martes, 31 de marzo de 2009

Es difícil comprender la soledad que acompaña al individuo en su viaje. Anclado en paisajes y tierras que no le pertenecen, llora por dentro el calor perdido en lágrimas invisibles que se evaporan con la luz del nuevo día. La presión de los propios pensamientos, que hinchan el cerebro como si pretendiesen hacer saltar los ojos de sus cuencas, se une a la angustia que atenaza el corazón, formando un brebaje amargo que, sin embargo, nunca sacia. Y como un dolor que recorre la piel inspeccionando nuestro cuerpo, sentimos la distancia interminable entre nuestra felicidad y nuestra tristeza, que parece tan, tan cercana.

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