martes, 13 de octubre de 2009

Ella tenía un sólo ojo en la cara y otro en el culo.
Me encantaba mirar la oscura profundidad de su pupila y buscar en ella mundos diminutos y galaxias de papel.
Igualmente, miraba su ano contraerse con dulzura. Como un bebé que bosteza por la mañana, como un pequeño parásito que se asoma para echar un vistazo a mi habitación. Esperaba que no estuviera criticando el color de las cortinas.
A menudo soplaba suavemente sobre sus pestañas elevadas, que temblaban como briznas de hierba, como negras espigas en un campo de trigo. Igualmente, soplaba a su ano y veía aquellos cuatro pelos tiritar rizados como los muelles salientes de un colchón destrozado. Parecían intentar brincar lejos de su sitio, pero la gravedad de la piel les impedía alejarse.
Un día descubrí una pequeña manchita escondida en su pupila: era un reflejo diminuto, una luz. Obsesionado con descubrir de dónde procedía, clavé una aguja y la removí como intentando enfriar una sopa. No hubo respuesta por parte de ella, que me miró con gesto de aburrimiento.
No logré descubrir de dónde venía.
Obsesionado todavía más con la extraña mecánica de aquella lucecita, decidí profundizar aún más en el tema: me introduje suavemente por el ano y recorrí todo su cuerpo hasta llegar a la cabeza. Anduve un rato perdido entre los dientes y las orejas, hasta que al final acabé saliendo por la nariz.
Harto de dar vueltas, rompí a patadas el tabique nasal y me escurrí por su carne hasta dentro del ojo.
Allí había un escritorio con una pequeña lamparita. ¿Todo aquel viaje por una mierda de flexo?
Apagué y salí desencantado por la pupila. Me tumbé enfadado en el colchón, a su lado. Fumaba un cigarrillo intentando pensar en otra cosa. Miré las nubes grises que cabalgaban por el cielo.
La mañana transcurrió rápidamente porque, sumergido en mis pensamientos, no necesité en ningún momento salir a respirar. Cuando volví a asomar la cabeza al aire libre de mi habitación saturada, ella seguía durmiendo a mi lado.
Sin embargo, algo había cambiado. De alguna manera su mirada ya no me resultaba atrayente. Se había apagado la luz de sus ojos y su mirada inerte había dejado de interesarme. Sus ojos eran como dos bolitas de vidrio, sin vida ni alma.
Como si ella se hubiese dado cuenta, se levantó rápidamente y procedió a salir de mi habitación.
Lo hizo por la ventana, no sé si fue a causa de la ceguera o por propia desesperación.
En cambio yo me volví a tumbar en la cama y rememoré aquellos bellos instantes en que soplaba los pelos de su ano y éstos bailaban como muelles saltarines.

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