miércoles, 1 de julio de 2009

El corazón me dio un vuelco. Se pasó la sangre de un lado a otro como el que hace un regate. Yo miré para otro lado: lo importante era que continuara el partido. Después de todo, me jugaba la vida.
El caso es que el mundo siguió girando como si nada: sólo que yo daba vueltas en sentido contrario.
Como un sentimiento que va y vuelve -como una peonza, por continuar la metáfora- el recuerdo de su rostro pasó ante mis ojos y quedó tatuado en lo negro de mis párpados. Sus ojos, sus labios, su tersa piel... Una geografía memorizada durante años que ahora desaparecía en la confusión de formas, detalles y gestos del mundo que me rodeaba asfixiante.
Y yo obligado a verla cuando cerraba los ojos.
Sus labios, sus ojos, su tersa piel...
Mi vida dio un vuelco y mi piel quedó del revés: toda mi intimidad ante los ojos de los demás. Todo el mundo podía ver la cicatriz que quedó cuando ella se extirpó de mi corazón.
Y conseguí colocarlo de nuevo todo dentro, pero no estoy seguro de que quedara en su sitio.
El corazón me quedó vacío de vida, sólo con ese fluir de sangre que en el fondo nada significa. Y esa fea cicatriz. ¿Cómo poner una tirita ahí dentro para taparla? Lo intenté con alcohol y otras chicas, pero con el licor se despegaba y con las chicas sólo ponía un parche encima de otro...
Nada llenaba la ausencia de ese órgano externo del que dependía mi vida y que había sido arrancado. Era como cojear por un pie que no te pertenece.
Pero mi corazón resistía. El pobre... Le di literatura por entretenerlo y música para ayudarle a llevar el ritmo. Lástima que siempre tirara hacia el jazz y los ritmos sincopados: malditas arritmias...
Y las cosas siguieron goteando por las alcantarillas durante días y días de veranos e inviernos, otoños y primaveras, y periódicos y programas de la tele, hasta que al final un día me olvidé de recordarte y ya no estabas.
El tiempo me había robado hasta la cicatriz.

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