miércoles, 29 de julio de 2009

Anoche soñé con una mujer hecha de polvo de estrellas,
formada por las lágrimas del ojo izquierdo de Bowie,
por las tripas de Iggy y la lefa de Reed.
Una mujer que es pétalo y cáncer a la vez.
Suave como el asfalto ardiendo y dura
como la superficie de un charco.
Hecha a partir de su reflejo en mis pupilas
y del latir de mis venas.
Una mujer que sólo existe arrastrándose bajo mi piel,
sobreviviendo de mi sangre,
observándome desde mi sombra.
Anoche soñé con una mujer que se viste de noche
y duerme desnuda sobre el capó de un coche...
Abrí el libro y escapé de aquella habitación, de aquella ciudad. Lejos de todo ese calor concentrado, de preocupaciones y sufrimientos irreales y rutinarios. Me sumergí en la ilusión de la lejanía en el tiempo y en el espacio: en el terreno donde todo es posible. Disfrutaba evadiéndome de mí mismo y de los demás, habitando castillos en el aire que yo mismo inflaba con pompas de jabón.
La sensación era tan agradable como sentarse sobre la suave arena de la playa y hundirse quedando atrapado en una burbuja desde la que poder recrear todos los paraísos e infiernos de mi imaginación. De esa imaginación colectiva creada por los seres humanos en su conjunto: el inconsciente colectivo.
El único problema o miedo que me atenazaba era saber que en algún momento la burbuja estallaría...
...y toda la maldita arena de la rutina caería sobre mí otra vez...
Envuelto en una sonrisa me escondía del calor igual que del frío. En este caso lo primero, porque el sol se derramaba ardiendo sobre el campo ante el que me encontraba. Ante mí paja seca, amarillenta, y un camino de tierra seca y agrietada. El tacto bajo mis pies era agradablemente cálido y suave, como una caricia amorosa. Paso a paso fui disfrutando el camino hasta que terminó en un precipicio.
Abajo estaba el mar. Agua por todas partes hasta donde alcanza la vista. Algunas rocas asomaban la cabeza curiosas por saber quién estaba aquí arriba. Como tortugas flotando bajo las olas, sus ojos pétreos custodiaban el acantilado. Paseé mi mirada por la húmeda neblina del horizonte. Podía sentir las frescas gotitas que volaban en la brisa posarse sobre mi piel.
Una última mirada al sol, al campo de paja y al agua, antes de saltar al vacío.
En el aire, atravesando frescas capas de espuma marina, me siento como una gaviota. Apunto con la cabeza hacia abajo y atravieso el agua justo entre las rocas más grandes. Sin miedo, sin pensar en nada, esquivo con indiferencia los enormes arrecifes: icebergs de piedra que apenas asoman a la superficie pero que surgen de las profundidades de la tierra marina.
El agua es muy profunda aquí y buceo hacia el fondo a gran velocidad. Agito mis pies como si fuera un pez y me dirijo al agua más oscura y fría de las profundidades.
Entre bancos de peces y arrecifes de coral, buceo por todo el fondo explorando el vasto mundo que se abre ante mí.
Envuelto en una sonrisa de burbujas cristalinas me escondo del sol en aguas donde su luz ya sólo alcanza débil y mortecina. Contemplo el océano ante el que me encuentro. Ante mí la negrura de lo desconocido y los peces furtivos que eluden mi presencia. También algún tiburón esporádico que me mira con indiferencia y frialdad. El agua sobre mi piel tiene un efecto refrescante y salado, como una caricia amorosa. A grandes brazadas voy disfrutando las corrientes marinas hasta que llego ante un acantilado.
Abajo está el misterio, lo desconocido. Sin luz apenas para ver lo que me rodea, intuyo las enormes paredes de piedra que escavan la tierra hacia las profundidades del planeta, hacia la gruta de los monstruos prehistóricos, de los seres marinos mitológicos.
Una última mirada atrás, hacia el amplio azul claro de la superficie lejana, y me dejo caer en el vacío.

lunes, 27 de julio de 2009

Tan sólo
tú solo.
Sólo tú,
tú solo.
Sólo
solo.
Solo.
Sólo
tú.
Mi perro es el único motivo por el que no me he suicidado
todavía.
Hoy lo han atropellado.
En la clínica, el veterinario ha hablado de inyecciones.
Le pregunté si tenía dos.
Replicó que una bastaría.
No me entendió.
Pedía una para mí.
Pero parece ser que yo no tengo ese derecho...
...derecho a morir en paz.

