domingo, 28 de septiembre de 2008

Llevaba un sombrero de alas de cuervo y un cigarro liado bajo el bigote rojo, que en realidad no era un bigote sino una colección de cicatrices y arañazos. Su piel se caía a trozos mientras hablaba, y su pronunciación resonaba como un chapoteo en el barro. Y gesticulaba efusivamente con los brazos huesudos narrando la historia de su decadencia.
O al menos lo hubiera hecho si le hubiera quedado lengua con la que hacerlo.
Quería abrir el libro por la primera página y ponerme a leer. En serio. Pero todo se empezó a mezclar de repente en el alambique de mi cabeza y perdí el conocimiento. Después mi memoria se ensombreció y el del espejo dejó de ser mi rostro. No reconocía mi cuerpo y mis sueños parecían tan reales como irreales las cosas que me rodeaban. Y el círculo se fue estrechando hasta que sólo quedó un cráter. De meteorito, de bomba atómica. Y entonces hundirse pareció la única dirección. Como un viaje a ninguna parte desde ningún sitio. Como un complejo de culpa que te arrastra hacia abajo.
Y la sombra en el bosque empezó a silbar entre los árboles. Silbaba una marcha fúnebre bastante alegre. No entendía el motivo. No, hasta que oí el chasquido del rifle y comenzó la caza.
Y tocó volver a desaparecer corriendo.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Compré una piel de lagarto en el supermercado y luego no quise ponérmela. Me daba miedo probármela y que me sentara bien. Así que la metí en el armario y lo tiré por la ventana. Luego me senté a leer un libro tinto con una botella de Tolstoi .
Planté un beso con mi labio partido en el pico de una paloma negra. No creció nada pero sus alas se volvieron blancas. No fue como un acto de purificación sino que simplemente destiñeron. Luego alzó el vuelo y la reventé de un tiro. No por odio, pero sentía que se llevaba algo mío. Todo pasó antes de meterme por un callejón que olía a pescado y resbalar escaleras abajo cayendo a un hoyo profundo. Allí hacía frío pero se estaba bien y el olor ya no era un problema. Solo con mi mano derecha, decidimos repoblar el planeta aunque pronto desistimos porque eso no iba a ninguna parte: todo lleno de dedos correteando como gusanos. Me recordaba a aquel restaurante vegetariano en el que me sirvieron un plato de carne podrida. Dijeron que no se habían dado cuenta de que no estaba en el menú pero vi al camarero ponerse una gorra-hamburguesa y salir corriendo. Y, mientras, todos aquellos gusanos cantando el Requiem de Mozart. No lo hacían mal pero dije que no pagaría el servicio y me echaron a patadas. Esos malditos comeajos…

Retazos y dispersiones VI

Dejé atrás un sueño empapado en bacardí aguado y miré directamente a la luna, olvidando que puede cegar a un pobre ebrio. Era cuestión de tiempo que el tiempo se me acabara. Y de una patada lancé el reloj de arena escaleras abajo, sólo que yo ya estaba abajo y no sé cómo lo hice. Probablemente ni le diera y todo fueran imaginaciones mías.
O imaginaciones tuyas, no sé, ¿qué viste?
Siempre he querido preguntarte si cuando me encontraste y me miraste, con aquellos ojos ardientes, viste algo. Algo más que tu reflejo en mis pupilas cóncavas.
Teníamos una pala para hacer el agujero pero no había cadáver en el hoyo así que me preguntaron si no me importaba meterme yo. Costó acostumbrarse porque la arena estaba fría y mojada. Llena de lombrices asquerosas.
Pero dijeron que sólo sería un rato.
No sé, ¿cuánto tiempo es “para siempre”?

