Llevaba un sombrero de alas de cuervo y un cigarro liado bajo el bigote rojo, que en realidad no era un bigote sino una colección de cicatrices y arañazos. Su piel se caía a trozos mientras hablaba, y su pronunciación resonaba como un chapoteo en el barro. Y gesticulaba efusivamente con los brazos huesudos narrando la historia de su decadencia.
O al menos lo hubiera hecho si le hubiera quedado lengua con la que hacerlo.
O al menos lo hubiera hecho si le hubiera quedado lengua con la que hacerlo.
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