domingo, 16 de diciembre de 2007

Encuentro casual

Él era un profesor universitario, ella una rubia que no estaba mal.
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Se conocieron en un bar, después de que ella, cansada de llamar constantemente por teléfono desde la barra a un chico que había conocido en el fin de semana y que no contestaba, colgara y pidiera un tercio. Uno tras otro. Luego levantó la vista del número de teléfono que tenía, vio al profesor y rompió el papelito para no llamar más. Seguro que el chaval le había dado el número mal para quitársela de encima. Menudo cabrón. Igualmente, se sintió desesperada, y sin saber muy bien lo que hacía se acercó a la mesa del profesor, que la miraba constantemente de tapadillo.
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Sin sentarse siquiera y bastante nerviosa, le preguntó si le apetecía dar una vuelta.
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Fue un paseo agradable aunque ambos estaban nerviosos: la mirada de él iba alternativamente del suelo a los ojos de ella, que mantenía la vista al frente, pues temía que si miraba directamente a su acompañante perdería el interés y las fuerzas para seguir con todo esto. Así caminaron y charlaron juntos durante un par de horas. Cuando él había aprobado más o menos el examen de personalidad que ella le venía haciendo, le dijo su nombre: Marta.
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"Es muy bonito", respondió él sinceramente. "Yo me llamo Gregorio."
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"Hay un cine cerca de aquí, ¿te apetece que veamos algo?"
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Él pensó que ella buscaba pasar más tiempo acompañada, pero sin estar tampoco con nadie. A pesar de eso, aceptó. No es que le hiciera sentirse demasiado especial, pero era mejor que volverse a casa y encerrarse a solas con los libros y estudiar una noche más. Prefería ver dónde acaba esto: Marta parecía un poco perdida, pero no le desagradaba. Y aunque no era guapa, sí resultaba atractiva.
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La cartelera no era gran cosa y Gregorio le dejó elegir a ella para evitarse problemas. Marta lo vio más como una falta de carácter que como un detalle, ya que a ella le costaba mucho decidirse y además le preocupaba su elección, pues de algún modo ésta daría bastante información sobre su manera de ser. Fue un primer tropiezo que, aunque pequeño, la molestó. Él no se dio cuenta.
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Entraron a ver una de las que parecían menos comerciales y se enfrentaron con una sala casi vacía.
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"¿Dónde quieres sentarte?", preguntó Gregorio con cierto desinterés.
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"Me da un poco igual...", respondió Marta, que se empezó a poner un poco nerviosa: el vacío de la sala tenía algo siniestro que hacía que se sintiera desprotegida. "¿Por qué no compramos algo para comer?"
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"Claro", Gregorio no era partidario de las palomitas, tan ruidosas y molestas, aunque un refresco sí que le apetecía. Cuando llegaron al puesto no había nadie a la cola, así que el dependiente les preguntó directamente qué querían y no les dio tiempo a pensar. Esta vez él afirmó con bastante rapidez: "fanta de naranja, mediana" y Marta se quedó descolgada, enfrentándose a la mirada del chaval, de modo que se trabó y, deseando evitar un momento de incómoda impaciencia, pidió lo mismo.
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Después regresaron a la sala y se sentaron hacia la mitad de las filas, justo en la parte del centro. Solos, sin que hubiera nadie a su alrededor. Gregorio estaba ahora contando algo sobre los chavales a los que daba clase como profesor asociado de la universidad de Alcalá. Contaba pequeñas discusiones que habían mantenido en clase sobre obras de teatro y cómo uno debe enfrentarse a los alumnos desde una posición de humildad para evitar que lo fusilen: "Que vean que sabes más que ellos, pero que no piensen que intentas convencerles, sino que les estás contando tu versión". De algún modo, Marta no entendía lo que él intentaba decirle, pero descubrió que su compañero de paseo resultaba una persona bastante más sensible que la gente con la que solía estar. Tenía al menos más cosas que contar, aunque tampoco fuera apasionante.