Retazos y dispersiones V


No me importa la extensión ni la dilatación. Como mucho el rasgueo de una cuerda. Y sólo si puedo decir que no me gusta cómo suena. Abrí el libro por la página de todos los días y me encontré con las letras cambiadas de sitio. Como si no estuviera en ningún idioma pero a fin de cuentas lo entendiera bien. Como si Tristan Tzara se hubiera cagado en mis cereales o mi marca favorita de cerveza no tuviera esquina en la que veranear.
Mi ensalada de pepino convertida en metáfora sexual y una silla de ruedas sin otro doble sentido que “hacialante” y “haciatrás.” Y nadie que entienda lo que digo o que sepa ver lo bueno que hay en mí. Congelado entre deseos furtivos y cazadores de cabezas reducidas. Las tijeras sirvieron para cortar el rollo, pero para poco más. Y estuve dentro de mi estuche esperando a que me sacaran para marcar unas líneas, aunque al final la cremallera nunca fue abierta.
¿Por qué esperar un milagro en un día de rutina? ¿Por qué no creer en algo para rechazarlo y quemarlo después? ¿Por qué no derretir tus bellos ojos claros en un día de furia?
Versículos entre llamas de cerillas y aun así el calor que no llega. Secadores de pelo que te queman el alma y chicas de colorete sobre sofás con mantas de leopardo. O de cebra.
Pasos de peatones pintados en las paredes y alpinistas de una lata de atún.
Y nada comprensible bajo el cielo nublado. Y un sol pintado en el gris de las paredes.
Cenando un nutritivo desayuno con diamantes y almorzando desnudo sin mordaza.
Todos bailando mierda y mis ojos destripando el horizonte de cabezas.
Y no tiemblo más que por el frío.
Mucha dinamita para tantas cosas que ya de por sí se tambalean.

Retazos y dispersiones IV


Golpéame con un látigo de besos y no mires atrás.
Arráncame la piel a tiras y pégalas a tu chupa de cuero.
Pinta de blanco mis pupilas y descose las mangas de mi pijama.
Me dará igual y será peor.
Igual porque todo lo que tengo lo compré de oferta,
peor porque sabes que siempre hago los mejores precios.
Y si me vendo o me alquilo depende sólo del agua fría y de la cerveza que se calienta sobre la mesa.
Pedí agua y ella me dio gasolina,
hice una oferta y recibí un vale de descuento.
El forro se desgasta pero mi colchón no tiene más plumas.
Y los árboles de la esquina no alcanzan a doblarla.
Un mendigo con un conejo hambriento y el resto sin ganas de ná…

Retazos y dispersiones III


Olvidaste lo que te dije y por eso todo se fue al carajo. Y ahora yo escucho a los Dead Kennedys mientras tú duermes en tu cama. Y el techno resuena en el horizonte, aburrido y desilusionado. Pum pum chas chas, como si con ello la vida fuera a ser mejor.
Y yo me pregunto qué hacer con tan mala conexión. Y el “merece la pena” queda aplastado por los meses en blanco.
Ilusión para quien sepa disfrutarla y esperanza para el desesperado.
Para el resto, vodka barato y putas fáciles de convencer.

Retazos y dispersiones II

El demonio me susurró al oído:

Me dan ganas de vivir a través de vosotros y de morir disecando vuestras vidas. Deseo parasitar vuestros sentimientos y arrancar de ellos la experiencia. Aprenderé de lo que no sintáis y exploraré vuestros impulsos. Me alimentaré de los deseos frustrados que escondéis a los demás e incluso de aquellos que os ocultáis a vosotros mismos. Dejadme entrar y olvidad la vida. Abriré puertas y ventanas en vuestras almas y cruzaré corriendo de un lado a otro.

Y luego se fue a buscar a Daniel Johnston.