Paranoia

Como un puto gurú: 24 horas sin comer y en estado de alerta.
Mirando por la ventana con un rifle sin balas.
Papel de periódico desperdigado por el suelo con supuestas manchas de pintura o sangre.
Oigo que llaman a la puerta pero no pienso abrir.
También suena el teléfono, a pesar de que lo he descableado.
A oscuras, tumbado en el suelo, el techo parece a punto de caerse sobre mí.
Parece que ha vuelto a entrar aquel enano que se esconde en las sombras.
He encendido todas las luces.
Espero que nadie me vea desde la calle.
La bomba que traje no ha estallado.
Escupo sangre por alguna extraña razón y se me caen los dientes.
Esta droga estaba caducada.
Los cristales estallan hacia dentro: parece que hay alguien disparando.
Siento que las balas me atraviesan como queso fresco.
Salto por la ventana intentando caer en la piscina.
Me equivoqué: era un coche azul.
Azul y rojo, desde que me estrellé contra él.
Desde aquí se ven las estrellas.
¿O son visores apuntándome?

sábado, 25 de julio de 2009

La canción suena como una maldita balada. Una de esas que se repiten constantemente a lo largo de tu vida aunque mueres sin saber quién demonios la cantaba. Ese es el destino del amor: flotar en el aire, indefinido, sin dirigirse a ninguna persona concreta y sin llevar nada a cabo. El amor como el máximo estatismo del alma humana. ¿No sentimos acaso un leve mareo cuando nos enamoramos? Es por el cambio de velocidad: del lento movimiento al estatismo puro. Eso sí, en caída libre. Porque no nos movemos pero viajamos a una velocidad enorme. Como si de repente sintiéramos la inercia de estar clavados a una tierra que gira sobre sí misma. ¿No es acaso ese mareo el que sentimos? E, igual que la velocidad sobre la Tierra cambia dependiendo de dónde te encuentres, cambia la velocidad del amor sobre tu cuerpo dependiendo de dónde te toque: en la polla o en el corazón. ¿Te has enamorado sexualmente? Felicidades: ese mareo era la falta de sangre por tu gran erección. Nada más. No jodas, no llames a eso amor. El amor no se puede definir más que con metáforas manidas que no digan nada. En cambio el sexo es palpable -cómo no- y puede significar cualquier cosa existente, siempre y cuando sea real. El sexo sí es velocidad: de empuje y de eyaculación, de frotación. Uno olvida la rotación de la Tierra por la frotación de los cuerpos sobre el colchón, en el coche o donde sea. Uno olvida que el sexo es amor cuando escucha esa empalagosa canción.

miércoles, 22 de julio de 2009

Corría sobre lava fundida.
Porque sí,
por matar el rato.
Porque no todo iba a ser tumbarse en la piscina.
Porque la vida está hecha de sufrimientos frecuentes
entre alegrías esporádicas.
Corría sobre lava fundida
y no me dolían los pies.
Sólo me dolía tu recuerdo...
aunque también ardió,
como todo.
Miro hacia arriba y veo el cielo azul estallando desde las profundidades del sol.
La luz cegadora cae como plomo fundido sobre mi piel, que se derrite en múltiples gotitas de sudor.
Miro hacia arriba e imagino la playa. El olor del agua salada, la brisa fresca, la arena entre los pies.
Bajo la mirada y sólo hay asfalto y coches. Todo ardiendo posado en la sartén del mediodía.
Todo grasiento flotando en aceite.
Miro al cielo y veo el mar evaporado en el aire. Sé que está ahí arriba, esperando a que me sumerja en él.
Pero tendrá que esperar.
De momento, lo único que hay son altas temperaturas, sudor y polvo.
Mucho polvo.

