jueves, 27 de agosto de 2009

Sentí de nuevo ese dolor interno en un punto oscuro de mi cuerpo. Esa angustia invisible que no viene de ninguna parte ni dirige a ningún lugar. Esa rabia contenida contra mí mismo, contra mi vida. Cerré la puerta. Pensé en amigos y parejas. Puse el primer candado. Pensé en gobiernos y religiones. Puse otro. A cada pensamiento que tenía ponía un nuevo cerrojo. El último correspondió a un pensamiento sobre mí mismo. Yo abrazando a una persona. Yo solo en un banco de un parque. Yo sentado en el asiento trasero de un coche, llorando. De mis ojos salían gotas de sangre verde. El click del último cerrojo indicó el final de todo.
Sólo me senté a esperar, con un libro en el costado, a que el tiempo viniera a cobrar sus facturas.
Mientras, el veneno en el aire hacía su trabajo.
Sólo leí tres páginas.
El resto lo inventé con la imaginación mientras me apagaba lentamente.
Soñando con un mundo en el que todo el mundo está muerto.
Muriendo en un mundo en el que no se puede soñar.

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