sábado, 29 de noviembre de 2008

Reconozco que tengo sueño.
Mis ojos se cierran y mis poros se abren, y me dejo inundar por la suave somnolencia latente en mis huesos, mientras mi sistema operativo relaja sus defensas y los virus picotean mi piel, que se deshace en el huracanado viento azucarado. Y volamos por la brisa, un pájaro de nubes cuyo canto penetra bajo las faldas de las chicas.
De algún modo, percibo el olor a pintura de mis ojos y sé que ya estoy soñando.
El corazón abierto como una piñata y los dulces escapándose de mi vientre como caramelos ventolados. Y me convierto en aquella lágrima que aplastaste contra mi chaqueta. Aquella que me hizo sentir que realmente existías. Esa gota de agua salada con que descolgaste el mar sobre mis hombros.
Y de aquel mar surgió la ciudad bajo cuyos adoquines escondimos nuestros sueños, sin saber que acabarían amontonados en barricadas. Manchados de sangre, negros por el hollín. Nunca imaginamos que aquellas calles tenían fecha de caducidad, que nuestra ciudad era un cementerio: estábamos cegados por las flores de plástico.
Pero recuerdo el brillo en tus ojos, el calor de un aliento compartido que suspira una historia a la almohada. Nuestros brazos enlazados como el mimbre, nuestros besos resonando como un timbre.
Y despierto asustado, perdido entre mi felicidad interior y el opaco amanecer helado que se aproxima. El radiador tirita de frío. Me siento en la cama, frente a la ventana que se ilumina lentamente de un rojo anaranjado. Una aguja de sol se clava en mi alma inspeccionando mis venas. Cegándome.
Y siento que la belleza de tu recuerdo, vana creación de mi mente, es mejor regalo que un rayo de sol.

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