domingo, 9 de noviembre de 2008

Los pulmones llenos de disolvente y el corazón mal aireado, esquivo el sueño mientras mi cerebro se pudre como verdura almacenada en malas condiciones. Las ratas corretean entre mis pensamientos y mordisquean un poquito de cordura. Pero lo justo como para no perder el hilo de la conversación.
Las relaciones sociales brotan entre la apatía y el malhumor, que no mueren aunque uno se esfuerce en olvidarlos. Como una cortina que no acaba de correrse, el recuerdo de experiencias pasadas contamina mis sentidos.
Pasos: mordiscos sobre el asfalto para continuar adelante. Aunque el suelo desaparezca bajo mis pies.
La gravedad se ceba hoy conmigo: me obliga a doblarme hacia el suelo, los pelillos de mi barba rozando las grietas de la calzada. Mi espinazo partido cruje como pan tostado y mis costillas sobresalen detrás de mi piel intentando saludar a los paseantes. Bailoteo de huesos sin ritmo ni melodía, vaivén de miradas.
Y mi estómago chilla después del sepuku de anoche. Litros de alcohol intoxicando mi sangre, litros de cáncer goteando en el suelo verdoso del servicio.
En mi mente, abrazos olor canela y besos sabor a menta. Pero soledad esculpida en cada rostro sonriente, moral impregnada en cada mirada. Y pechos demasiado inmaduros como para merecer un beso. Un beso que destruiría el mundo.
Dedos que acarician y brazos que ahorcan. Mi piel se irrita, burbujeando ante el calor de la fría noche estrellada contra el cielo. Y la lluvia de cristales que anega mi vientre suena como maracas mientras caigo al vacío.
Lejano se oye el temblor de una cuerda de guitarra. Tan lejano que lo siento dentro de mí.
A estas horas ya no sé lo que siento, pero la vida es dulce cuando no distingues los sabores.
Escribí con furia mi odio en un papel y lo dejé escapar a través de mi piel.
Dicen que es un virus, pero yo sólo siento mariposas.

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