domingo, 8 de junio de 2008

La culpabilidad

Tiene que haber un culpable para cada historia. Nos lo dicen desde niños y nos acostumbramos a clasificar las acciones distinguiendo lo que está bien de lo que está mal o lo que es mejor de lo que es peor. Olvidemos los matices: la vida está planteada en blanco y negro.
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Un día pasé revista a mi memoria y descubrí que me consideraba víctima de la mayoría de mis acciones. No era capaz de verme como culpable y, además, siempre encontraba una justificación medianamente razonable. El resto lo hacía la negación.
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Esta consideración de víctima aludía a ciertos problemas más serios: la relajación del complejo de culpa y la inexistencia de la propia responsabilidad sobre mis actos.
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Lo medité día y noche: busqué algo de lo que me sintiera culpable. No lo encontre. Había cosas de las que avergonzarse, pero no de las que culpabilizarse.
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Me llevé las manos a la cabeza por mi actitud totalmente negligente hacia la vida.
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Decidí que algo tenía que cambiar, así que me marché lejos y comencé una vida de reflexión constante. Tras una dura disciplina fui capaz de sentirme culpable de cosas que en su momento no me habían parecido reprochables pero que pronto comenzaron a atormentarme.
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Día y noche, sin un respiro, mi conciencia pasaba lista a cada palabra dicha, a cada gesto y a cada intención oculta de cada acto de mi vida.
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Irremediablemente, un extraño sufrimiento, pegajoso y húmedo, me surgió de los huesos. La culpabilidad me hizo enfermar.
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Pasé meses en un hospital: había descuidado tanto mi vida que llevaba un tiempo viviendo en la más completa miseria. Al final la inanición destruyó mis defensas. De repente tenían que obligarme a comer porque me sentía incapaz de ello.
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Todo esto y el psicólogo fueron cosas que llegaron juntas. Unas pastillas, sedantes, vitaminas y un montón de cosas más.
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Me hicieron ver que no tenía de qué preocuparme, que todas las cosas que me atormentaban eran nimiedades que los demás pasaban por alto y que uno no podía vivir cargándose con tanta responsabilidad.
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Me dieron un trabajo fácil y cómodo en una oficina con gente amable y sana y poco a poco empecé a vivir de nuevo. Iba al cine con compañeros de trabajo, salía a pasear... A veces incluso invitaba a gente a casa y organizaba comidas y fiestas.
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Todo había vuelto a la normalidad. De hecho, todo era incluso mejor que antes.
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Me sentí libre.
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Desde aquel día he superado mis problemas y puedo reconocer la responsabilidad de mis actos sin obsesionarme por ellos.
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Pero lo cierto es... Que por más que lo pienso... No entiendo qué culpa tenía yo de lo que me había pasado.

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