Retazos y dispersiones I

Siento la tentación de coger lo que no es mío, de meter mi mano entre tus piernas. Quiero apaciguar el vacío que he creado en mí y desactivar los sentimientos que me atormentan. Miro mi cama, llena de nada más que yo, y veo el vaso medio vacío. El final del colchón es el horizonte, un terreno inexplorado en el que encontrar el calor de un cuerpo amado y exprimirlo agonizante. La habitación de un hotel y el frío de la montaña arrancan sonrisas entre quejidos y mis piernas tiritan bajo las sábanas elevadas como montañas.
Y la vida tras la esquina aguarda siempre en guardia esperando pillarme en cuanto asome las orejas. Mientras, yo me escondo helado y devoro películas viejas.
Frío en el aire y en el corazón; lluvia en la calle. Todavía es pronto para saber, todavía es pronto.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Cómo decir lo que no sé
y cómo saber lo que no digo...
Cómo esperar que las cosas
vuelvan a su cauce.
Cómo beberse el tiempo
hasta entrar en tu ombligo
y llenar de mariposas
las piedras de un río.
Cómo comer constantemente
cosas con sabor a coco
y decir luego que están buenas
cuando saben a poco.
Cómo hacer rimas que contenten a todos
sin meterse entre baldosas y pegarse en el
lodo.
Cómo tocar el centro
cuando ya se está dentro...
Pienso en Sartre y me lo imagino en la ducha. Sé que no es un pensamiento muy frecuente pero es que a mí me van las emociones fuertes.
Es decir, imagina por un momento que eres ese feo filósofo francés y que estás en la ducha, calentito, con un buen empalme matinal. Empiezas a meneártela tranquilamente como todo hijo de vecino y de repente, al girarte, te ves en un espejo.
Y otra paja a tomar por culo.
Ahora imagina que eso te pasa cada día. En verano varias veces porque eres un chico limpio. ¿No te daría entonces por pararte a pensar sobre las cosas? Bueno, pues así es como nace un filósofo.
Así que cada día, cuando te hurgues debajo de tu barriga peluda buscando un poco de alegría, párate a pensar y pregúntate a ti mismo: "¿Quiero ser un filósofo?" La respuesta probablemente la veas escrita en esa cara que se refleja en el espejo.

sábado, 13 de septiembre de 2008

Un tranvía que se aleja y una amistad maltratada por el tiempo y los cambios.
Estuve un tiempo intentando entenderlo pero los sentimientos se me salían por los agujeros.
Si dios hubiera querido que nuestra vida tuviera sentido, habría existido.
Un caramelo derritiéndose entre mis dedos y su coño suave contra mi polla dolorida.
Nunca quise escribirte poemas sin gracia sino hacerte el amor.
Pero tú sentías cosas que te arrancaban de mi piel.
Y la mala alimentación de mi alma correspondía a la intensa cópula de mi sentir con tus dedos.
Tiraste de mi pellejo con tus labios y ahora no sé por dónde voy.
Lo mejor de un peor día es el final que se consume en el cenicero mientras la cerveza se queda vacía. Sin lágrimas ni risas, sin cumbres ni sobresaltos, un día pequeño muere inadvertido sin homenaje alguno, a pesar de que sin él no habría nada. Así, escondido entre los senos de la luna, como un niño que no recuerda vidas pasadas ni espera nada de la actual, apago las luces de los recuerdos y desactivo mi desesperación, que cesa al instante. Déjenme mi rincón y permitan que salga a por comida y cariño. Dejen que continúe mi vida siendo un niño.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Tuve un espray en el bolso desde que cumplí los quince años.
Antivioladores. Antipollas.
Nunca lo saqué pero tuvo el efecto deseado: ningún tío se me acercó sin que yo quisiera.
Dejé de llevarlo cuando me casé con Juan
porque me sentía protegida,
pero él era una mierda en la cama.
A los cuarenta ya tenía que comprarle viagra
y se corría tan rápido que ni me enteraba.
Empecé a salir de bares y me divorcié.
Le dejaba la niña a una canguro.
Buscaba hombres rudos y viriles,
con pollas duras y malas maneras.
La mayoría me la metía con brusquedad
en el sucio lavabo de una gasolinera
y alguno incluso me llegó a pegar.
Pero necesitaba follar y empezaba a gustarme
que me hicieran daño.
Acabé pagando a putos para que fingieran violarme
porque me excitaba mucho.
Y era la única forma de que me corriera.
Pero al final lo dejé por miedo al sida
porque muchos no se ponían condón.
Estoy sana y busqué pareja
encontrando a un hombre que me quería.
Me pegaba en la cama pero era cariñoso
y vivimos felices.
Durante muchos años.
Ahora estoy sola y soy una anciana
que recuerda con cariño a su viejo amor,
y que se siente vacía.
Estoy deseando morir y recuerdo cada noche
cómo mi amor me pegaba antes de irse a dormir.
Incluso cuando ya no se le levantaba,
seguía haciendo el esfuerzo por mí.
Y yo lo recuerdo con placer y nostalgia.
Y añoro que me pegue.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Hay quien nunca es suficiente y quien siempre es demasiado. Pero tú vas a ratos...