sábado, 18 de julio de 2009

Había vomitado la comida sobre la mesa.
El mantel había chupado el líquido verdoso y quedaban algunos cuerpos sólidos desperdigados. Tenían un aspecto aceitoso. Realmente desagradable.
Frente a él estaba un plato casi vacío -salvo por el material regurgitado- y un vaso lleno de vino. Meto el dedo y lo huelo.
-No es vino: es sangre.
Hablo para la habitación vacía, ya que estoy solo. "Mi grabadora podría haberlo escuchado", pienso recordando que me la he dejado en casa.
Compruebo el estado del cuarto a mi alrededor. Nada demasiado llamativo: un par de libros polvorientos en la estantería. Novelas baratas: una de amor, otra de terror y otra del oeste. La de amor está húmeda y tiene comentarios escritos a lápiz en las páginas. Parece que nuestro hombre era un cínico, a juzgar por el tono sarcástico.
Los cajones de la mesa están vacíos, salvo el que contiene la biblia y la pistola de rigor. Evidentemente falsas y, es más, pegadas entre sí. Parece un decorado de una película, aunque el porno que flota en el televisor es de verdad.
Salgo de la habitación y camino el largo pasillo enmoquetado hasta el final. Hay un par de agujeros de bala incrustados en el papel de pared. Nada extraño en un hotel como este: probablemente lleven años, certifico al pasar el dedo y no encontrar pólvora.
Bajo las astilladas escaleras de madera casi desenclavada y escucho cada una de mis pisadas hasta el primer piso. El último tramo está enmoquetado y el sonido desaparece, acolchado.
Hablo un poco con el conserje: un estúpido simio engrosado por la comida grasienta y con el cerebro embotado por el alcohol. Aquí no voy a sacar nada.
La calle se abre como un desierto de sol ardiente que se clava entre dos aceras y una franja interminable de asfalto. Veo a una joven pasar delante de mí y no puedo evitar acompañar el movimiento de sus caderas con mis ojos.
Después, sudoroso por el sol y el calor sexual, subo al coche.
Bajo la ventanilla, enciendo un cigarro y apunto en mi bloc de notas. Después echo una última mirada a la entrada del edificio. Arranco la hoja, la dejo en la caja de apuntes y subo la bandera.
"Parece que este hombre ya no va a ir a ninguna parte", pienso, calculando el gasto de gasolina.
Después desaparezco con el taxi, esperando la próxima llamada.
-Mira, es ése.
-¿Está mirando?
-Todo el rato, no nos quita ojo.
-Mírale, ya verás como se pone nervioso.
-¡Jaja, tienes razón!
-Menudo idiota.
(...)

