viernes, 10 de julio de 2009

Odiaba a la gente en el metro y en la calle.
Todos resultaban tan... externos.
Sólo formaban parte de un mundo exterior a mí.
Fuera de mi piel todo resultaba molesto e incómodo y sufría cada instante de apertura a los demás.
Entonces comencé a cerrarme más y más.
Sin darme cuenta de que cuanto más me cerraba más pequeño me volvía.
Y comprendí que el tamaño de mi mundo dependía completamente de su relación con el externo.
Así que, impelido por el miedo a desaparecer en mí mismo,
decidí abrirme en apariencia
y copiar cada imagen del universo
en mis venas.
Añadí cada centímetro de acera pisado, cada raya de la carretera,
cada mirada de una camarera y cada estornudo en el tren.
Convertí mi interior en una copia artificial de lo externo
y al final me vi vagando por un parque temático,
degradante y grotesco,
tan irreal como sin sentido.
En mi cerebro, convertido en vasto desierto de imaginación,
florecía el asfalto con que la información creaba autopistas abandonadas hacia ninguna parte.
Y parecía que al final de cada camino
había un barranco.
Finalmente cavé un agujero
en el pavimento agrietado
y me escondí entre las raíces de un cable de alta tensión.
Hibernando
en el templado lodo
electrificado
y apagándome en latidos
que se propagaban por la tierra desolada.
Dormí hasta que el asfalto creció sobre mi cabeza
y los edificios empezaron a caer
por su propio peso.
Y mientras dormía todavía una pregunta quedaba en mis ojos cerrados:
"¿Qué aspecto tendrá mi cara en estos momentos?
¿Podrá alguien ver cómo me siento?"

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