martes, 2 de septiembre de 2008

La botella estaba rota y eso era obvio. Si no, el líquido no se hubiera salido por las grietas del cristal. No tenía sentido utilizarla así porque la mitad del contenido se escurría por el mantel. Y encima la mesa tenía tres patas y estaba coja de dos. Quisieron romper la tercera porque pensaban que cojear de las tres restablecería el orden, pero no funcionó porque no paró de quejarse. Y la fruta era de mentira. A nadie se le hubiera ocurrido morder aquellas figuras de cerámica mal pintadas. Luego el mayordomo trajo unos cubiertos inservibles, porque estaban cubiertos de una fina capa de gelatina seca y se quedaron pegados al mantel. No sólo eso, sino que pegaron el mantel a la mesa y no pudieron ser arrancados.
Pero lo peor de todo eran los comensales: un funcionario gris pero excéntrico que agitaba sus brazos sin manos por el aire mientras contaba una y otra vez sus discusiones de oficina. Además no podía olvidarse del trabajo pendiente e interrumpía la conversación para ir hasta la mesita de la máquina de escribir, en la que tecleaba un par de párrafos con sus finos muñones y regresaba continuando la historia desde un punto más avanzado, como si lo que hubiera escrito fuera su propia conversación, de manera que ya nadie podía entender de qué estaba hablando.
En las pausas que hacía el funcionario, el ama de casa se lamentaba con pequeños chilliditos de su triste situación. Decía, con una voz diminuta de insecto, que no soportaba su vida y que quería morirse. Luego, tras un austero lloriqueo en el que derramaba una sóla lágrima, acariciaba con su pie, situado en la punta de una pierna gruesa y varicosa, la entrepierna del tercer comensal -el gobernador- al parecer intentando seducirlo para que la sacara de pobre.
El gobernador era un señor pomposo y rosado que lanzaba discursos en silencio mientras engullía la comida que había sobre la mesa cuando había comida sobre la mesa. Su cuerpo era redondo y enorme y chorreaba grasa como si se rebozara constantemente en una sartén sucia. Se notaba cuando hablaba que se consideraba por encima de los demás y que no dejaba de darles consejos sobre sus vidas y de lanzarles groseros improperios para que se fueran, pero como lo hacía en silencio se le aguantaba su mala conducta, con más indiferencia que resignación. Normalmente, cuando el ama de casa le ponía encima aquel horrible pie, llamado así sólo por estar situado al final de la extremidad, el gobernador cerraba la boca, apretando los puños contra la madera y comenzando a temblar en un éxtasis de los de ojos en blanco y boca que rezuma saliva espumosa.
Y entonces el funcionario regresaba a su silla y el ama de casa apartaba el pie y el gobernador volvía instantáneamente a lanzar inaudibles discursos agitando los brazos grasientos y malolientes. Todo esto repetido una y otra vez, por lo menos cinco veces por comida. Y yo teniendo que esperar a que acabaran de comer para recoger las sobras que quedaran por la mesa y llevármelas a mi cuarto corriendo, para esconderme debajo de la mesa. Allí aguardaba en silencio, escondido en la oscuridad, hasta que el ama de cría había hecho la ronda y se alejaba a la garita para echarse la siesta.
