viernes, 6 de agosto de 2010

Tenía cara de culo y culo de pato. Con una nariz larga y retorcida como el tronco de una encina. Tenía un apodo idiota que le hacía justicia. Que era demasiado suave, en mi opinión.
Vestido con un polo descolorido y unos pantalones de imbécil, descargó toda su furia hacia mí por atacar sus creencias. Simplemente puse el dedo en la llaga. Era fácil, siendo él un amasijo de carne podrida. Hubiera tocado hueso de profundizar un poco más...
Le dije que si fuera cristiano me avergonzaría de él: de su colgante de Cristo. Tenía valor sentimental: "200 euros en oro". Puede que cuatrocientos. Sí que había entendido la doctrina: lleva oro, defiende mi imagen, pégate porque sí.
Lo ignoré, me aparté y le dejé que siguiera viviendo en su estupidez. Simplemente respeté su espacio: su zona muerta.
Me tiró un cubata de litro encima. Vacío,sólo con los hielos. Ni me manchó, sólo rebotó contra mí y cayó hacia él. Qué estupidez. Intentó forzar una pelea. Yo no me pego por mis no-creencias: es absurdo pegarse por lo que crees pero más todavía por lo que NO crees.
Volví con mis amigos. En el fondo me temblaba la voz. Tenía las piernas flojas. La amenaza volvió a entrar en mí, de manera patética y ridícula, proveniente de un engendro borracho pero con el sabor de las peleas en el colegio. De las hostias que me llevé por estar en el sitio adecuado. Del odio que apunta hacia uno como el sol a través de una lupa.
Y aparté la cabeza antes de quemarme. Para mí, podía ganar la batalla y vencer a un idiota. Pero significaba perder la guerra.
Porque ir a todas partes vigilando que no te peguen, es obviamente perder la partida.

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