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Se relajó un poco en el asiento y no le importó que sus brazos quedaran en contacto cuando las luces se apagaron y empezaron los anuncios. La película transcurrió sin mayor complicación: "típico rollo intimista que seguro que gana muchos premios y la admiración de la crítica pero que no pasa de ser un refrito histórico -de la guerra civil, por supuesto- propicio al bando republicano sobre amor y moral, etc. Si en un alarde de fingida objetividad sitúan la acción en el lado franquista, mejor que huyas del cine", pensó Gregorio. La miró a ella, que parecía entusiasmada, y prefirió no decir nada.
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No era tal el entusiasmo que sentía Marta, pero simplemente hacía mucho que no iba al cine y quería disfrutar la película, que por lo menos era una historia de amor con la que ella podía sentirse identificada. "No tiene sentido ponerse a analizar esto: es sólo una película, una historia... Y ya que pagas la entrada al menos hay que intentar sacar algo, supongo. A mí me está gustando", se dijo a sí misma.
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Hora y media más tarde salieron del cine: él un poco emocionado -al final la demagogia kitsch que tanto le había asqueado había conseguido hacerle llorar, debido seguramente a la mezcla demasiado dramática de imágenes evocadoras de sufrimiento existencial y a la melodía trágica que las acompañaba- mientras que ella salía un poco decepcionada por el final tan simplón que le habían dado a la película.
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- ¿Te apetece ir a algún sitio?- preguntó él.
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- La verdad es que no sé, ¿quieres tomarte unas cañas?
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Gregorio pareció algo incómodo, aunque lo estaba deseando:
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- Bueno, mañana tengo que madrugar y preparar la clase, pero por mí vale.
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- Pues vamos aquí al lado y nos tomamos una rápida, ¿vale?
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Charlaron durante tres horas más, se emborracharon y él la acabó acompañando a casa. Ella insistió en que le gustaba, pero que no lo conocía lo suficiente como para acostarse con él -normalmente lo habría hecho, pero creía que con éste podría llegar a más, así que no quería exponerse a que desapareciera, como el resto-. Sin embargo, durmieron juntos, abrazados, y cuando un rayo de sol entró por la ventana, ellos seguían pegados el uno al otro. Gregorio se descubrió al lado de Marta y sintió una intensa felicidad -aunque no sabía si debido a la conjunción de sucesos inesperados y vivencias nuevas o al hecho de que empezaba a enamorarse-, besó en la mejilla a Marta y siguió con su ronda de besos por el cuello y los hombros hasta que la despertó. Entonces ella sintió mucho cariño por Gregorio. Se besaron un buen rato y al final hicieron el amor. Follaron, vamos. Para Gregorio fue una experiencia intensamente positiva, una relación felizmente consumada, un loco arrebato de abandono a la pasión. Marta lo vio como que le apetecía y, chica, una no debe tampoco dejar pasar las oportunidades; no estuvo mal, él lo hacía con mucho cariño, pero no llegó a más: nunca ocuparía un lugar en su puesto de mejores amantes. Qué bobada, si ella tampoco tenía tanta experiencia como para hablar de "amantes"...
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Total, que desayunaron, Gregorio salió corriendo hacia la universidad -veinte minutos corriendo: no estaba muy lejos- y Marta bajó a dar un paseo por el centro y a disfrutar del sol en su día libre mientras pensaba en lo que había ocurrido.
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Ella realmente no sabía qué pensar de todo esto, quizás había sido un error acostarse con él. En realidad no sabía si quería volver a verle. ¿Él qué pensaría, qué sentiría?
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Bueno, para cuando llegó corriendo a la puerta del aula -donde se quedó un momento recomponiendo sus ideas-, Gregorio sentía todavía el recuerdo del cuerpo caliente de Marta contra su pecho. De algún modo, se sentía completamente enamorado. Entró a clase con sonrisa de haber follado.
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Todos se dieron cuenta.

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