sábado, 1 de septiembre de 2007

Happy and Bleeding

Habían sido amigas íntimas desde hacía muchos años. Por lo menos desde el colegio, aunque hubo un tiempo en el instituto en que la relación se relajó mucho. De todas formas llevaban juntas el tiempo suficiente para conocerse de sobra las unas a las otras. Al menos eso pensaba Berna. Lo que las otras dos pensaban le resultaba una incógnita. Sólo sabía que, pensaran lo que pensaran, entre sí estarían de acuerdo: Raquel y María casi nunca discutían, coincidían en todos los temas importantes y no solía haber discrepancias por parte de una respecto a las opiniones de la otra. En cambio, Berna solía causar casi todas las disputas. Y solía ser por tonterías.

De este modo habían ido pasando los años para todas y ahora estaban en un período difícil de sus vidas. "Todos son difíciles", se decía Berna, "pero la dificultad proviene del número de cambios que surjan a la vez y de cómo cambien tu vida". Ella sabía que la pérdida de esta amistad cambiaría radicalmente la suya. Significaba una pérdida irrecuperable de un vínculo con su niñez. Esas dos chicas conocían cada detalle de su pasado casi tan bien como ella misma y sabían perfectamente cómo pensaba. Incluso cuando ella intentaba ser independiente y actuar de manera menos condicionada por el grupo, las otras dos sabían que sólo era pose. Sabían que en realidad sólo quería llamar su atención. Lo sabían y eso a ella le molestaba mucho. "No me gusta que me digan cómo soy. Y menos cuando ni yo misma lo sé."

Así pasaban los días mientras sus vidas iban tomando caminos distintos y sus maneras de ser se desarrollaban de maneras diferentes. Por algún motivo, esto pasaba sólo con Berna. Ellas parecían estar siempre tan de acuerdo, tan convencidas de todo lo que decían... Berna se sentía débil frente a la decisión que manifestaban sus amigas y fue creando una mezcla de complejo de culpa y leve resentimiento que la corroía por dentro. Cada vez que no estaba de acuerdo, se decía a sí misma: "Es culpa tuya, siempre le das demasiadas vueltas a las cosas y te acabas perdiendo entre las palabras." Y sabía que eso tampoco era cierto, que en realidad sus amigas lo que hacían era defender su amistad con uñas y dientes evitando discutir y contradecirse mútuamente, evitando cualquier cosa que pudiera dañar su relación. Lo que Berna no sabía era hasta qué punto se trataba de algo inconsciente y hasta qué punto ellas también se daban cuenta de lo que hacían.

De modo que Berna veía poco a poco cómo su amistad se iba a pique. De hecho, a ella le parecía que todo se desarrollaba a pasos agigantados. Sentía que de la noche a la mañana su vida daría un vuelco y que no estaba preparada para asumirlo. No de verdad, no sin sufrimiento. No sin alimentar más rencor. Y sabía que ese momento se acercaba cada vez que Raquel y María fantaseaban sobre la idea de vivir juntas, una idea que parecía más bien una certeza: sabían que iban a vivir juntas dentro de poco. Esto a Berna no le resultaba agradable: primero porque sabía que ella jamás podría vivir con sus amigas -ni siquiera con una sólo-, ya que, por su personalidad retraída, le gustaba estar sola y encerrarse en su mundo interior, donde ella podía controlar las cosas. Para ella los amigos eran muy importantes, pero como desde el colegio siempre había estado sola, o al menos se había sentido así, no acababa de congeniar con la gente. Y segundo, porque sabía que acabarían discutiendo en menos de una semana y lo último que deseaba era acelerar el proceso de separación.

Este proceso era inminente y su resultado sería la definitiva exclusión de Berna de las vidas de sus amigas. Y encima tendría que aceptar el hecho de que la pérdida lo sería sólo para ella, que sus antiguas amigas seguirían estando perfectamente, apoyándose entre sí, sin su presencia. La certeza de que no la echarían de menos era lo que más daño le hacía. Era consciente de que ella era la que sobraba en la ecuación y que no tardarían en dejarla de lado, pero se sentía atrapada en un tren que no podía controlar y que estaba llegando a una parada en la que no quería bajar. Y sabía que cuando se abrieran las puertas ellas la obligarían a hacerlo. No es una metáfora muy lograda, pero ella se sentía exactamente así. Casi podía oler su propia adrenalina cuando, por las noches, el pánico le impedía dormir y pasaba horas dando vueltas en la cama, mirando las sombras en el techo y deseando desaparecer, marcharse lejos y que nadie supiera dónde estaba. "Parece más fácil empezar una vida nueva que salvar los pedazos de la que se ha estropeado", se decía Berna ya de madrugada, agotada, poco antes de caer en un sueño intranquilo, uno de esos de los que uno despierta convertido en un enorme escarabajo.

