domingo, 4 de mayo de 2008

Despiece

Empecé a escribir para diseccionarme: era un acto de purificación a través del sufrimiento, de profundización en mis terrores. Alimenté mis miedos y odios, los cubrí de cínica ironía y los compartí como el guerrero expone sus tripas para que los otros reconozcan su honor. No hubo honor, ni siquiera sangre. Tal vez descubrí que mis entrañas no eran tan sucias como creía, tal vez el cuchillo las había limpiado. O tal vez los monstruos internos supieron esconderse, hacerse fuertes en las sombras y esperar su momento.
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Desde hace tiempo he dejado de desangrarme en palabras; las imágenes que escupo en el papel han sustituido al discurso sobrevalorado de mi prosa anodina y ahora ataco folios en blanco pensando que creo y no que repito. Vana creencia la del que se cree artista. Pero igual de vana es la vida del que no se cree nada y la del que lo cree todo, pues ambos extremos están tan cerca que más que juntarse se abrazan.
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Abracemos nuestros demonios internos y llevémoslos de la mano al purgatorio del viaje diario en tren, de la cola en el supermercado, del futuro incierto que se esconde detrás de un presente demasiado concreto y lleno de detalles. Enseñémosles de dónde han surgido, presentémosles a nuestros amores frustrados y digámosles que sólo son anotaciones inconexas en una pizarra gigantesca.
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Enseñémosles a hacernos daño para que vean que somos frágiles, porque entonces nos valorarán.
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Es más: nos adorarán.

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