viernes, 5 de diciembre de 2008

Choqué contra una pared y allí se quedó mi cara pegada. Como un grafiti burlón que me devolvía la mirada. Entonces comprendí que iba a ser otro de ESOS días. Me cerré bien el abrigo al cuello y, esperando que nadie pudiera verme, me escurrí de aquella esquina a toda prisa. Llegué tarde al trabajo, pero me encerré con llave y me pasé todo el tiempo aislado.
A media tarde comprobé con satisfacción que ya me habían vuelto a salir los ojos y las orejas. Aunque la nariz seguía siendo demasiado chata, no como la patata que suelo llevar. Para cuando saliera a la calle, seguramente ya estaría todo en orden.
Ya con el sol a oscuras, volví a asomarme por la ciudad. Las luces de Navidad habían asesinado todas las sombras de la calle, pero aun así encontré el camino a casa. Pasé con cuidado por la esquina de mi tropiezo y descubrí asombrado que un montón de gente estaba de rodillas adorando mi cara.
“¡¡Jesús, te adoramos, Jesús!!” gritaban.
Me encogí de hombros y continué hacia casa. Allí al menos tenía el calor del radiador: alguien con quien hablar. Después de contarle cómo había ido el día, fui al dormitorio, me di un cabezazo contra la pared y comprobé con satisfacción mi cara sobre la pared.
Entonces me puse de rodillas y empecé a rezar:
“¡¡Jesús, te adoramos, Jesús!!”
Porque pensé que si la gente iba a empezar a creer en mí, yo no podía ser menos, ¿no?

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