domingo, 8 de junio de 2008

Víctimas y verdugos

Después de sobrevivir a un atentado terrorista uno ya no es una persona normal: es una víctima. Cuando se evalúa la catástrofe y se hace balance de muertos y heridos, cuando se habla de héroes y mártires -en definitiva, cuando se hace periodismo-, se habla de un total de víctimas. Pero hoy en día hacer periodismo es rellenar telediarios. Esto tiene que ver primero con cosas de la franja horaria y la productividad y segundo con la demagogia y la creación de opinión pública. En otras palabras, la instrucción del pueblo: "esto es lo que tienes que pensar acerca de lo ocurrido".
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Por otro lado cuando engañas a la gente casi les estás haciendo un favor: están deseando que les den una verdad aceptable, aunque sea parcialmente falsa, con tal de que tengan algo a lo que aferrarse. Si les dijeran la verdad, probablemente esta les parecería inaceptable y se revelarían contra ella.
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De este modo se crean dos bandos: el de los terroristas y el de la víctima. El PUEBLO pertenece siempre a este segundo grupo, en parte por haber habido muertos, en parte como posible víctima futura de nuevos actos de violencia. Suena bien: "acto de violencia". Casi se olvida uno de que tras esas palabras se esconde un cuerpo despedazado por una explosión y tripas y sangre desperdigados por el suelo.
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Por supuesto, esta división es una verdad a medias: el terrorista no es un ente externo que surge y desata la muerte, sino que es un miembro del pueblo, es decir, que es una de las víctimas posibles. Una víctima que se convierte en verdugo al cambiar de bando. Si los malos son los que matan y los buenos el resto, ¿cuánta gente del pueblo sería realmente buena? Si se sabe quiénes son los buenos porque se conoce a los malos, ¿entonces es necesaria la existencia de los malos?
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Si se medita lo suficiente en torno a esta idea, uno casi empieza a pensar en lo útil que resulta el terrorismo a la hora de crear un clima de miedo y confusión: tú puedes ser la próxima víctima, o tus seres queridos, de manera que aceptarás cualquier medida, cualquier cosa, con tal de que eso no pase. CARTA BLANCA para quien habla por ti y actúa en tu nombre. ´

