domingo, 9 de agosto de 2009

Pasear por la calle se había vuelto como un acelerado solo de trompeta: desafinado, irritante, pero capaz de hacerte sudar el alma. Las imágenes chocaban unas contra otras como cristales cayendo sobre mis ojos: una fugaz rueda de coche, el sol exaltado, unas gafas de sol, unos pechos botando al caminar, el mareante bordillo de la acera. La sensación que me envargaba podría llamarse vértigo vital o algo así: sabía que estaba sobre la cuerda floja. Creo que en el fondo era una percepción derivada de mis malditos cursos de acróbata.
El recuerdo sensorial de drogas imaginarias agitaba mi cuerpo, que deambulaba como una masa de átomos que se ponen la zancadilla unos a otros. Me picaba un cojón y me ardía la frente por la fiebre. Empecé a desmayarme más o menos cuando estaba ya inclinado sobre el suelo. 45º y reduciendo. El asfalto se descubrió como una sólida fría realidad, de esas que tumban filosofías de golpe. Normal, cuando los sesos del filósofo se arrastran por el suelo intentando llegar lejos de sus ideas.
Una vez atropellé un filósofo y estalló en palabras. Todas empezaban por hache...
La luz del sol calentaba mi piel frita y quemaba la punta del cigarrillo que sobrevivía en mis labios. Y yo tirado como una tortuga boca abajo. Sin ninguna excusa para no levantarme salvo mi propia incapacidad. Creo que mis extremidades se agitaban en el aire como patitas de insecto.
Finalmente, por maldito aburrimiento, mi cuerpo se convirtió en miles de hombrecitos diminutos que corrían en direcciones opuestas atacando a la gente.
Toda mi carne loca mordisqueándole los ojos a los niños y tirando de los tendones de las corredoras de footing. Incluso un par de cabrones le hicieron la "corbata colombiana" a un obeso conductor. Su lengua sobresalía burlona por la garganta cortada y todo el mundo le pitaba al pasar.
Dejé de prestar atención al espectáculo cuando los edificios empezaron a derrumbarse sobre los atónitos espectadores y el ruido de los huesos se hizo insoportable. Sonaba como al cortar papel, algo que siempre me ha dado asco.
Mientras los cuerpos morados se amontonaban por las esquinas decidí alejarme de todo aquello.
Creo que me escondí detrás de una mierda de perro y esperé. Cuando me di cuenta mi lengua asomaba sobre mi pecho manchado de sangre.
-¡Seréis cabrones!, maldecí amenazando con el puño.
Pero ni eso pude acabar, porque el sonido viscoso que producía mi lengua era tan divertido que todos nos empezamos a reír sin parar.
Los cadáveres de las calles me señalaban y apuntaban sus carcajadas hacia mí.
Mierda, ni en el fin del mundo puede uno estar libre de críticas...
Después todo se quedó negro como el sobaco de un grillo a medianoche...

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