miércoles, 7 de octubre de 2009

Apunté con la pistola lejos. Quizá por ello me di en un pie.
En el hospital soñé con un hombre ahorcado y un cura que lamía la soga con su lengua áspera. Llegado el momento, el que había sido un ser humano abandonaba su cuerpo en forma de una montaña de heces que salpicaba el suelo. Un par de monaguillos recogían cuidadosamente esa esencia divina y la repartían en misa. Mojaban la hostia en dicha ambrosía y la compartían con el resto de la gente.
Era una hostia infectada de ideas. La mayoría de las personas que se la comían moría de engaño.
Desperté y encontré a mi lado a una horrible enfermera. Era tan hermosa como la lapidación de un inocente. De su cuello colgaba un crucifijo, y el diminuto Jesucristo de oro parecía apartar la mirada de aquellos pechos venosos y de piel grasa. Lo más cerca que algo con forma humana había estado de aquellos pechos. La vagina en cambio seguiría indefinidamente esperando a su Alí-Baba.
Abandoné la sala de operaciones con un buen costurón en el pie y con la billetera descosida. Menuda puñalada, la del seguro. Dijeron que había sido intencionado y que no cubrirían los gastos... Una puta vida sano como una rosa y me vienen con esas. Le expliqué educadamente a la chica del teléfono la situación y ella me dijo que si volvía a llamar avisaría a la policía.
Miré el registro de llamadas: vale, me había pasado. Pero que se joda, para eso le pagan.
(...)
Sentado en la terraza de mi casa con un pasamontañas barato (en la parte de atrás hay un parche medio descosido del cheguevara), cortesía de mi sobrino, lanzo bombas a la calle en forma de bolsas de basura.
Pero por la reacción de la gente parece que están estallando bien.
Veo edificios enteros de gente ardiendo mientras salta al vacío. Sus cuerpos cayendo a la puerta de restaurantes de comida rápida. Creo que parte de lo que cae se aprovecha rápido para las hamburguesas. No me extraña: carne de primera.
Después de un rato divirtiéndome oigo las sirenas de la policía.
No es para tanto: sólo son funcionarios con placa. Conserjes con pistolas de agua.
Me amenazan con pasar la noche en el calabozo.
Me conocen ya: me llaman por mi nombre. Es lo que tienen las ciudades pequeñas.
Empujo la silla de ruedas hasta mi arsenal oculto y empiezo a sacar todo del armario: cientos de fotografías sexuales con menores de edad que distribuyo por toda la habitación.
Hay que acabar a lo grande: dar un poco de qué hablar.
Oigo cómo fuerzan la puerta. Golpes desde fuera.
Corro por el pasillo cojeando -qué remedio- hasta la cocina. Allí me espera mi arma secreta.
Bum. La policía está entrando.
Me siguen llamando por mi nombre de pila, los muy maleducados. Les recuerdo que tengo el título de marqués, así como de pasada.
Al principio del pasillo empiezan a aparecer policías con cara de malas pulgas. Ladran que debo entregarme, que esta vez sí que la he liado. Les lanzo un par de consoladores que tengo de exposición en un mueble.
(Y un cojón, de exposición... si esos amiguitos hablaran...)
Me siguen hacia la cocina, donde les espero con la gran sorpresa: la traca final.
Los pobres no se enteran porque no les da tiempo ni a situarse. Antes de entrar ya están ardiendo y una décima de segundo más tarde volamos por los aires junto con la mitad del piso de arriba.
Tengo una última visión de mi cuerpo atravesando la ventana abierta y viajando contra la fachada opuesta.
Con suerte entraré en una terraza y daré un buen susto a alguien.
Después de todo, no todos los días caen cuerpos contra tu ventana.
(...)
¿Lo último que recuerdo antes del golpe definitivo? Ni idea.
No es un recuerdo, sino una sensación. Un movimiento en el pecho.
Algo así como si todavía me estuviera riendo.

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