pero la mirada encendida, espero inerte en estado de letargo a que llegue la ansiada inspiración. Llega, inspiro con ansia y mis pulmones se hinchan como el pecho de un gallo de peleas. Mis dientes tiemblan de excitación, chorreando saliva azucarada, y mis pupilas se vuelven tan pequeñas que parecen hundirse en el iris color de miel. Como una piedra negra cayendo a un río de lodo, como una moneda oxidada dirigiéndose al fondo de un pozo. Es entonces cuando mi cerebro bucea hacia abajo y, atravesando mi garganta, se instala en mi pecho sustituyendo al innecesario corazón, empujándolo hacia abajo. Y mi corazón cae entre las ruidosas tripas, escurriéndose hasta mi poya. La uretra se abre y el corazón se lanza al váter en cuanto intento mear. Sin embargo no noto, ni entusiasmo ni desesperación, porque mi cerebro filtra la tristeza que corría por mis venas y la convierte en carbón. Con él quema mis deseos frustrados y por cada uno me sale un pedo. Así, ronroneando como un motor estropeado, deambulo por la calle un rato hasta que encuentro un sitio en el que echar el ancla.
Un sitio en el que hundirme

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