lunes, 22 de diciembre de 2008

Un chirrido suave pero estrepitoso salía de tu mirada cuando me reprochaste lo que había hecho con aquella chica. La clavé con mi alma contra aquella pared. Y allí la dejé, indefensa, mientras recorría su piel lubricada como una juguetona infección. Lamiendo sus heridas para sacarles la pus, chupando sus venas y hasta el tuétano de los huesos. Plomo hirviendo fueron tus palabras, que marcaron mi espalda como látigos de neón, mientras tu melena de alambre de espinos atragantaba mi garganta y me hacía vomitar. Una lluvia de chinchetas se esparció como mucosa sobre el suelo de cobre.
Arañaste mis manos y arrancaste los huesos de las articulaciones de los dedos: falange tras falange, sólo que fueron todas a la vez. Y adiós a lo de tocar el piano. Y adiós a lo de explorar tu vagina. Y ya sólo me quedaba un pene arrastrado por paredes de cal y unos ojos envidriados que se descascarillaban como huevos de gorrión.
Para mi desesperación, esquivaste mi metáfora -directa al corazón- y machacaste con un cascote mi cráneo saturado. Cientos de lombrices suspiraron en la noche tibia mientras devoraban mi cuerpo a la luz de la luna
y las ruedas de los coches se arrastraban por el asfalto dejando un triste olor a goma quemada.
Nunca quisiste verme en estas condiciones, pero no fuiste capaz de apartar la mirada.

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