Por eso, después de sobrevivir a un atentado terrorista -o, por defecto, fallecer en él- se lo considera a uno una víctima, lo cual equivale a presuponer su bondad, su inocencia, la tragedia de su muerte. Si bien esto debe ser cierto en general -no lo sé-, ya os digo que no sirve para conmigo. Yo soy un auténtico hijo de puta y estaría mejor muerto.
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El día que sufrí el atentado había ido en tren a Madrid por asuntos de negocios: tenía un par de trabajitos que hacer y no podía quedarme todo el día en la cama. No lo hago nunca, pero aquel día menos aún.
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Por lo general odio el tren, como cualquier otro transporte público, ya que me obliga a estar en contacto con la gente y eso es algo que me repugna. Frente a mí tenía sentado a un negro con tres grandes cicatrices en la cara, como si le hubiera dado un zarpazo un tigre o una fiera. Fue el único ser humano que vi en el vagón, el único al que no odié: el resto no eran más que basura blanca de clase media.
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He de decir que yo disfruto con la violencia. El olor de la sangre, su mera visión, hacen que se desate en mí la adrenalina. Es una sensación extraña, de bienestar. La primera vez que maté a una persona tuve una erección. Después no se volvió a repetir. Esto es bueno porque, si bien me gusta ser un asesino, detesto a los pervertidos; sean zoófilos, pederastas, homosexuales o raritos.
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Como decía, la primera vez tuve una erección. No hice ninguna gilipollez como violar el cadáver -aquí me surge una interesante cuestión: ¿introducir el pene en un montón de carne muerta equivale a una violación? ¿dónde queda en este caso el consentimiento y el posible rechazo?- da igual, pero sí es cierto que, en parte, disfruté sexualmente de mi asesinato.
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Esta primera vez fue con una prostituta que recogí en Madrid. Por supuesto me la tiré, no penséis que soy uno de esos frustrados sexuales que son incapaces de empalmarse y por ello se ponen a matar a la gente. Follamos y bien -estoy convencido de que por lo menos la hice correrse un par de veces-, lo que pasa es que no me gusta follar con putas, porque me parece algo muy feo. Es casi inmoral, ¿no? O sea, te alquilan su cuerpo para que hagas lo que quieras con él durante un rato. ¿Quién entiende eso? ¿Cómo vas a disfrutar de verdad cuando te ceden algo con tanta frialdad? Hay que tener en cuenta que el cuerpo es la esencia de lo que somos: sin él no somos nada. Por eso me la follé durante el tiempo que alquilé sus piernas, su coño, sus tetas y su boca, pero cuando realmente me apropié de estos fue cuando la maté. Fue un acto de conquista e imposición: como si el haber escalado aquellos inmensos pechos me diera derecho a destruirlos.
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Sumido en un intenso disfrute, la llevé atada en el maletero hasta Galicia. Cada hora que pasamos en la carretera fue para mí una explosión de adrenalina. La sangre me bombeaba en las sienes como si mi cabeza se estuviera llenando hasta el borde. El color rojo del primer semáforo que vi al entrar en La Coruña parecía una anticipación de mi crimen.
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Una vez en el garaje de mi casa de veraneo, aparqué el coche y abrí el maletero. Parecía exausta cuando la saqué de él, pero en cuanto cayó a las frías baldosas su cuerpo pareció recuperar la vitalidad y empezó a retorcerse intentando desatarse. Su carne, estremeciéndose mientras la arrastraba escaleras arriba, parecía poseida por la locura. Quizás a través de esa extraña danza intentara pedirme que la liberara, demostrarme que seguía viva, pero eso sólo aumentaba mis ganas de matarla.
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Durante las primeras horas me dediqué a tranquilizarla: le decía que no le iba a hacer ningún daño, que era de la E.T.A. y sólo quería reivindicar nosequé... Al rato le metía los pies en una palangana con agua y le daba electroshocks con una esponja y un enchufe conectado a las baterías del coche. Luego volvía a insistir en que no quería hacerle daño y que era necesario que colaborara. No quiero hacerte daño.
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Claro que quería, pero estaba practicando la guerra psicológica: una vez estuviera loca del todo y ya no fuera una persona, podría hacer lo que quisiera con ella sin remordimientos. Tenía tenazas, alicates y demás herramientas, a parte de un completo juego de cuchillos de la Teletienda. Diversión a raudales.
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Sin embargo, mi intención inicial al contar la historia era hablar del atentado, el resto resulta innecesario. Como resumen, después de esta prostituta maté a un par de personas más, siempre cambiando de método, de zona de España, etc. No soporto a los asesinos que repiten siempre la misma técnica y víctima... Esa especialización resulta aburrida y acaban cometiendo siempre el mismo asesinato. A mí me gusta innovar, buscar nuevas sensaciones.
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Como decía, el día que sufrí el atentado iba en tren a Madrid. Al llegar a Plaza de España, saliendo del metro, oí la explosión y pude ver el edificio derrumbándose sobre mí. Había fuego por todas partes y salí despedido contra un coche que partió mi columna vertebral por la mitad. Esto es más o menos lo que me han dicho, porque yo sólo recuerdo hasta el momento de subir las escaleras, escuchar un ruido muy fuerte y gritos. Y el edificio desplomándose.
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"Todo esto a qué viene", me diréis... Bueno: es simple. Estoy respondiendo a vuestra pregunta. Y creo que es la mejor explicación que podría daros para que entendáis por qué cuando me habéis dicho que qué se siente siendo víctima inocente de un atentado no he podido evitar reírme.
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Después de todo, tenéis que ver que yo no soy una víctima. Soy uno de los malos.

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