Finalmente, como era de esperar, llegó el día en que Raquel y María encontraron un piso en el que vivir. No era gran cosa, pero tenía dos habitaciones normalitas, un comedor acogedor, una cocina, un baño con ducha y un balconcito pequeño que daba a una calle y a un descampado. "En realidad, es perfecto", pensaba Berna, que ahora no sólo se sentía mal por estar perdiendo a sus amigas sino que encima envidiaba su piso. "No debería haberlas acompañado. Es como si me estuvieran señalando el final de nuestro camino juntas, como si quisieran que viera dónde van a ser felices sin mí, dándole apariencia física a lo que antes sólo había sido un terror indefinible. Es casi siniestro", pensaba mientras contemplaba la puesta de sol desde el balcón. Permanecía en él porque, tras pasar fugazmente por el resto de habitaciones de la casa, había sentido la enfermiza necesidad de salir de allí, de escapar. El balcón era un refugio que al menos no llamaría la atención de sus amigas. Los coches pasaban en la lejanía por una carretera que había más allá del descampado.

-Bueno, ¿nos vamos? -dijo María desde el comedor. Berna se giró y la vio plantada en el centro de la habitación, como si esta ya fuera completamente de su posesión. Sabía que dentro del nuevo orden de las cosas ella no podía estar allí. Se encontraba en una situación increíblemente incómoda. Cerró la puerta del balcón y se dirigió a la puerta de la calle sin decir nada, echando sólo una última mirada al sofá. "Allí se sentarán y se contarán sus cosas. Qué estúpida me siento."

Raquel ya había salido y bajaba por las escaleras unos metros delante de ella. María cerró con llave y el sonido de la cerradura bloqueándose transportó a Berna a otra dimensión, a un sitio en el que sus amigas eran sus verdugos y la dirigían a su muerte. Bajaba las escaleras aterrada y sentía cómo sus piernas flaqueaban. Los pasos de una amiga delante y los de la otra detrás abrían y cerraban la comitiva fúnebre. No sabía si ya la habían matado y veía esto desde su espíritu o si realmente estaba andando y era ahora cuando iban a ejecutarla. Fue al pisar la calle cuando vio el coche, aparcado de cualquier manera en el vasto descampado, y presintió que aún no había muerto. El reflejo del sol poniente en el techo gris del vehículo cegó sus ojos y Berna escuchó el chasquido de los rifles que iban a fusilarla. Se dio la vuelta para mirar a la cara a sus ejecutoras y descubrió que el ruido lo había hecho la puerta del portal al cerrarse. Raquel y María se estaban despidiendo del hombre que les había enseñado el piso. Sonreían de una manera extraña. A Berna esas sonrisas le parecieron falsas, comprendió que en el fondo no eran más que exposiciones de dientes. "Me estoy volviendo loca", se dijo. "Espero que esto acabe cuanto antes."

Dicho y hecho, su deseo se cumplió al instante: sus amigas se dirigieron al coche y las tres se marcharon a casa. Raquel y María iban delante, hablando del piso. Les había encantado y estaban deseando entrar a vivir a primeros del mes siguiente. Algo se rompió dentro de Berna al oír esto: fue como si el momento ya hubiera llegado. Sorprendida, le pareció que le importaba mucho menos de lo que había esperado. "Bueno, todavía falta tiempo para que me haga a la idea del cambio y vea de verdad cómo se desarrolla el asunto. Aún no pueden afectarme las consecuencias porque todavía no se han manifestado."

Y diciéndose esto, buscó en uno de los bolsillos de su pantalón y se puso el mp3. Aunque intentaba no pensar en nada, miraba a los otros coches y se preguntaba cómo serían las vidas de sus conductores, si a ellos también les habría pasado algo así. P.J. Harvey empezó a cantar en sus oídos Happy and Bleeding y Berna sintió de pronto un dolor interno muy profundo, como si al final una bala imaginaria la hubiera alcanzado en el pecho y su alma se estuviera desangrando. Sus amigas seguían hablando animadas mientras ella fallecía lentamente en el asiento de atrás, con la cabeza recostada hacia la ventana y la mirada perdida en el horizonte. Un horizonte que se empezó a nublar cuando la primera lágrima asomó silenciosa.

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