viernes, 26 de diciembre de 2008

Cada palabra de mi vida era un mueble de aquel cuarto, cada idea un centímetro de papel de pared. Problabemente mis pecados eran las flores frescas de aquel jarrón y mis deseos los pétalos secos que se arremolinaban sobre el mantel. El moho de la bañera era mi estancia en la guerra, mis opiniones políticas una pila de periódicos olvidados junto al sofá. Y la colcha agujereada de la cama, olvidada e inerte como mi vida sexual.
Era un cuartucho de soltero, un final para un camino solitario, y los rajados cristales no encajaban en las ventanas, como no encajaba el cuerpo de ella allí.
Irreal por inerte y real por su muerte, aquella piel azulada era una melodía discordante que estropeaba la sinfonía, pobre pero hermosa, de aquel cuarto sin nombre. Anónimo mas no indiferente, iluminaba el sol aquella esquina igual que harían las farolas llegado el momento, y la luz parecía lamer deleitada aquellas piernas que colgaban ahogadas tan lejos de la bañera.
Era un misterio cómo el oxígeno le había faltado. Había miles de hipótesis, como cientos de coches circulando por la avenida, pero ninguna parecía llevar a un destino correcto. Y el fresco de la ventana se condensaba en sus pestañas convertido en el rocío de la mañana que ella nunca vería; convertido en perlas relucientes en torno a sus verdes esmeraldas aguadas. Terrible, como la mirada que formaban sus ojos. Terrible por sincera, terrible por ausente, terrible por apuntar a aquel clavo saliente, del cual colgaba un trapo enredado.
Y el misterio de su muerte, evidente para los muebles como para la bombilla (inocente) del techo, flotaba como un susurro en el viento calmo que inspeccionaba el lugar. Viento que salió por debajo de la puerta y se acurrucó en la moqueta al calor de un radiador.

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