domingo, 4 de octubre de 2009

Faltaba poco para que llegara la noche y una tecla de piano insistía en presidir el silencio desde lo alto de la escalera. Impertinentemente, como un gallo que se señorea, el golpe sonoro sacaba pecho durante la vibración de la cuerda y la nota resonaba orgullosa en aquella estrecha garganta escalonada. Como si la casa entera intentara entonar una canción pero estuviera afónica. Presentía que en cualquier momento una mano gigante levantaría el tejado y trataría de sacarle la moqueta a la escalera para que no se atragantara. Ese pensamiento, por ilógico que fuera, consiguió que volviera al comedor, alejándome de aquel misterio de la buhardilla.
Nadie podía estar allí arriba porque nadie había subido, de modo que yo seguía preguntándome cómo era posible que aquella nota llevara sonando toda la tarde. Me acurruqué en el sofá sin perder de vista la bombilla del techo y esperé durante horas.
Finalmente, alguien llamó a la puerta y la bombilla se encendió.
Temblé aterrado: había llegado la noche.
(19.02.08)

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