viernes, 17 de julio de 2009

La pareja estaba en un parque, sentada en un banco oculto por un seto.
Quizás por eso nadie los vio. Nadie se dio cuenta.
Pasaron días y semanas sin que nadie pasara por allí
y viera sus cuerpos rígidos
en ridícula postura.
Sus cuerpos pálidos y calcáreos,
su inerte expresión de estupidez.
Nadie los encontró hasta mucho después,
cuando su piel estaba amarillenta y corroída
por la lluvia.
Finalmente, un sorprendido barrendero dio con ellos.
Apenas quedaba ya un esqueleto o cascarón.
Echó los restos con pereza en el cubo de la basura
sobre un montón de hojas secas y palos.
Y se fue a continuar su ronda sin pararse a pensar.
Sin preguntarse qué demonios hacían ahí
dos maniquíes destrozados.
En el autobús no ocurre nada.
Subes, bajas y ya está.
Das vueltas por la ciudad
sin ningún misterio.
De la primera
a la última parada.
Viendo a la gente por las aceras
o atrapada en coches.
Un puto aburrimiento...
...
Y, sin embargo,
puede ser el origen
de un romance.
O de una violación.
El chirrido de una guitarra que te arranca la piel y el latido de un bajo que te mantiene vivo. Y golpes, muchos golpes sobre tu cabeza, para mantener el ritmo. La voz que grita lo que el cerebro necesita escupir y el cerebro que se derrite y gotea en sudor por todo el cuerpo.
La multitud caníbal deseando morderte, escupiéndote, disparando enfermedades hacia el escenario.
Un puñado de mierda vuela sobre las cabezas como un ángel en la oscuridad. Actuación extrema.
Los retretes huelen a sangre y diarrea. Vómito en el aire como una fuente transparente.
Todo enfermo de muerte y violencia. El sexo como único antídoto al aburrimiento.
Saltas sobre la multitud desde el escenario y te clavas en la masa. Un cuchillo de sonido cercenando su cordura. Cuerpos ardiendo se elevan hacia el cielo.
Todo se ralentiza por la droga hasta que se para.
Una masa de cuerpos quietos en el aire, ardiendo, fundiéndose, mezclándose con el tuyo al ritmo de la muerte.
Sí, la vida es una bomba que no entiende de botones.
Te estalla en las narices aunque no aprietes.
Dibujaba a trazos tus curvas mientras estabas tirada delante de mí. A lápiz. Esas formas que se agrupaban por el sofá en lo que nadie llamaría una postura. Eras una pequeña montaña de carne firme y yaciente. Nada más que carne, salvo por tus ojos. Intentaba no fijarme en esas dos lámparas azules que me miraban de reojo. Intentaba, digo.
El lápiz raspaba el papel como una caricia sobre tu cuerpo. Parecía gustarte, a juzgar por tus gemidos. Aparté el papel y vi que habías empezado a acariciarte. Maldita sea, eras un boceto rebelde.
Salté sobre ti para devolverte a tu forma. Quería aniquilar ese extraño movimiento, esa animación de tus líneas.
Quieta.
Pero no podía porque mi cuerpo quería pertenecer también al dibujo. Quería follarme a mi musa. Doblegarla contra el colchón, arrancarle la vida a mordiscos y acabar con ese sufrimiento interno que me obligaba a dibujar.
Te penetraba como el que golpea contra su insatisfacción. Quería llorar a través de ti mi melancolía y compartir mi soledad.
Maldita musa estúpida.
Déjame en paz.
Y parecía encantarte, la verdad.
Tu cuerpo entero se agitaba debajo de mí.
Como si yo no estuviera haciendo nada, en realidad. Eras tú la que me movía. Maldita sea, eras tú la que me utilizaba.
Incapaz de respirar, salté a un lado, sintiéndome morir.
Me miraste con sarcasmo o con pura maldad. De rodillas frente a mí. Empapada como mis genitales. Tu boca abierta hacia mis labios y el susurro de la inspiración.
Soplaste un poquito de aire y me hinché como una bolsa movida por el viento. Empecé a menerarme como atrapado en un remolino. No podía recuperar el control ni el equilibrio.
Caí al suelo llorando, sabiendo que tú me dabas la vida y podías quitármela.
Me deshinché como una bolsa
de basura.
Arranqué el boceto del cuaderno y vi cómo había quedado: trazos desgarrados lanzados con furia sobre un caos de colores deprimentes y sucios. Basura. Todo lo que tenía dentro era basura.
Me asomé a la ventana, intentando darle la espalda a mi mediocridad. El cielo negro de la noche parecía el fondo de un contenedor.
Tuve una arcada y vomité hacia la calle.
Cayeron latas vacías, colillas y cáscaras de plátano...
La mujer gato me clava las uñas
cuando intento clavarle la poya.
Me arranca la carne a mordiscos
hasta saltarme un ojo de golpe.
La mujer gato me lame las heridas
cuando intento acariciarle la cola.
Me acaricia la piel con la lengua
hasta arrancarme un poco de placer.
Qué contradictorio es el amor
imaginario.

lunes, 13 de julio de 2009

Atrapado entre cajas en un almacén infinito. Colocando cartón sobre cartón, todo lleno de polvo. Puedo notar los pulmones llenos de arena y el sol colándose por los resquicios del tejado buscando quemar mi piel. Hace calor, tanto calor... Que parece que las cajas fueran a derretirse.
Paro un poco. Me siento en el suelo, entre pilas de cajas que me ocultan completamente. Todos salen fuera a fumar menos yo. Todos se fueron, de hecho. Pero yo sigo aquí, apilando cajas sobre cajas hasta que ya no recuerdo cuándo tengo que irme. Pero mientras espero, trabajo. Así se pasa el tiempo más rápido.
¿El tiempo? La vida...
Oculto entre cajas de cartón espero y descanso, al amparo de una pequeña sombra donde el sol no llega a colarse.
Siento que mi cuerpo se duerme. Mi mente no. Sigo despierto aunque inactivo. Acechante como el ojo un reloj digital inspeccionando la oscuridad. Pero incapaz de moverme. Puede que esté muerto, incluso, aunque sospecho que entonces lo vería todo desde fuera de mí mismo.
Finalmente oigo ruidos. Al otro lado de las cajas.
Alegre por la vuelta de mis compañeros, intento levantarme aunque no puedo. Mi cuerpo no responde. Mi relación con mi cuerpo se ha roto en algún momento. A lo mejor se ha estropeado por el polvo y el calor.
Escucho las voces de los demás.
Están hablando. No dicen nada en particular, aunque creo que son palabras. No entiendo: parece que mi capacidad de comprensión quedó en mi cuerpo.
No es tan terrible. El mundo no es para entenderlo.
El caso es que tengo que volver al trabajo. Levantarme y seguir apilando cajas. Lo intento, mi cuerpo no me responde. Nervioso, siento que cuanto más tiempo pase mi cuerpo dormido, menos posibilidades habrá de despertarlo.
Se ve que voy a morir...
Y miro hacia arriba buscando una cara amiga que me reconozca y me despierte. ¡Encuéntrame y sácame de aquí, amigo!
Espero.
Pero lo único que veo es una caja tras otra. Apilándose hacia arriba a mi alrededor.
Y mi corazón se apaga en el momento en que alguien coloca la última caja, justo encima de mi cabeza. Muero. ¿Para qué seguir viviendo aquí metido, entre cucarachas y mierdas de gato?
Sin embargo, mi mente sigue viva todavía. Desde hace años. Tiritando por el frío en invierno, abrasada de calor en verano. Aterrada por la soledad extrema de este rincón entre las cajas. Y parece que será así hasta que mi cuerpo se convierta en polvo.
Este maldito polvo que impregna todas las cosas...

