domingo, 10 de agosto de 2008

Tomó aquel libro como un mensaje cifrado que el autor había dejado flotar en la Historia hasta que se posara en su hombro. Escrito para una persona y un momento concretos. Tan lleno de significado para él que resultaba aterrador y cada línea parecía escrita para mover un engranaje de su alma. Algo en las profundidades desconocidas, en las entrañas de su mente, estaba cobrando forma, despertando de un letargo consciente y husmeando en sus sentidos. Un virus dormido que despertó después de una imagen esclarecedora y que creció como un mono que ansía heroína.
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Cada palabra que, como droga, producía un cambio en sus conexiones cerebrales, desaparecía de la página y se introducía en él a través de sus pupilas. Atravesando la amarillenta capa de retina, llegaba al cerebro y seguía sus conexiones hasta situarse en la piel, donde se quedaba amarrada, aferrándose con sus afiladas garras, anclada como un barco diminuto en un río de sangre hasta que salía a flote y se colocaba a flor de piel. Y las páginas pasadas quedaban en blanco hasta que el libro desaparecía de sus manos esfumándose entre los dedos como un humo mágico y demoníaco.
Llegado el momento, la palabra escondida en la piel arañaba con un dedo afilado el músculo relajado y ponía en tensión el cuerpo, crispando sus nervios e irritándolo. Hacía realmente difícil dar un paso más, mover siquiera la pierna e incluso pensar en ello, pero actuaba como un narcótico neuronal que enloquecía sus sentidos y los lanzaba hacia afuera en una orgía irrefrenable. El tacto a través de la vista, el gusto a través del oído y una excitación sexual destructiva y creadora que crecía en su mente, impulsada por la intensa cópula que estaba llevando a cabo con toda la ciudad.
Como si su piel se hubiera estirado para cubrir todo el panorama, era capaz de sentir la textura de aquellos ladrillos lejanos, de atravesar unas nubes esponjosas que flotaban en el cielo a kilómetros de distancia y de acariciar los senos perfectos de una turista. A la vez, el olor de los coches, como si impregnara su lengua, dejaba un regusto a humo en sus papilas y las voces de la gente multiplicaban las sensaciones dependiendo de sus tonalidades, siendo unas ácidas, irritantes y chillonas, y otras dulces, deliciosas como su sabor preferido de helado. Luego flotaba por algún lado la amarga voz de un mendigo que hablaba consigo mismo y que sabía a café y colillas.
Estas sensaciones iban aumentando hacia un climax de sufrimiento y placer en el que cada poro de piel cantaba una canción distinta y cada gota de sangre ardía con ebullición sexual hacia un descontrol total de los sentidos. El cuerpo se atomizaba y, como si de un gas se tratara, explotaba lanzando sus átomos en direcciones opuestas, llevando a cabo lo que en jerga psiquiátrica se conoce como un "big-bang-de-entre-semana" y arrastrando sus moléculas por todo el mundo, recogiendo sensaciones placenteras a la vez que desagradables de cada átomo con el que se encontraban.
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Después, un intenso silencio inalterable. Y todo volvía instantáneamente a su sitio.
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Y la experiencia había sido enriquecedora: el conjuro había surtido su efecto y las palabras del libro se habían abierto como una puerta a una nueva visión del mundo.
Cuando sus sentidos recuperaron sus posiciones naturales y su ánimo se relajó, fue como si nunca nada hubiera pasado jamás. Tan sólo quedaba una ligera sensación nueva, casi inconsciente, de haber llegado más allá, de haber dado un paso en alguna dirección. Y los sentidos, de algún modo, recordaban la experiencia de la atomización, veían ahora desde el recuerdo de ese momento de explosión caótica y esa vuelta a la armonía atonal de la existencia presente. Habían sentido muchas cosas y estaban más afilados, más atentos a las señales de su alrededor, igual que la mente, que flotaba ahora como un ente abstracto capaz de ver más allá de las cosas, de atravesar su sustancia etérea y dársela de comer a los peces.
De este modo, el libro, como un dardo envenenado o una gota de cicuta, había embriagado de absenta su cerebro y había espolvoreado estricnina por su campo de ideas. Había cavado un hoyo al que huir en momentos de pánico y pintado un paisaje al que asomarse cuando pudiera relajarse.
Todo esto, de alguna manera incomprensible y cruel, hubiera podido explicar aquella sonrisa de satisfacción que, por un motivo totalmente desconocido para él, se había formado en los labios del autor en el momento en que escribió la última palabra y la colocó en su sitio. Dando sentido al futuro y creando el pasado.
Preparando un conjuro que actuaría cientos de años más tarde.

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