miércoles, 14 de enero de 2009

La lucha contra uno mismo

Hoy cuando despierto me invade una extraña sensación. Como si mi cerebro estuviera golpeando mi cráneo desde dentro. Mis ojos me duelen al moverlos hacia los lados y especialmente al moverlos hacia arriba. Ya me pasó una vez, y eran como arañazos en el músculo. Lo juro.
Después me cuesta ponerme en pie, mis piernas siguen débiles por el sueño. Eso sí que me suele pasar, eso es normal.
Entonces voy hasta la ventana y subo la persiana. El cielo está de un gris trágico, partido por una cuchillada resplandeciente, una nube dolorosamente blanca. Me giro para evitar la luz directa en las pupilas y me quedo apoyado de espaldas en la pared. Ante mí está toda la habitación, desordenada, penetrada por la luz dañina del día. Tan intensa como el foco de una cárcel.
Incapaz de soportarlo más, intento refugiarme en el baño, yendo en busca de una ducha relajante. Me desnudo rápidamente para esquivar el frío, que aun así parece envolverme con su acostumbrada lascivia, y cierro la mampara tras de mí. El agua caliente tiene el efecto de un bálsamo sobre mi piel. Alargo la ducha lo que puedo, hasta que al final alguien empieza a aporrearme la puerta. El despertador.
***
Despierto y mi cerebro está tranquilo. Mis ojos se mueven ahora sin causarme problemas, aunque sigo sin ver una mierda. Busco las gafas con la mano y no están. Por algún motivo, no me sorprendo demasiado. Abro la persiana y el cielo está gris. Una fuerte lluvia cae golpeteando contra el cristal, como si intentase darme en la cara. Vaya manera de dar los buenos días. Veo un par de hojas volar frente a mi ventana, como elevándose hasta mí para observarme, bailoteando con el viento. No sé por qué, pero pongo la mano en el cristal y digo "hola". Las hojas pierden fuerza y caen muertas, quedándose después flotando en un charco del asfalto. Como la pobre Ofelia. Qué cuadro tan bello. A lo mejor mi palabra les ha arrebatado la vida, puede que haya despertado como un rey Midas de la muerte. Pienso durante un segundo en ello y de repente estoy deseando saludar a mis vecinos.
Como toda mañana, me dirijo al baño, a echarme un poco de agua y limpiarme la pereza del cuerpo. Abro la puerta y al instante oigo un golpe sordo. Como si alguien hubiera tirado una piedra. Conozco ese sonido. Me acerco lentamente y me asomo con cuidado. Nadie. Lo he oído de verdad, refunfuño...
Siguiendo un impulso extraño a mí, abro la ventana y asomo medio cuerpo. La lluvia entonces empieza a golpear con más fuerza, como si quisiera volver a hundirme en mi habitación. Hago el esfuerzo y miro en ambas direcciones, pero sigue sin haber nadie. Intento cerrar la ventana, pero el viento es demasiado fuerte, tanto que parece que fuera a hacerme volar como a las hojas. Yo dejaría un cadáver más bello sobre el asfalto. Todavía empujando la ventana, que se niega a cerrarse a pesar de estar ya sólo a un palmo de su sitio, una luz cegadora aparece en el horizonte. Es como si los rayos de sol fueran una dedo metiéndose en mis ojos. Suelto y la ventana se abre de par en par, dejando que la lluvia y el viento, la luz y la desesperación entren en mí.
***
Lo primero que veo al despertar es lo mismo que veo cada día al despertar: nada. Mi habitación permanece en el anonimato, desenfocada por mis ojos miopes. Vuelvo a tener la sensación de que mis sábanas pesan más de lo normal. Desde donde estoy tumbado puedo ver una silla de madera que está al revés. Hay una chica sentada en ella. No puedo ver apenas, sólo intuyo los detalles. Le pregunto quién es, pero no responde. Con una mano adormilada y tranquila, busco las gafas en la mesita y hago que la realidad vuelva a hacerse visible: no era más que un montón de ropa sobre la silla. El jersey marrón que queda arriba hace la forma perfecta de una melena descuidada. ¿Lo dejé así aposta cuando me lo quité? Una extraña idea cruza mi mente: ¿y si mi habitación en realidad no tiene contornos y mis gafas me están engañando?
Pienso en ello cuando me pongo de pie, si es que una acción tan torpemente realizada puede denominarse así. Haciendo equilibrios, como si no tuviera pies y andase sobre muñones, me acerco a la silla. Le pego una patada al montón de ropa, que cae a una, como si fuera un cuerpo humano. Me entra una punzada de remordimiento y hago como que extiendo la mano para ayudarle. Para ayudarla, a la chica. Es sólo una broma de mal gusto, por eso no me lo tomo mal cuando ella me coge la mano.

(21/01/2007)

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