El ama de cría era una señora gorda que se arrastraba por los pasillos de las Habitaciones de los Niños. Su cuerpo inflado apenas cabía entre las cuatro paredes y hacía un ruido similar al de una bolsa de agua agitándose sin parar. Cuando acababa de hacer la ronda se desinflaba expulsando por todos sus agujeros el agua que tenía dentro y se quedaba flaca y huesuda. Entonces se sentaba en la silla sin respaldo de la garita y pasaba las horas arañando con la larga uña de su dedo índice el hueco entre los azulejos de la pared. Pasaba la uña raspando una y otra vez, con un chirrido arenoso, mientras rechinaba los dientes. Se dice que a veces se quedaba dormida, y que cuando esto ocurría, se quedaba paralizada con los ojos abiertos, rígidos y como cristalinos, y que si la mirada de un niño se cruzaba con esas pupilas inertes, quedaba convertido en piedra. Nunca me lo creí del todo, pero eso hubiera explicado bastante bien el porqué de las estatuas del jardín, que siempre representaban a niños con gestos de horror y colapso nervioso.
Lo más horrible del ama de cría era que tenía un fino oído capaz de descubrir a un niño masticando a varios pasillos de distancia. Esto hacía imposible que pudiéramos comer tranquilamente lo que conseguíamos robar por ahí, fuera un trocito de palo o unas migas del mantel, ya que al más mínimo atisbo de mordisco, el ama giraba su cabeza en silencio y empezaba a escuchar con atención. Y pobre de aquel que estuviera comiendo algo. Se levantaba chillando con una voz que golpeaba como relámpagos, como verdaderas descargas eléctricas en nuestros tímpanos; tanto que teníamos que esconder la cabeza debajo de las almohadas y taparnos los oídos para que no nos estallara la cabeza. Y a aquel que comía, no se lo volvía a ver más. Nunca.
Por eso mismo nos veíamos obligados a chupar en silencio los escasos alimentos que conseguíamos y nuestros dientes crecían torcidos hacia dentro, como si hubiera un centro de gravedad en nuestra garganta. Y aun así muchas veces ella lo oía. Yo tuve suerte y durante los tres años que estuve en el Centro no tuve que enfrentarme nunca a ella, sin embargo nunca olvidaré el pánico que sentía cuando la oía arrastrarse contra las paredes del pasillo, con su respiración fatigosa y ese sonido de bolsas de agua. Y ese ojo brillante que aparecía en el ventanuco y que era capaz de ver en una total oscuridad o de girar 360 grados.
Pero todo esto pertenece ya al pasado, a aquel tiempo sin nombre en el que fui niño y no sabía cómo funcionaban las cosas. Ahora, siendo un adulto que ha visto mundo (¡Incluso he tomado el tranvía hasta el extrarradio!), puedo comprender mucho mejor que todo aquello tenía su razón de ser y más aún incluso: que era bueno. Cómo no lo voy a saber yo, que soy el director general del Centro, buen amigo del gobernador, y que espero ocupar su sitio en cuanto sea relegado de sus funciones. Después de todo, las cosas me van bien...
Tosía porque tenía un ojo atragantado en la garganta. No podía respirar, pero el problema principal era que no podía ver. Nada, ciego como un topo. Pero tosía y tosía. Y un montón de flema verde se acumulaba sobre mi ojo mientras intentaba expulsarlo sin éxito. Al final salió algo rasposo y diminuto que resultó no ser mi ojo sino un huevo del que salió una serpiente chiquitita. Lo sé porque subió por mi piel y se escondió en la cuenca de mi ojo. En la que estaba vacía, pues la otra estaba ocupada por una bola de cristal transparente. A través de ella se podía ver mi cerebro, todo lleno de lucecitas intermitentes. Pero no como el chip de un ordenador sino como el mecanismo simple de un chimpancé de juguete. Chis chas golpeando los platillos. Chis Chas y las ideas vienen y van. Rompí un espejo para terminar la historia de alguna manera y lancé los pedazos por la ventana.
Porque toda historia tiene que acabar con algo roto y el corazón no lo tengo para esos trotes.