sábado, 18 de julio de 2009

Había vomitado la comida sobre la mesa.
El mantel había chupado el líquido verdoso y quedaban algunos cuerpos sólidos desperdigados. Tenían un aspecto aceitoso. Realmente desagradable.
Frente a él estaba un plato casi vacío -salvo por el material regurgitado- y un vaso lleno de vino. Meto el dedo y lo huelo.
-No es vino: es sangre.
Hablo para la habitación vacía, ya que estoy solo. "Mi grabadora podría haberlo escuchado", pienso recordando que me la he dejado en casa.
Compruebo el estado del cuarto a mi alrededor. Nada demasiado llamativo: un par de libros polvorientos en la estantería. Novelas baratas: una de amor, otra de terror y otra del oeste. La de amor está húmeda y tiene comentarios escritos a lápiz en las páginas. Parece que nuestro hombre era un cínico, a juzgar por el tono sarcástico.
Los cajones de la mesa están vacíos, salvo el que contiene la biblia y la pistola de rigor. Evidentemente falsas y, es más, pegadas entre sí. Parece un decorado de una película, aunque el porno que flota en el televisor es de verdad.
Salgo de la habitación y camino el largo pasillo enmoquetado hasta el final. Hay un par de agujeros de bala incrustados en el papel de pared. Nada extraño en un hotel como este: probablemente lleven años, certifico al pasar el dedo y no encontrar pólvora.
Bajo las astilladas escaleras de madera casi desenclavada y escucho cada una de mis pisadas hasta el primer piso. El último tramo está enmoquetado y el sonido desaparece, acolchado.
Hablo un poco con el conserje: un estúpido simio engrosado por la comida grasienta y con el cerebro embotado por el alcohol. Aquí no voy a sacar nada.
La calle se abre como un desierto de sol ardiente que se clava entre dos aceras y una franja interminable de asfalto. Veo a una joven pasar delante de mí y no puedo evitar acompañar el movimiento de sus caderas con mis ojos.
Después, sudoroso por el sol y el calor sexual, subo al coche.
Bajo la ventanilla, enciendo un cigarro y apunto en mi bloc de notas. Después echo una última mirada a la entrada del edificio. Arranco la hoja, la dejo en la caja de apuntes y subo la bandera.
"Parece que este hombre ya no va a ir a ninguna parte", pienso, calculando el gasto de gasolina.
Después desaparezco con el taxi, esperando la próxima llamada.

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