domingo, 12 de julio de 2009

Siento arder mi mirada a la vez que mi piel y mis órganos internos.
Siento derretirse mi ser en pálidas pupilas afiladas acuchillando un atardecer pintado de negro.
Escondidos en un vaso de alcohol dejé mis sentimientos y alguien se los bebió o los derramó en una maceta. No creció nada, por supuesto, salvo una carretera de asfalto con cunetas llenas de accidentes.
Me siento invisible
hasta para mí mismo...
es un sentimiento que no tiene nombre, sólo color - el color de un cuadro de hopper - pintado con la tristeza de una flor - seca - y muerta - y con sombras acentuadas en las esquinas - un buen sitio en el que refugiarse del sol - y de uno mismo - - la chica espera sentada en la cama - vestida - sólo con su piel de lagarto - y sus ojos estrellados - mientras yo paseo - o danzo - ebrio - por la oscuridad - en mis ojos - cerrados - por la habitación - siguiendo un ritmo chamánico - y susurrando - - mi piel reluce como escayola - y caigo suave - desde el cielo - entre sus piernas abiertas - a la noche - y al amor - - tiemblo - como una llama - perdida en un incendio - cuando ella me besa - - - - - -
Tendremos que irnos de nuevo
otra vez.
No importa a dónde,
no importa cómo salga.
A algún sitio nuevo en el que esconderse de la vida,
a un rincón de un cuadro
pintado de melancolía
aguada.
Entre el sonido de tambores
arrastro
un puñado de latidos
que retumban
y ensordecen.
El verano arde
tan frío
dentro de mí
y el polvo de mis ojos
se humedece
con lágrimas de sangre.
Guiado por palabras indescifrables
busco un sentido
y sólo encuentro un sentimiento.
Me siento vacío
y pálido,
me siento
y espero.
No pasa nada a mi alrededor,
nada dentro de mí...

viernes, 10 de julio de 2009

Odiaba a la gente en el metro y en la calle.
Todos resultaban tan... externos.
Sólo formaban parte de un mundo exterior a mí.
Fuera de mi piel todo resultaba molesto e incómodo y sufría cada instante de apertura a los demás.
Entonces comencé a cerrarme más y más.
Sin darme cuenta de que cuanto más me cerraba más pequeño me volvía.
Y comprendí que el tamaño de mi mundo dependía completamente de su relación con el externo.
Así que, impelido por el miedo a desaparecer en mí mismo,
decidí abrirme en apariencia
y copiar cada imagen del universo
en mis venas.
Añadí cada centímetro de acera pisado, cada raya de la carretera,
cada mirada de una camarera y cada estornudo en el tren.
Convertí mi interior en una copia artificial de lo externo
y al final me vi vagando por un parque temático,
degradante y grotesco,
tan irreal como sin sentido.
En mi cerebro, convertido en vasto desierto de imaginación,
florecía el asfalto con que la información creaba autopistas abandonadas hacia ninguna parte.
Y parecía que al final de cada camino
había un barranco.
Finalmente cavé un agujero
en el pavimento agrietado
y me escondí entre las raíces de un cable de alta tensión.
Hibernando
en el templado lodo
electrificado
y apagándome en latidos
que se propagaban por la tierra desolada.
Dormí hasta que el asfalto creció sobre mi cabeza
y los edificios empezaron a caer
por su propio peso.
Y mientras dormía todavía una pregunta quedaba en mis ojos cerrados:
"¿Qué aspecto tendrá mi cara en estos momentos?
¿Podrá alguien ver cómo me siento?"
Entre tus piernas siempre me sentí un privilegiado.
Contemplando paisajes prohibidos al resto de los hombres.
Robando suspiros a la noche.
Pegado a tus sábanas de telaraña.
Lamiendo tu sudor dorado y uniéndolo a mi sangre.
Frotando tu placer con mi alma y penetrando
en tus gemidos
que resonaban en la bóveda estrellada de tu habitación.
Aplastando tu cuerpo contra el colchón y arrastrándome
por kilómetros de labios dulces
como helado
derritiéndose.
Siempre me sentí así
hasta que dejé de sentir nada...
Entonces todo se convirtió en muerte
untada
de sudor
y la noche
sólo era un refugio
en el que ocultar
a los hombres
nuestro dolor.

