miércoles, 14 de enero de 2009

La canción suena constantemente por la radio y resulta tan deprimente como una sonrisa enmarcada. Es como una melodía de ascensor que se cuela por las rendijas de la realidad y se cuelga de mi nariz, obligándome a dirigir mi cabeza hacia el suelo. Sólo puedo ver baldosas porque levantar la mirada resulta doloroso. Y tanto me he acostumbrado a la imagen de mis pies en movimiento que ya nunca veo una fachada a menos que se refleje en un charco.
Pues sí, la canción me entristece: empaña mi alegría con un velo pegajoso. Y arrastro esa sensación desde pequeño cuando me asalta implacable desde la publicidad, fruto del contraste entre la alegría de la canción alegre y ese sentimiento de impotencia que no sé cómo apartar. No sabría definirlo, pero es una sensación de falsedad: como maravillarse del amanecer y descubrir un inerte sol de neón sobre avejentado papel de regalo.
Y cuando la escucho sólo puedo recordar aquellos momentos grises en los que se posa sobre mí y me cubre de desilusión, cuando mi alegría huye aterrada de mi cuerpo y, contaminada, escapa dejando una nube de desesperación. Como la tinta del calamar a la fuga.
En esos momentos todo lo que queda es el tedio de un viaje en autobús y la sensación reseca de la tapicería quemada y maloliente de los asientos, el cristal empañado por mi respiración agitada y el enjambre de coches vacíos que flotan en paralelo a mi vida y los tapacubos que mandan un mensaje en clave sobre la rutina diaria y las vibraciones que cosquillean bajo mis pies y el periódico polizón, escondido bajo los asientos, y el chicle ya endurecido por su experiencia en viajes y la firma de una persona desconocida a la que no quieres conocer y la lucecita que apenas ilumina pero que te anima a leer y el vecino que se duerme apoyándose en tu hombro y la chica de la que te enamoras porque nunca te ha mirado y el puticlub que atrapa tu atención antes de desaparecer de tu mente y la furgoneta de gitanos traqueteando sobre el camino de arena y el avión que se cruza en el cielo con un puente sobre la ventana y la conversación pillada a medias entre cabezadas somnolientas y el conductor que abre la puerta sin esperar a detenerse y el frío aire congelado que monta corriendo para calentarse y el cielo gris reflejado en el río marrón y la vuelta a casa con el paisaje escondido tras el velo de la noche y las farolas en medio de la nada que nada tienen que decir y las putas de las rotondas, las únicas que allí no dan la vuelta, y la gente que baja en una parada y se aleja de tu vida y… y el autobús que por fin llega a tu parada y te devuelve aturdido a tus pies, con ese primer paso que tanto cuesta dar, hasta que uno vuelve a hacerse con los mandos…
La canción desaparece de los altavoces una vez me he bajado, pero todavía sigue resonando durante un tiempo sobre mi piel. Y me trae tantas sensaciones tan gastadas pero tan desconocidas… Que me recuerda que mi vida, triste y sin aventuras, es mucho más rica de lo que alcanzo a ver.
Sin embargo me entristece porque, joder, ¡qué mala es esa canción!

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