jueves, 27 de agosto de 2009

Desperté desesperado de esperar una esperanza.
Nada apareció ante mis ojos al despertar.
Un cristal dio vueltas por mi sueño. Un vaso de cristal flotando en un cielo negro infinito.
El mundo era frío, aburrido e inerte.
Volví a cerrar los ojos y vi mi habitación, mis pies moviéndose en la cama, mi mano buscando mi cara para tocarla.
Abrí los ojos y vi demonios y enfermos mentales trepando desde la oscuridad, buscando algo que llevarse a la boca.
Cerré los ojos y miré por la ventana de mi cuarto. Llovía y no había nadie por las calles.
Abrí los ojos y encontré un paisaje desolado hasta el horizonte. Todos los edificios derruidos, la arena llena de cadáveres y restos humanos.
Cerré los ojos y vi a la gente del autobús. Íbamos hacia el trabajo. Una mujer frente a mí sonreía mirando las nubes. El resto de gente parecía apagada.
Abrí los ojos y encontré un acantilado infinito. En sus profundidades veía cuerpos de lagartos retorciéndose, húmedos, en una orgía de destrucción que estaba cavando la tierra hasta destruirla.
Cerré los ojos y saludé a la secretaria de la oficina. Me deseó un buen día.
Fingí que trabajaba al ordenador. De repente se encendió la pantalla. Una depresión mordisqueó mis dedos impidiéndome presionar ninguna tecla. Me resigné y abandoné la lucha.
Abrí los ojos y me lancé a aquel mar de cuerpos y ruidos sibilantes.
Por fin en casa.

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