miércoles, 1 de julio de 2009

La aguja pinchó la piel negra y empezó a sonar la melodía.
Sobre el disco la vida daba vueltas
y las notas parecían quedarse en el techo
pegadas
como estalacticas.
Eras como un libro abierto.
Pero con vagina.
Podía ver dentro de ti y leer en el reverso de tus venas. Así descifraba tus historias antes de que me las contaras y sabía más de ti que tú misma.
Pero cuando dormíamos juntos de noche me sentía como un desconocido, como un extraño en tu cama. O en tu cuerpo.
De noche tus venas resplandecían iluminando el cuarto: tu luz asesinaba a la oscuridad y escondía su cadáver bajo la cama. El techo vivía plagado de sombras y formas, como las constelaciones del cielo nocturno.
Esto duró días y noches, hasta que, saliendo de un sueño sin salida, me encontré con tus ojos abiertos en la cama. Me miraban con una extraña expresión: como se inspecciona al extranjero que pide un visado para quedarse. Y yo sin mis fotos de carnet...
Tus ojos, abiertos, en la cama, y tú detrás. Escondida tras una mirada.
Te abracé acariciando tu piel y te toqué un pecho. Puede que en alguna realidad paralela todo esto tenga sentido, pero en la nuestra no: me diste la espalda, te apretaste contra mí y empezamos de nuevo a follar.
Lo que sea por un visado de estancia permanente.
El corazón me dio un vuelco. Se pasó la sangre de un lado a otro como el que hace un regate. Yo miré para otro lado: lo importante era que continuara el partido. Después de todo, me jugaba la vida.
El caso es que el mundo siguió girando como si nada: sólo que yo daba vueltas en sentido contrario.
Como un sentimiento que va y vuelve -como una peonza, por continuar la metáfora- el recuerdo de su rostro pasó ante mis ojos y quedó tatuado en lo negro de mis párpados. Sus ojos, sus labios, su tersa piel... Una geografía memorizada durante años que ahora desaparecía en la confusión de formas, detalles y gestos del mundo que me rodeaba asfixiante.
Y yo obligado a verla cuando cerraba los ojos.
Sus labios, sus ojos, su tersa piel...
Mi vida dio un vuelco y mi piel quedó del revés: toda mi intimidad ante los ojos de los demás. Todo el mundo podía ver la cicatriz que quedó cuando ella se extirpó de mi corazón.
Y conseguí colocarlo de nuevo todo dentro, pero no estoy seguro de que quedara en su sitio.
El corazón me quedó vacío de vida, sólo con ese fluir de sangre que en el fondo nada significa. Y esa fea cicatriz. ¿Cómo poner una tirita ahí dentro para taparla? Lo intenté con alcohol y otras chicas, pero con el licor se despegaba y con las chicas sólo ponía un parche encima de otro...
Nada llenaba la ausencia de ese órgano externo del que dependía mi vida y que había sido arrancado. Era como cojear por un pie que no te pertenece.
Pero mi corazón resistía. El pobre... Le di literatura por entretenerlo y música para ayudarle a llevar el ritmo. Lástima que siempre tirara hacia el jazz y los ritmos sincopados: malditas arritmias...
Y las cosas siguieron goteando por las alcantarillas durante días y días de veranos e inviernos, otoños y primaveras, y periódicos y programas de la tele, hasta que al final un día me olvidé de recordarte y ya no estabas.
El tiempo me había robado hasta la cicatriz.
"Es sólo sexo", me recordaste
para que no lo olvidara.
Pero nunca es sólo sexo.
Siempre hay un resquicio de vida
escondido entre las sábanas.
Un pedazo de cielo en tu lengua
sobre mi piel.
Siempre hay algo más
que sólo sexo.