lunes, 8 de septiembre de 2008

Tuve un espray en el bolso desde que cumplí los quince años.
Antivioladores. Antipollas.
Nunca lo saqué pero tuvo el efecto deseado: ningún tío se me acercó sin que yo quisiera.
Dejé de llevarlo cuando me casé con Juan
porque me sentía protegida,
pero él era una mierda en la cama.
A los cuarenta ya tenía que comprarle viagra
y se corría tan rápido que ni me enteraba.
Empecé a salir de bares y me divorcié.
Le dejaba la niña a una canguro.
Buscaba hombres rudos y viriles,
con pollas duras y malas maneras.
La mayoría me la metía con brusquedad
en el sucio lavabo de una gasolinera
y alguno incluso me llegó a pegar.
Pero necesitaba follar y empezaba a gustarme
que me hicieran daño.
Acabé pagando a putos para que fingieran violarme
porque me excitaba mucho.
Y era la única forma de que me corriera.
Pero al final lo dejé por miedo al sida
porque muchos no se ponían condón.
Estoy sana y busqué pareja
encontrando a un hombre que me quería.
Me pegaba en la cama pero era cariñoso
y vivimos felices.
Durante muchos años.
Ahora estoy sola y soy una anciana
que recuerda con cariño a su viejo amor,
y que se siente vacía.
Estoy deseando morir y recuerdo cada noche
cómo mi amor me pegaba antes de irse a dormir.
Incluso cuando ya no se le levantaba,
seguía haciendo el esfuerzo por mí.
Y yo lo recuerdo con placer y nostalgia.
Y añoro que me pegue.

No hay comentarios: