viernes, 5 de marzo de 2010

La nieve caía igual de fuerte sobre la carretera que dentro de mí.
El asfalto asomaba curioso de vez en cuando, preguntándose cuál era mi destino. Ignorando que no hay destino para quien viaja solo.
El cielo estallaba en átomos de agua que yo atravesaba a toda velocidad.
Un resplandor rojizo en el cristal me recordó el accidente. Una grieta en el cristal. Mi mirada en el retrovisor.
Estaba solo. Mi sombra rebotaba en los montículos de nieve que cubrían las cunetas de la carretera.
Una señal tiritando se giró al verme pasar.
Los árboles alzaban sus brazos al cielo. Pedían sol y calor. Parecían jugar al baloncesto con las nubes.
La ciudad lejana, en el horizonte, parecía mantenerse siempre a la misma distancia de mí. Incluso se alejaba.
Mis manos aferraban el volante como si fuera un madero en un temporal en alta mar. Podía sentir las inmensas olas negras, profundas e inhumanas, creciendo bajo mi cuerpo. Los monstruos marinos contemplando con un ojo abierto desde las oscuridades, dejando asomar un inmenso tentáculo para dejarse adivinar, para vivir en mi fantasía.
Mientras, las olas mecían mi cuerpo, sobre todo en las curvas.
Todo parecía congelado en un recuerdo distante o un fotograma de película mal revelado.
Los contornos desaparecían difuminados por la velocidad ante mi incapacidad de registrar los detalles.
Y sentía que me quedaría así para siempre, que nunca llegaría a la ciudad. No podría perderme entre sus venas de asfalto, sus esquinas llenas de muerte y hastío.
No llegaría a vivir esa vida hecha pelo negro y ojos en llamas.
No llegaría a borrar ese reflejo rojizo en el salpicadero, salpicado de vidas pasadas.
No llegaría.

No hay comentarios: