Se sube al tren en El Pozo.
Tiene doce años y una flauta.
Parece la viva representación de la miseria. De esa miseria vecina a nuestras urbanizaciones en las que no se puede ser niño sin más.
Toca y lo hace bien.
Se pasea soplando su flauta con los ojos cerrados de un lado a otro,
sin parar de soplar canciones conocidas a las que mete florituras para que suenen mejor.
Cada nota tiene su trino,
y eso es realmente complicado siendo un niño.
Se nota cuando toca que es lo único que tiene,
que es lo que lo mantiene cuerdo.
Conoce las canciones, sopla a Mozart de oído.
De repente la música cesa y algo cambia.
El niño se tambalea,
apenas puede mantener los ojos abiertos.
Se lo ve deambular, como drogado, pidiendo una monedita por favor.
No mira a nadie a los ojos y nadie le da nada.
Pasa a mi lado y puedo ver sus cicatrices y sus heridas todavía abiertas.
Su piel habla de suciedad y de pobreza,
parece repetir la palabra droga a cada gesto.
Sin música ya no vuela, aunque no parece estar aquí abajo, sino mucho mucho más arriba.
Tiene la piel de los viejos yonkis que suben a pedir comida o dinero.
Sólo que este es un niño y cuesta más aceptarlo.
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