martes, 12 de julio de 2011

La pared de ladrillo había adquirido una naturaleza mística, sabia, iluminada por la luz deprimida de un mediodía que todavía hacía equilibrios entre la mañana y la tarde. El musgo seco entre los ladrillos, como una barba rala y perezosa, chamanizaba la mirada pétrea de un muro seco y polvoriento y hubiera enseñado a un pupilo la autosuficiencia con que aquella pequeña construcción humana, superviviente de décadas de uso y eternidades de abandono, había permanecido impasible, ardiendo en silencio como un monje tibetano. Pero eso sólo si hubiera habido alguien para sentarse a contemplar.

Tan sólo algunas espigas de maíz seco llevadas por el viento se asentaban en sus cuatro baldosas rodeadas de vegetación mustia, pero se mantenían delante sin dejar muy claro hacia dónde dirigían su interés, antes de abandonarse a su inquieta imaginación y volver a trepar a una brisa viajera.

El muro, indiferente a todo movimiento en torno a él, permanecía en estado de árida hibernación, como si aguardara inexpectante el momento de renacer de sí mismo a un estado mental superior. Pero, ¿quién puede saber lo que pensaba o siquiera si había algo surcando su diminuta alma carcárea, quizás un leve pensamiento que había ido creciendo como su conciencia hasta apoderarse de todo el campo que lo rodeaba, del cielo e incluso de la estrella más lejana del firmamento? Por lo que indicaba su actitud, el muro podría haber seguido así milenios enteros sin hacer un solo gesto, sin adelantarnos a los simples mortales que no llegaremos a ver el final, su futura victoria o derrota frente al mundo.

Asentado en mitad de un campo, en un punto ligeramente más elevado que el resto de la planicie, ni siquiera podríamos saber si el muro se alzaba orgulloso o si nos daba la espalda, impaciente por volver a sus reflexiones en cuanto nos hubiéramos ido.

Pero, ¿irnos? ¿Quiénes? ¿Acaso un simple "nos" mayestático nos ha hecho tomas consciencia de nosotros mismos? ¿Hemos adquirido vida al contemplar el cuerpo inerte de un cúmulo de ladrillos? No. Ni siquiera somos la propia voz del muro, que permanecerá sin aliento durante cientos, miles de años, impasible mucho después de que nos hayamos ido.

Y después de toda esta observación, el muro permanecerá estático en nuestra memoria hasta el día de la muerte, siendo compleja metáfora de ninguna idea y representación casual de un sentimiento sin nombre. Formará parte de los abrazos que demos, de las miradas que nos regalen y nos sentiremos muros elevados frente a la gente, dejando crecer nuestro musgo y cosechando horas en silencio inexpectante... aun sin saber si, tan sólo diez minutos después de irnos, nuestro querido amigo se desplomó sin más.

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