sábado, 6 de marzo de 2010

Tecleé muerte sobre tu piel y te moriste, fiel.
Yo ya estaba muerto mucho antes de enseñar el hueso
pues intenté domesticar mis sueños dándoles una casa con piscina.
Aun sabiendo que había cadáveres hundidos en el fondo
de mi sangre.
El periódico no decía nada, ni siquiera en las esquelas,
de por qué todo había ido muriendo a nuestro alrededor.
Supuse que no era noticia
ni para nosotros.
Tecleé despierta y vi tus ojos abrirse
como aquella flor de mi ventana.
Tu piel se deshacía en polvo de caminos de tierra,
abierto tu estómago
como un belén de tripas.
Intenté aferrar algún pedazo
para tener algo que recordar
desde mi muerte eterna,
pero yo mismo no existía ya ni en el reflejo de tus lágrimas
secas de puro cristal.
Un chillido de violín acuchilló el aire,
que se quedaba dormido,
y apuntó al cielo
hacia las estrellas,
una colección de lámparas inabarcable.
Y entonces se fue la luz
llevándose la imagen de las cosas
y dejando sólo el tacto
inseguro
de la oscuridad
sobre nuestras cenizas.

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