jueves, 15 de enero de 2009

Te juro que he abierto mis tripas y he rebuscado entre las piezas buscando qué es lo que falla. Y no he encontrado nada, salvo una nueva colección de sonidos y texturas.
Me he arrancado las venas y he observado cada centímetro a la luz de la lámpara. Nada, sólo metros y metros de celuloide barato. Sólo el conocimiento de que mi sangre fluye por fotogramas de cine malo.
He frotado mi cerebro contra la alfombra persa. Una fina lluvia de letras ha comenzado a escalar por mis dedos como una infección y lo he tenido que arrojar asustado a la esquina. Tengo miedo al contagio, sobre todo de ideas.
(De noche despierto con el cerebro en su sitio: supongo que quedamos en tablas).
No sé si mis huesos tendrán la respuesta a algo: he hecho un buen caldo pero no he visto nada en sus vapores. Y sé que mis ojos no pueden ayudarme, pues sólo son embudos para engullir imágenes.
Y mire donde mire no encuentro qué me duele. Reviso el mapa de mi cuerpo y no queda peca sin inspeccionar...
Salgo a dar un paseo y me embobo frente al escaparate: la piel tersa de los maniquíes despierta mi libido. Sobre todo la que no tiene ojos y lleva ropa ajustada. Me alejo asustado, he agrietado el cristal.
La multitud me adormece así que intento evitarla, pero veo las cabezas y el sueño me vence: caigo rodando sobre cuerpos desechables y mi consciencia se escabuye por una alcantarilla.
Media hora mas tarde permanezco escondido bajo una nube. Veo a la gente pero creo que ellos a mí no. Ya no me dan sueño porque estoy descansado.
Atrapo al vuelo una mirada extraña y corro tras ella a través de los coches: esos juguetes de diamante tan incomprensibles. La gente que está en ellos parecen figuritas de cristal en vitrinas de barro.
Enamorado como un insecto recupero los ojos que me han llamado la atención, pero suspiro insatisfecho palpando un espejo. La calle resulta tan desconcertante...
Regreso a mi casa y me tumbo en el sofá. Tiro al suelo las compras de la tarde: un montón de sensaciones nuevas que ahora tengo que colocar en las estanterías de mi vida.
Pongo a calentar comida de tarro y me paso de tiempo: chorrea churruscada y se me escurre por las orejas. Está visto que hoy no me sale nada bien.
Enciendo la cama para dormir un rato pero me quedo desvelado entre sábanas de neón. No puedo dormir porque no he dejado la cuchara sobre la mesa, así que me la saco de la boca y escucho su tintineo suave.
Caigo redondo presa del sueño que me arrastra hasta su cubil. Si no llego a resistirme me hubiera devorado.
Y pongo fin a este consentido sinsentido cuando salgo de mi casa y me dejo en paz de una vez. Desde enfrente puedo ver por la ventana cómo por fin me relajo y me quedo dormido.
Me apoyo contra la pared y me arropo con el frío de la calle mientras espero a que salga el sol.
(...)
Por la mañana, cuando baja las escaleras y sale del portal, resulta cegador, pero al menos me avisa de que el día ha comenzado. Y veo cómo trepa por los cantos de los gallos y se cuelga del cielo, volviendo a dar sentido a toda esa luz que había goteado sobre la noche.
Vuelvo a mi casa contento de que todo haya terminado.
Aunque me queda un largo paseo porque vivo en otra ciudad...

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